miércoles, 27 de octubre de 2010

¿Por qué no hay grandes chefs mujeres?

El territorio de la cocina está dominado por los hombres: se llevan los premios más codiciados de la gastronomía mundial, la televisión celebra sus excentricidades, la prensa los trata como artistas de vanguardia y hasta los utensilios de los restaurantes parecen diseñados para ellos.Las chefs, en cambio, reciben más aplausos mientras más inofensivas y caseras luzcan, y nunca llegan a ser igual de famosas. ¿Acaso existe una conspiración universal contra las cocineras?

  un ensayo de Charlotte Druckman



Mi inquietud empezó cuando hace años noté que el listado anual de la revista Food & Wine sobre los diez mejores nuevos chefs siempre incluía a una mujer símbolo. Y con el tiempo se acentuó. En el 2007, los jueces de la famosa Guía Michelin condecoraron a la chef francesa Anne-Sophie Pic con tres estrellas, haciéndola la cuarta mujer en la historia de su país en recibir el mismo honor (había pasado más de medio siglo desde que la última de sus compatriotas recogió esa tercera bengala). El año siguiente, en el

Reino Unido, se consideró una noticia importante cuando diez mujeres chefs ganaron estrellas de Michelin, aunque fuera sólo una por cabeza.
El tabloide Telegraph anunció: «Puede ser el comienzo del fin para el macho, boca sucia, y desafiante maestro chef masculino. El número de mujeres con estrellas Michelin casi se ha duplicado en apenas doce meses».
En el 2009 llegó la gala de los premios James Beard –el máximo trofeo del mundo de la gastronomía–, a la cual se le asigna cada año un tema. El motivoescogido fue: «Las mujeres en la comida», pero ya que sólo dieciséis de los noventa y seis nominados de la noche fueron mujeres, parecía una broma cruel. Al final, sólo dos de esas mujeres se fueron victoriosas, de los diecinueve ganadores en total.
Luego, la editorial Phaidon anunció la publicación de su nuevo libro de cocina Coco: 10 maestros del mundo escogen 100 chefs contemporáneos, en el cual la chef –y escritora– Alice Waters y nueve de sus camaradas masculinos escogieron cada uno diez chefs jóvenes cuyo trabajo admiraban. En conjunto, estas autoridades culinarias pusieron menos de diez mujeres en la lista, menos del diez por ciento del talento total.
Por último, en la competencia Top Chef Masters del canal de televisión Bravo, un mísero trío de entre veinticuatro «maestros» americanos fueron mujeres. En serio.
Y todo eso hundió en el fondo de mi estómago la certeza de que las mujeres chefs no obtienen el mismo reconocimiento o aclamación de la crítica que reciben sus colegas masculinos.
Nadie duda de las habilidades de las mujeres en la cocina. Ellas tienen la habilidad y la creatividad. ¿Entonces cuál es el problema? La pregunta me recordó algo que leí en una clase de historia del arte en la universidad, un ensayo titulado: «¿Por qué no ha habido grandes artistas mujeres?», de la famosa crítica e historiadora Linda Nochlin.
Ese texto marcó un hito no sólo porque exponía una pregunta tan dura –en realidad un juego retórico–, sino también porque al exponer esta pregunta Nochlin forzó a los académicos y feministas a cuestionar sus propios métodos de análisis. Ella sostuvo que la pregunta era intrínsecamente defectuosa debido a que presupone una deficiencia en las mujeres y en consecuencia perpetúa las dificultades de las pintoras y escultoras para alcanzar el estatus de artista, o peor aún, el de gran artista.
Gran parte del problema, sostuvo Nochlin, se encuentra en cómo nosotros, como cultura, definimos los términos «gran» y «gran artista», y también cómo quienes examinamos estos términos –académicos, periodistas, críticos, y teóricos– formamos o defendemos nuestras definiciones y las establecemos como la norma.
En teoría, hemos avanzado mucho desde la noción de que el lugar de la mujer está en la cocina doméstica y que el único lugar apropiado para un hombre es una cocina profesional. Pero en la práctica, las cosas pueden ser resumidas en la siguiente ecuación: mujer: hombre que cocina : chef.
Antes de que alguien diga: «eso es pura semántica», debo anotar que siempre ha habido una fuerte distinción entre los términos «cocinero» y «chef». El último término es la versión corta del francés chef de cuisine (literalmente: «jefe de cocina») y se relaciona directo al oficio de preparación de comida. Tú te puedes convertir en chef sólo después del entrenamiento o aprendizaje culinario formal. En cambio, «cocinero» es un término genérico, se refiriere a cualquiera que prepara comida, así sea profesionalmente o en casa. El que estas palabras supongan asociaciones de género que son aceptadas de manera natural es una de las tantas razones por las que el ensayo de Nochlin es relevante para la industria de la comida de hoy. Si seguimos su modelo, es muy claro que no necesitamos preguntar por qué este matiz semántico existe, sino de dónde viene, y si es que nosotros somos cómplices en perpetuarlo.
Fui a las revistas Food & Wine y Gourmet para ver si ellos podían explicar este elefante blanco en la cocina: la gran división culinaria entre el hombre y la mujer.
Las respectivas directoras (por coincidencia mujeres) compartieron la opinión de que dar atención especial a las mujeres sería corroborar que existe una diferencia entre una persona con pene que blande una espátula y su contraparte libre de pene. Ese miedo es lo que Nochlin deliberadamente sacudió con el provocativo titulo de su ensayo. «¿Por qué no ha habido grandes artistas mujeres?» es una pregunta capciosa, una trampa que presume la necesidad de defender o justificar a las mujeres, un acto que se inserta en las discrepancias entre ambos géneros.
Evidencia de esa trampa fue revelada con valentía en el panel: «Confusión de Género: Desenredando los mitos del género en la cocina de restaurante», realizado en el Centro Astor, un laboratorio académico de la gastronomía en Nueva York. La cita se centró en un experimento: una comida de seis rondas, cada una representada por dos platos a base de un ingrediente temático. Los miembros del panel tenían que adivinar cuál plato de cada ronda había sido preparado por una mujer y cuál por un hombre, basados sólo en cómo se veían y a qué sabían. Por supuesto, mientras el jurado predecía y luego probaba los platos, era imposible saberlo. A veces adivinaban, a veces no. Hacían bromas para romper el hielo sobre ciertos ingredientes con formas fálicas para cocteles y trataban de no avergonzarse a sí mismos mientras explicaban por qué creían que una mujer había hecho el plato A y un hombre el plato B. Tuvieron mejor suerte cuando buscaron pistas en la historia personal y capacitación de cada chef.
Los panelistas entendieron de inmediato que determinar quién ha producido el gimlet de ruibarbo o la ensalada de sardinas crocantes no era la pregunta más interesante. Por el contrario, ¿por qué asumieron que ciertas florituras y sabores eran femeninos? El verdadero mensaje de la tarde fue que hombres y mujeres no cocinan de un modo distinto; es sólo que juzgamos su comida en diferente forma. Este prejuicio opera en dos niveles. Flores comestibles en un plato pueden significar «femenino», mientras que capas colocadas con precisión y salsas garuadas pueden ser consideradas «masculinas». Pero, cuando el sexo de un chef es conocido, también podemos describir su plato más neutral con vocabularios diferentes. El panelista Gwen Hyman, quien escribe sobre género en la política y en la comida, recordó a la audiencia aquella vieja y arraigada frase: «Las mujeres cocinan con el corazón, mientras que los hombres cocinan con la cabeza, porque las mujeres tienen corazones y los hombres tienen cerebros». Así que, si un chef varón sirve un plato de Espaguetis a la boloñesa, éste es alabado con palabras como «descarado», «rico», «intenso», «llamativo»; en cambio, el mismo plato preparado por una mujer suele ser elogiado como una comida «hogareña», «confortable» y «preparada con amor». El primer sentido se convierte en una afirmación agresiva, una declaración de ego, mientras que el último es un testamento de la comida casera.
Conversaciones sobre el uso de ciertos adjetivos o adornos particulares y lo que revelan sobre el género pueden derivar en una suerte de masturbación mental. Lo mejor es reconocer que estas atribuciones en apariencia inocuas (por ejemplo, creer que si un coctel es servido con una cañita, entonces debe ser el trabajo de una mixóloga) son en realidad, en palabras de Nochlin, parte de un sistema de «importantes símbolos, indicios y señales que tienen un impacto directo sobre cuánto (o cuán poco) éxito las mujeres artistas (o chefs, en este caso) pueden obtener». Nochlin se pregunta: ¿qué define la grandeza? Para nuestro propósito, debemos preguntar de manera específica: ¿qué es lo que hace a un Gran Chef? La respuesta revela que nuestros adjetivos de grandeza, cuando se refieren a los chefs, son aquellos considerados «masculinos» o que no suelen estar asociados con las mujeres. En los Estados Unidos, el éxito de los chefs ha sido históricamente medido más por la perspicacia del negocio, su celebridad y sentido comercial que por lo que sucede en la estufa: a quién le importa si tu panna cotta tiene un aspecto femenino; en vez de eso, dime si tienes múltiples restaurantes. ¿Se puede traducir tu personalidad a una audiencia más amplia? ¿El concepto de tu restaurante es algo que puede ser duplicado? ¿Tienes un estilo que complemente y trascienda tu propuesta culinaria, sea como un extremista serio (un nerd científico como Grant Achatz o un purista devoto de la técnica y de los ingredientes como Thomas Keller o Tom Colicchio), un maestroempresarial francés (Daniel Boulud, Alain Ducasse o Eric Ripert), un glotón que no se arrepiente y que ama la cámara (Mario Batali), un genio rebelde que va en contra de lo establecido (David Chang o Anthony Bourdain)?
Y luego pregúntate a ti mismo: ¿puedes pensar en una contraparte femenina para todo eso?
Food & Wine sobre los diez mejores nuevos chefs siempre incluía a una mujer símbolo.
Y con el tiempo se acentuó. En el 2007, los jueces de la famosa Guía Michelin condecoraron a la chef francesa Anne-Sophie Pic con tres estrellas, haciéndola la cuarta mujer en la historia de su país en recibir el mismo honor (había pasado más de medio siglo desde que la última de sus compatriotas recogió esa tercera bengala). El año siguiente, en el Reino Unido, se consideró una noticia importante cuando diez mujeres chefs ganaron estrellas de Michelin, aunque fuera sólo una por cabeza.
La superestrella femenina más prominente en esta arena es más una antagonista que un complemento de estos arquetipos masculinos. Lidia Bastianich es una triple (no) amenaza: dueña de restaurantes, autora de libros de cocina, y personalidad de la televisión.
Tiene cuatro restaurantes italianos. El Felidia, de Manhattan –que abrió originalmente en 1981 con su ex esposo y que ahora opera sola– es el que más se asocia con ella. No estoy segura de que la gente entienda que ella tiene otros tres. Está el Becco, también en Nueva York, y luego los restaurantes de Pittsburgh y Kansas City (confesión: yo tampoco tenía idea de que estos lugares existían hasta que hice la investigación para esta historia). Aparte del Felidia, el tiempo de Bastianich está repartido entre sus roles de madre y, hasta cierto punto, el de patrocinadora. Su hijo, Joseph Bastianich (más conocido como Joe), es el prolífico socio de negocios del gurú de la cocina Mario Batali. Juntos, estos dos hombres han construido un imperio que abarca múltiples restaurantes a través de Estados Unidos, libros de cocina, una línea de utensilios, una tienda de vinos italianos, un show de viajes, y, en el horizonte, un mercado italiano de productos exclusivos. Lo que la gente quizás no sepa es que Lidia Bastianich también es socia en al menos una de estas empresas, el restaurante Del Posto, un bastión de la alta cocina italiana. Mientras Joe Bastianich recibe todo el crédito por el éxito en los negocios de su familia, Lidia Bastianich es identificada como la equivalente italiana de Julia Child, la célebre cocinera, escritora y conductora de televisión estadounidense de los años sesenta. Al igual Nadie duda de las habilidades de las mujeres en la cocina. ¿Entonces cuál es el problema? ¿Por qué no hay grandes chefs mujeres? La pregunta me recordó un ensayo titulado: «¿Por qué no ha habido grandes artistas mujeres?», de la historiadora Linda Nochlin. Ese texto marcó un hito no sólo porque exponía una pregunta tan dura, sino porque forzó a los académicos y feministas a cuestionar sus propios métodos de análisis que Child, Lidia Bastianich cocina con amor desde una cocina casera para su audiencia de la cadena PBS y es conocida por hacer comentarios como «la comida para mí fue como un link para conectarme con mi abuela, con mi infancia, con mi pasado. Y lo que he descubierto es que para todos, la comida es un conector a sus raíces, a su pasado, en formas diferentes. Te da seguridad». Bastianich es una súper-mamá, y su último programa de televisión, La mesa familiar de Lidia, enfatiza esta faceta con sus encantadoras viñetas de la chef mientras enseña a sus nietos cómo hacer pasta. Ésta no es la Lidia Bastianich dueña de restaurantes o la ganadora de múltiples premios James Beard (de cuya ceremonia de gala fue anfitriona en el 2009). Ésta es Lidia Bastianich, la gran cocinera y chef casera. A pesar de que su comida en la televisión parece rústica y simple, en realidad ella fue una de los primeros chefs en elevar y refinar la cocina italoamericana.
Comer en sus restaurantes revela a una chef consagrada de una manera abrumadora. ¿Entonces, por qué la falta de conexión entre lo que está detrás de las cámaras y lo que vemos en nuestras pantallas? A Bastianich no se le permite ser las dos cosas al mismo tiempo y somos llevados a pensar que ella puede atraer a las masas sólo cuando encarna el papel de una nonna italiana, su lado «femenino». Ella tiene todas las cualidades de un Gran Chef, menos un elemento crucial: no es hombre.
Lo que nos lleva de nuevo al principio en la búsqueda por contrapartes femeninas para los grandes reyes masculinos.
En el artículo «¿Dónde están las mujeres chefs?», de la página web de la revista Gourmet, la escritora Laura Shapiro busca estas contrapartes femeninas y se termina perdiendo. Ella observa a dos chefs, un varón y una mujer, que a pesar de seguir caminos similares, tuvieron resultados diferentes:
Cuando Gabrielle Hamilton abrió un pequeño, incómodo lugar llamado Prune en 1999, su menú idiosincrásico llamó la atención, y su restaurante se convirtió en un éxito, al punto de que hoy ella es una figura muy admirada de la escena gastronómica. Cuando David Chang abrió un pequeño, incómodo lugar llamado Momofuku Noodle Bar en el 2004, su menú idiosincrásico llamó la atención y su restaurante se convirtió en un éxito, y hoy él es una figura muy admirada de la escena, con numerosos premios, gran cantidad de perfiles en revistas, dos restaurantes más, y un público que lo idolatra. Como sea que cuenten las diferencias de estas dos trayectorias, tienen que incluir algo más que la comida.
Aquí es donde ciertas asociaciones de ideas empiezan a cobrar fuerza: cabeza vs. corazón y el chef vs. el cocinero. Si se piensa que las mujeres trabajan con el corazón y los hombres con la cabeza, ¿cuál de ellos será tomado más en serio en el contexto de negocios? ¿O como un renegado admirable? Un chef es, en el sentido más básico, el líder de una cocina profesional. Además de esto, un chef es una persona arriesgada, la cara de una compañía o de un concepto, una personalidad de la televisión, y, por encima de todo, un experto. Ser un cocinero, en cambio, supone hacer un trabajo de obrero, ser un engranaje de algo mayor. El chef es un profesional con el entrenamiento apropiado y asciende en los ránkings de un sistema militarizado. El cocinero ha aprendido por sí mismo, por lo general en casa y casi por instinto.
Si esto suena simplificado, te recomiendo que mires cómo se representan los logros de las mujeres chefs que han alcanzado relativo éxito. Empezarás a ver que este asunto del sexo tiene mucho que ver. Alice Waters es otro ejemplo. Madre de la «comida lenta» estadounidense, Waters es representada como una cuidadora. Ella se ha definido a sí misma como una cocinera francófila autodidacta, cuya meta inicial era abrir «un lugar pequeño y simple donde pudiésemos cocinar y hablar de política», un restaurante «nacido de la contracultura». Su rol es el de una educadora, alguien que cuida, una protectora de lo natural y «del planeta».
Estas características son estereotipos femeninos. Decidida a encontrar las equivalentes femeninas de los Changs, Batalis, o Kellers de este mundo, Shapiro va al único lugar donde hay un notable número de restaurantes cuyos propietarios son mujeres chefs: el área de la bahía de San Francisco. Alice Waters, por supuesto, es considerada responsable del florecimiento de esta escuela de chefs de la Costa Oeste, mujeres propietarias de restaurantes pequeños e independientes que sirven comida de tipo casero inspirada por ella. Cuando la gente habla sobre mujeres chefs que son exitosas, las buscan en California para probar que el fenómeno en verdad existe. Mientras la Costa Este es enemiga de las empresarias del batido, la Costa Oeste es vista como un semillero de poder femenino.
Pero veamos esto más de cerca. Por lo general, los chefs del área de la bahía son propietarios de un restaurante cada uno, y es un asunto casual: los chefs, al igual que los restaurantes, no son marcas conocidas o aclamadas internacionalmente. Quizás los jueces de la organización Michelin nunca han escuchado de ellos.
Sus clubes nocturnos son atractivos locales, apreciados por otros chefs y por expertos en cocina de los alrededores. También vale la pena notar el espíritu comunal evocado cuando se describe a este grupo de mujeres de la Costa Oeste. Su éxito es limitado por su contexto, el cual todavía se siente muy encasillado en la gran estructura del género.
Shapiro pudo haber encontrado un esquema más convincente si hubiese extendido su ámbito un poco más al sur, a Los Ángeles, donde profesionales como Nancy Silverton y Suzanne Goin han trabajado silenciosamente hasta convertirse en favoritas del medio, lo que uno llamaría las chefs de los chefs. Sin embargo, ambas han mantenido perfil bajo.
Silverton, querida por sus habilidades en la pastelería, abrió en 1989 su primera sede, Pastelería La Brea, junto a su entonces esposo y chef Mark Peel, con quien después abrió Campanile. Hace poco se asoció con Mario Batali y Lidia Bastianich para abrir Mozza y Hostería Mozza. Goin, por su parte, lanzó su primer restaurante, Lucques, en 1998. Cuatro años después siguió con AOC, y en el 2005 abrió The Hungry Cat, con su esposo, el chef David Lentz. Hace algunos meses, Goin y una socia abrieron una nueva empresa, Tavern, un local de comida para llevar y pastelería.
Silverton y Goin han recibido premios James Beard y han escrito libros de cocina, son propietarias de múltiples establecimientos, cada uno de los cuales ha sido colmado de elogios. Puedes encontrarlas en revistas de comida, o, en el caso de Goin, haciendo un cameo mediocre como juez en el programa Top Chef. Pero aun con toda la publicidad que han recibido están lejos de acercarse a la celebridad. Las habilidades culinarias de Goin pasan desapercibidas por su atractivo físico y su elegante estilo de vida. Ella y su esposo fueron fotografiados por Annie Leibovitz para un perfil en la famosa revista Vogue que exclamaba: «¿Cómo es que la celebrada chef Suzanne Goin puede estar rodeada de la más sabrosa comida y aun así tener una figura como la de Audrey Hepburn? ¿Se puede preocupar tan poco por las tendencias de la moda y siempre verse bien?».
Es como si la idea de una mujer atractiva y con estilo que puede manejar una cocina profesional, quizás mejor que muchos hombres, fuera un sueño insostenible e imposible. De alguna manera, salir en Vogue parece socavar sus dones en la cocina. Un chef varón no sería discutido de esta manera. Cuando la revista Esquire hizo un perfil sobre David Chang, el autor no se puso a escribir sobre su marca de ropa favorita o su peso.
Luego está el artículo de Cookie, una exclusiva revista ilustrada para padres sofisticados. Allí, Suzanne Goin es mostrada como una devota madre de gemelas, en el cobertizo de su casa, con sus bebés, su esposo y el perro. El artículo hurga en el tipo de comida que ella prepara para sus hijas de quince meses y la encuentra antes de un viaje familiar de una semana a la playa. Una indicación nos dice que Goin «ha cambiado sus prioridades». Esta chef sacrificó «días de dieciocho horas y años sin tiempo libre» para alcanzar su máxima meta, una vida en la que «la familia triunfe sobre el mundo de los restaurantes». Volvemos al punto: ¿qué tan seguido lees historias como ésta sobre chefs hombres? ¿Y hay alguna mención a si el esposo de Goin deriva su atención lejos del restaurante o cambia sus prioridades? No.
A pesar de la calidad de la cobertura que reciben Goin o Silverton en relación a sus colegas en el norte, estas mujeres tienen más credibilidad como restauradoras y, en mayor medida, como chefs serias. Y sin embargo, lo que sí comparten con las damas del área de la bahía de San Francisco es la poca dimensión de su fama. Fuera de Los Ángeles, en el centro de los medios de comunicación de Nueva York y en el círculo íntimo de la gastronomía, estas mujeres del sur de California son casi desconocidas. Cuando un forastero común y corriente va al restaurante Mozza, lo hace porque ha escuchado que allí preparan una pizza matadora o porque es un local del famoso chef Mario Batali. No van a rendir homenaje a la chef Nancy Silverton.
Nos quedamos con la primera propuesta de Shapiro: «Estoy pensando en una pregunta que siempre me molesta cuando leo historias sobre chefs que ganan premios, chefs que abren espectaculares restaurantes, chefs que inician un programa de televisión más: felicitaciones, pero ¿por qué todos ustedes son hombres? ¿Dónde están las mujeres?». Y la respuesta decepcionante: están en California. ¿Por qué digo decepcionante?
Porque a pesar de los logros en la Costa Oeste, estas mujeres no han podido seguir la «receta» para ser consideradas grandes chefs. Como Shapiro misma admite, no han podido ser colmadas de premios o fundar establecimientos de comida de naturaleza «espectacular» (lo que sea que eso signifique).
A pesar de que en general estoy de acuerdo con las afirmaciones de Shapiro, tengo un problema con la pregunta sobre los medios de comunicación. Sólo prende el Food Network: las mujeres están por todos sitios. El problema no es la falta de tiempo al aire. Es la calidad de ese tiempo y la manera en que las mujeres son representadas: como cocineras, no como chefs. Como caras bonitas que hacen comidas fáciles para familias o fiestas casuales. Por ejemplo, Paula Dean, una mamá gallina sureña que grazna: «¡Me gradué magna cum laude (con honores) de la cocina de mi abuela!»; Giada De Laurentiis, una seductora y escotada vecina a la que le gusta cocinar simples platos italianos para su familia y amigos; Rachel Ray, una mujer común, despreocupada, que cocina en treinta minutos o menos, y que es cualquier cosa menos una chef (e insiste en no serlo); Sandra Lee, una mujer excéntrica, decoradora de mesas y bebedora de cocteles, que cocina con productos «semicaseros» y combina sus utensilios con sus atuendos; Ina Garten, una proveedora convertida en gurú de la vida que ama hacer fiestas y preparar bocadillos sofisticados; y especialmente Anne Burell, la única «profesional» del grupo: a pesar de que ella es la asistente de Mario Batali en el exitoso programa televisivo Iron Chef, en su propio show ella baja el nivel de los platos de su restaurante y no se muestra en el uniforme blanco, sino en escotadas chompas cuello V y tras la barra de una cocina de tipo casero. De hecho, todas estas mujeres tienen una cocina hogareña como fondo.
Hace dos años la escritora especializada Elaine Louie escribió un articulo para la sección Dining In/Dining Out de The New York Times titulado: «Cocinando sin desaliños: La apariencia que echa chispas», en el que ella señala al cuello V como una tendencia para las cocineras televisadas. Ella citó opiniones inexpresivas pero expertas de personalidades de la moda como Simon Donan, director creativo de las tiendas Barney’s de Nueva York:
(Él) definió el estilo actual como «chic, jovial y al día» y dijo que resuelve con éxito el dilema que encaraban las mujeres en el mundo de la cocina. «Ellas tienen que mostrar competencia, pero no se pueden ver mal». Según Donan, la era antigua de la ama de casa al estilo Betty Crocker y Julia Child está fuera de moda, porque la cultura ya no acepta ese tipo de dejadez feliz. «Todos tienen que tener un poco de sensualidad -aseguró-. Pero el truco es que no la dejes ir demasiado lejos, porque si tu apariencia se vuelve demasiado sexual, entran a escena los temas de higiene.
La apariencia, conjetura Louie, puede que se haya iniciado con la diosa británica de la comida Nigella Lawson, la original y versátil ama de casa que sugestivamente lame salsa de chocolate de su dedo antes de meter tortas en el horno. Louie también buscó a un editor de Vogue, quien señaló el potencial de un buen escote como un antídoto a los depresivos delantales y al «mojigato» cuello redondo. Luego está Nick Sullivan, editor de moda de la revista Esquire, quien destaca el estilo retro y el atractivo de Nigella Lawson –esa suerte de invocación tipo: «ven a mi casa y lame mi cuchara»– como un aura esencial para transmitir maternidad .Elaine Louie, la autora del artículo, nunca cuestiona lo que todo esto significa, y se limita a decir que en el actual uniforme de las personalidades femeninas de cocina en la televisión, «lo sexy se encuentra con lo útil».
Ella no se molesta en escribir sobre lo que están usando las estrellas masculinas, o si ellos están mostrando sus bíceps en la cocina.
Hablando de hombres, el Food Network los suele retratar como chefs serios, expertos, aventureros, competitivos. Excepto por la joven y atractiva chef Cat Cora, una presencia necesaria para llenar el espacio vacío, todos los integrantes del programa Iron Chef son hombres. Bobby Flay, una de las fuerzas de hierro, también participa en retos de otro programa llamado Throwdown, mientras que su colega Michael Symon tiene dos responsabilidades con Dinner Iimposible, otro programa de suspenso contra el reloj. Guy Ferry, quien se presenta como una estrella de rock, recorre el país haciendo paradas burlescas en restaurantes humildes. Como detalle irónico, el único chef de pastelería en el canal es hombre, pero es presentado como un chico rudo y rebelde. Por otro lado, Alton Brown es un dedicado nerd de la ciencia. El niño bonito Tyler Florence podría haberse aparecido en los hogares de la serie Amas de casa desesperadas para resolver
sus emergencias culinarias, pero su retrato habría sido más como un príncipe encantado listo para rescatarlas que como un padre de familia protector.
En su nuevo programa, Tyler’s Ultimate, Florence está en una cocina residencial (de estilo industrial), pero sigue en el papel de gurú educador que ha encontrado y perfeccionado «la receta». Allí no hay espacio para las comidas caseras rápidas y tampoco hay una mesa arreglada para una última escena con los amigos o la familia.
La siguiente parada es una nueva escuela llamada Chefs Vs. City , un programa que se anuncia como «el tour definitivo de comida», en el que Aaron Sánchez, una autoridad de la cocina mexicana y dueño de múltiples restaurantes, y su cohorte Chris Cosentino, experto en menudencias, retan a los locales a encontrar las mejores guaridas alrededor de la ciudad.
Estos hombres son disidentes sin miedo a nada. Las mujeres, diosas domesticadas.
Pero en las cocinas de los restaurantes, las mujeres que quisieran ser tomadas más en serio suelen adoptar el estilo de prostitutas vírgenes a favor de la androgenidad. Son generalmente poco femeninas, con cabello corto y sin maquillaje, por lo general bastante musculosas y hasta masculinas en apariencia. Es como si la única manera de ganar legitimidad en el mundo de la gastronomía fuera esconder toda señal de femineidad. Una prueba palpable es Suzanne Goin, quien al ser representada como «femenina» (comparada por Vogue con la legendaria actriz Audrey Hepburn o representada como una ama de casa feliz y con un toque gourmet por Cookie) es al mismo tiempo minimizada como un talento culinario que merece ser reconocido. Los chefs hombres son intrínsecamente sexys; las mujeres chefs no lo son. Esta suposición se basa en los programas de cocina que, poniendo hermosas amas de casa en la pantalla, refuerzan las identificaciones del hombre como chef y la mujer como cocinera.
La mayoría de los patios de las casas del siglo XXI son espacios llenos de testosterona, agresivos, y dominados por el hombre. Ésa es la realidad diseminada por el chef Anthony Bourdain, quien describe la rudeza de una cocina de restaurante y sus bruscos hombres. En el popular libro Calor, Bill Bufford cuenta su experiencia en la cocina de la galera Babbo, propiedad del célebre chef Mario Batali, y sus propias confrontaciones con el niño malo Marco Pierre White. Su mensaje: la cocina es un lugar donde sólo los fuertes sobreviven.
La competencia es constante. Las mujeres no son necesariamente bienvenidas ahí, no porque no puedan cocinar, sino porque no son tomadas en serio como competidoras.
Cuando se le preguntó cuál es la diferencia entre hombres y mujeres en la cocina, Batali dijo: «Es la naturaleza de la mujer ser mejor, porque ellas no cocinan para competir, ellas cocinan para alimentar a la gente. En Italia, los mejores chefs nunca son hombres, siempre es la abuela». El punto de vista de Batali es desconcertante. Las abuelas de las que él habla sí cocinan para alimentar a la gente, pero también es cierto que algunas mujeres cocinan para competir. Sus observaciones hacen que surja otra pregunta. Si a la mayoría de mujeres no les gusta competir, ¿significa que no pueden ser Grandes Chefs? ¿Tienes que ser un competidor para tener el éxito de Batali? Al parecer sí es necesario para sobrevivir en una de sus cocinas.
La idea generalizada de que incluso en asuntos profesionales las mujeres hacen el amor y los hombres la guerra está encarnada en la adoración del experto Nick Sullivan por la cocinera Nigella Lawson. «Él hace un contraste entre el estilo cálido y abrigador de Lawson en la cocina y el estilo de Gordon Ramsey, el cual describe como una “guerra”», explica el artículo de Louie. A Ramsey, astro de la gastronomía británica, se le ha dado un programa de televisión donde su experiencia culinaria le permite poner a prueba a los chefs, provocarlos y decidir sus destinos. Sus tendencias tiránicas y berrinchudas son celebradas, lo hacen aun más irresistible. Mientras tanto, en silencio y en otro canal, Nigella, el ama de casa, cubre con amor un pastel para el cumpleaños de su hijo, con un ligero movimiento de caderas.
El sistema está organizado bajo esa lógica de la rudeza. Las cocinas de los restaurantes serios están organizadas de acuerdo a un régimen militarizado.
Y no es por accidente. Aunque su existencia se remonta al siglo XIV, Georges-Auguste Escoffier es citado a menudo como el chef que trajo el sistema de barracas a la industria de los restaurantes al final del siglo XIX. El sistema es en extremo jerárquico: en lo más alto del orden está el chef de cuisine, que actúa como un sargento instructor para mantener el staff en línea a como dé lugar; los de menos rango y los novatos son muchas veces sujetos a iniciación. Al figurar como relativamente nuevas en la élite de la cocina profesional, las mujeres muchas veces se encuentran en posiciones serviles. Y ya que se asume de entrada su falta de habilidad o deseo de competencia, sus iniciaciones suelen ser más severas que las de los varones.
Más problemático aun que esa organización militarizada son las ergonomías de las cocinas de restaurantes de línea francesa, su funcionamiento, lo que crea un ambiente tan tenso como extenuante. A las mujeres no se les da ninguna facilidad. Ellas tienen que soportar las mismas condiciones: el calor, las ollas pesadas, los utensilios amontonados hasta el techo, estar de pie todo el día. Para comenzar, las mujeres tienen menos masa muscular, y además no suelen ser igual de altas o fuertes que sus compañeros varones. Así que, a pesar de que el sistema no es amistoso con nadie, resulta más duro para las mujeres.
Si se les fuese a dar carta libre, ¿las chefs inventarían un sistema operacional alternativo o utilizarían el espacio de la cocina de otro modo? Es probable. Allison Vines-Rushing, ganadora del Premio a la Nueva Estrella James Beard del 2004 –y propietaria junto a su esposo de MiLa, un restaurante de Nueva Orleans, y Dirty Brid To-Go, una cantina de pollo frito en Manhattan–, recuerda con gusto la cocina de su antiguo restaurante, Longbranch: «Pintamos las paredes de azul para hacerlo más casero… era lo opuesto a un local industrial». Ella también hizo ajustes estructurales para acomodarse a lo estrecho del espacio.
Anita Lo, chef ejecutiva y dueña de Annisa, en el bohemio Greenwich Village de Manhattan, también diseñó una cocina no-estandarizada luego de haber trabajado en restaurantes tradicionales de alta cocina. A pesar de que no tenía muchas opciones debido al tamaño de su local, escogió una cocina en forma de L en lugar del tradicional diseño rectangular con pasillo central. De esa manera ella podría participar en el trabajo y sentirse como parte del equipo. «La mayoría de chefs ejecutivos no está en la cocina –explicó–. Ellos se paran en la barra de pruebas y se aseguran de que los platos se vean bien antes de salir. Pero yo quería estar ahí, cocinando. Las mujeres tendemos a preferir el trabajo en equipo». Este pequeño detalle denota un significativo cambio de mentalidad.
¿Serían percibidas esas cocinas modernas, nada militarizadas, como amateurs a los ojos de los jueces de organizaciones como la de James Beard o Michelin incluso si la comida que elaboran es sensacional?
Y lo que es más: ¿pueden las mujeres que eligen no obedecer las mismas reglas de los hombres, que son igual de ambiciosas en lo mismas reglas de los hombres, que son igual de ambiciosas en lo culinario, pero prefieren diferentes estilos de vida –un ritmo más lento, un espíritu más comunal en la cocina, maternidad, menos horas frenéticas, o un restaurante donde pueden cocinar a diferencia de diez en los que sólo pueden observar de lejos– competir por los mismos trofeos que sus contrapartes masculinas? Mientras el éxito sea calculado por el status quo masculino, es muy probable que las mujeres permanezcan desapercibidas.
Alexandra Guarnaschelli, chef ejecutiva del exclusivo restaurante Butter de Nueva York, está de acuerdo con Laura Shapiro en que «cuando las mujeres chefs obtienen atención de los medios, siempre es por resistirse a la norma. ¿Qué tal si simplemente nos volvemos parte de la norma? ¿Podemos calificar para el estatus de la norma?». Sus comentarios me hicieron recordar algo que Linda Nochlin dijo hace dos años en una entrevista con respecto a las expectativas sobre el arte de las mujeres: «La idea de la “mujer como excepción” siempre ha sido popular. La gente no sabe exactamente qué hacer con ella. Es como un ave extraña que ha hecho algo inusual». Categorizar un talento femenino –artístico, culinario, o de cualquier otro tipo– como una excepción, un espectáculo, la remueve de cualquier esfera comparativa. Después de todo, ¿cómo puedes comparar una excepción con aquellos que siguen las reglas? Si ella es la mujer extraña, no puede ser considerada de acuerdo a los estándares de su profesión; sólo puede ser juzgada en comparación con otras extrañezas. Y luego, por el hecho de ser excéntrica, en sentido estricto se convierte en incomparable.
Así que resistirse a la norma y llamar la atención por diferencia no ayuda al éxito de la mujer.
Por desgracia, la norma no es una opción. La pregunta continúa: ¿pueden las mujeres calificar para el estatus de «grandeza»? ¿Puede el modelo de la Costa Oeste –pequeños y exitosos restaurantes independientes dirigidos por chefs mujeres– convertirse en otro paradigma? ¿Pueden contar un poco más el talento y el sabor? ¿Debe la tradicional combinación de entrenamiento, experiencia y comportamiento ser el único criterio con el que la grandeza puede ser medida? El problema, por supuesto, no es calificar para la norma o para un estatus de grandeza.
Tampoco expandir y redefinir los estándares para hacerlos más inclusivos. Eso es lo que Nochlin estaba tratando de hacer cuando le volteó la mesa a sus compañeros académicos: son las preguntas, y la manera en que están planteadas, lo que necesita ser corregido.
En la industria de la comida, el retrato de la mujer chef en el medio y las dinámicas internas derivadas del diseño de la cocina profesional tienen que cambiar. El criterio para escoger el «Mejor novato» parece favorecer la experiencia culinaria masculina. ¿Es verdad que no hay mujeres chefs salvajemente creativas e innovadoras?
¿Qué tal una «Nueva estrella»? La fundación James Beard entrega un premio anual al «chef de treinta años o menos que muestra un talento impresionante y que posiblemente tenga un impacto significativo en la industria en los años venideros». ¿Cómo son medidos los términos «talento impresionante» e «impacto significativo»? En los últimos dieciocho años sólo cuatro mujeres han recibido este honor; la más reciente, Allison Vines-Rushing, obtuvo el suyo en el 2003.
Los requerimientos de selección necesitan ser reevaluados. Pero no necesariamente en los términos de Nochlin. Cuarenta años después de que su ensayo apareció, es tiempo para una reevaluación. No podemos limitarnos a identificar el problema –que las mujeres son consideradas incapaces de hacer las mismas cosas que los hombres, o que ellos hacen lo mismo, pero de una manera diferente–. La definición misma del término «problema» está en discusión, y la pregunta resulta igual de relevante que cuando Nochlin la hizo por primera vez. De todas maneras, algunas cosas sí han cambiado. Nochlin escribió:
Las mujeres deben considerarse a sí mismas como sujetos iguales, y deben estar dispuestas a observar su situación de frente, sin autocompasión o excusas; al mismo tiempo deben mantener un alto grado de compromiso emocional e intelectual necesario para crear un mundo en el que los logros equitativos no sólo serán posibles, sino también fomentados con decisión por las instituciones sociales.
Hoy en día, las mujeres chefs han asumido su condición de igualdad y han enfrentado la situación. Pero dado que se mantienen aisladas y encasilladas por los medios, por instituciones culinarias, y a veces por sus colegas masculinos, las mujeres no tienen influencia, números o respeto para cambiar la realidad de las cocinas de los restaurantes. Las mujeres que deben cuestionar su culpabilidad o capacidad para generar el cambio son aquellas con influencias, miembros de instituciones sociales como los medios de comunicación y las organizaciones del mundo gastronómico. Es mejor tratar y fracasar que no hacer nada. Ya estamos en el 2010. El statu quo es inaceptable.

Este texto fue publicado originalmente bajo el título «Why Are There No Great Women Chefs?», en la revista Gastronomica 10, No. 1 (Invierno 2010), pp. 24-31.


(c) 2010 by the Regents of the University of California. Published by the University of California Press.

lunes, 18 de octubre de 2010

Desaparecer a los desaparecidos









Escribe Martín Caparrós




Nuestra dictadura militar produjo, se sabe, numerosas víctimas: la palabra memoria es una de ellas. Memoria puede significar, en castellano, tantas cosas; ahora, en el idioma de los argentinos, Memoria es un sustantivo femenino que quiere decir sólo una: “el recuerdo de los crímenes cometidos por la dictadura militar 1976-1983, y de sus víctimas”. Tenemos la obligación de la Memoria. Pero incluso esa Memoria, que se pretende monumental, inconmovible, cambia: los recuerdos se van modificando según cuándo, cómo, para qué. Esa Memoria —el gran relato argentino de las últimas décadas— tuvo, hasta ahora, tres fases bien distintas. Las tres tuvieron un elemento común: fueron escritas por los derrotados. Desde el principio los ricos argentinos, que conservaron su poder gracias a la intervención militar, tuvieron que aceptar que esa intervención —cuyos modos no podían defender— fuera demonizada y, así, la forma del relato y la Memoria no quedó en manos de los que ganaron sino de los que perdimos.

La cuestión es larga y complicada; para tratar de entenderla en estas pocas líneas quiero intentar una periodización de sus etapas; el planteo es sintético y las fechas, como siempre, aproximadas.1977-1995: el militante como víctima. Cuando las primeras Madres de Plaza de Mayo empezaron a recorrer despachos y vicarías pidiendo por sus hijos, lo último que podían hacer era reconocer la militancia de esos jóvenes —que, además, en muchos casos ignoraban—. Así que los presentaron como ingenuos que cayeron víctimas de la maldad extrema de un aluvión de perros sanguinarios.Esta forma pasó a su vez a los organismos de derechos humanos y cristalizó en el Nunca Más: en ese texto, los secuestrados y asesinados son personas que no tienen historia previa, que sólo se narran en la medida en que son secuestrados y asesinados. Por eso el discurso común empezó a llamarlos, colectivamente, los desaparecidos. Y por eso eligió para enseñar su historia en las escuelas esa construcción titulada La noche de los lápices, donde un grupo de jóvenes militantes revolucionarios es presentado como un grupo de alumnos que pide un boleto más barato.Todo el acento estaba puesto en la maldad incomprensible de los malos; al disimular la elección política de los reprimidos, la versión diluía la finalidad política de la represión. Además, muchos seguían pensando que si identificaban a las víctimas como militantes justificaban —de algún modo— su destino trágico: era la forma progre, defensiva del algo habrán hecho, por algo será.1996-2003: el militante como militante. Frente a eso hubo quienes empezaron a decir, tiempo después, que recordar a todas esos hombres y mujeres como objeto de las decisiones de sus verdugos y no como sujetos de sus propias decisiones era un modo de volver a desaparecer a los desaparecidos —en la medida en que se los privaba de su historia, se los transformaba en otros—. Se emprendieron entonces ciertos esfuerzos por recuperar las historias de quienes hasta entonces sólo habían sido víctimas; se empezó a saber más sobre sus vidas y elecciones, y se empezó a decir que la mayoría de las víctimas de la dictadura lo fueron porque habían elegido pelear por una forma de sociedad radicalmente distinta de la que defendían los militares. Esa nueva forma de la Memoria permitió dar a esas historias un sentido más general —más político—, y permitió también recordar que los asesinos no mataban por perversión sino por preservar una forma social y económica, que triunfó y fue la base de la Argentina contemporánea. Esa parte era la más difícil de aceptar: implicaba admitir que nuestro país es el que es porque aquellos militares derrotaron a aquellos militantes: que su dictadura no fue un paréntesis en nuestra historia sino la fundación de nuestra sociedad actual, que vivimos los resultados —¿los frutos?— de ese proceso, y que los triunfadores de hoy les deben sus triunfos. También quedó pendiente una discusión más seria y documentada sobre los proyectos y prácticas de los militantes revolucionarios, sus aciertos y errores. 2004-2010: el militante como héroe indefinido. Nadie sabe bien cómo fue que de pronto se les ocurrió, pero cuando llegaron al gobierno los Kirchner empezaron a reivindicar a los militantes setentistas como su referencia histórica, su precedente heroico. Para eso tuvieron que falsear esas historias: como no tenían ninguna intención de retomar las convicciones socialistas que los habían llevado a la muerte, los transformaron en unos raros activistas socialdemócratas: revindicaron su militancia pero la vaciaron de su contenido y su proyecto. Así, esos militantes podían ser usados como mito de origen de un gobierno que trataba de reconstruir el Estado burgués argentino para que pudiera funcionar dentro del capitalismo globalizado —y conservar su poder. Un ejemplo claro y temprano de esta operación se produjo cuando el presidente Kirchner inauguró unas aulas y unos metros de asfalto en Vedia, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, y dijo que le emocionaba ir allí porque en los setentas había conocido a “varios desaparecidos” de ese pueblo, con quienes “hablábamos de cómo íbamos a hacer un país más justo, un país mejor” y que “cuando soñábamos, no imaginábamos que yo iba a venir como Presidente a cumplir con lo que ellos hubieran querido para Vedia”. Sus compañeros habían muerto peleando por el socialismo y él decía que lo que habrían querido para Vedia eran esos metros de pavimento y esas aulas. La Memoria sirvió, durante este período, para justificar escaramuzas del gobierno contra otros sectores con los que estuvo aliado y de pronto peleó, como el grupo Clarín. Con su estrategia, los Kirchner crearon una confusión fundamental: que ahora los montoneros mandan, que este gobierno es la concreción de las voluntades de aquellos hombres y mujeres. Es sorprendente: cualquier análisis veloz de las ideas políticas de unos y otros muestra la diferencia abismal entre esos militantes que querían un mundo sin ricos y estos ricos empresarios que no paran de hacer plata. Pero en una sociedad sin proyecto, donde cualquier posibilidad de construcción fue reemplazada por el pragmatismo más barato, la retórica puede ocupar el lugar de la política, y algunos intelectuales se conformaron con ese poco de oratoria y cerraron los ojos a la realidad que la rodea: se dejaron arrullar. Ellos ayudaron también a que el equívoco se difunda y se amplifique; por sus grietas se filtra la última fase —por ahora— de la Memoria. 2010: el militante como monto patotero. La última fase acaba de empezar y, por lo tanto, no es fácil nombrarla todavía. Aparecen las primeras pistas: el uso de la Memoria como arma arrojadiza —en conflictos como el de Papel Prensa, donde una medida antimonopólica justa no se justifica por su propia justicia sino por el origen supuestamente espurio de la empresa— ha terminado por soliviantar a muchos, y catalizó el cambio incipiente en las formas de pensar los setentas. Cuando la presidenta vuelve a poner en circulación a David Graiver y a su testaferro amenazado por “Peñalosa y el doctor Paz” revive, sin la menor crítica, la zona más nefasta de la historia montonera: la de una conducción que manejaba su dinero de secuestros con la ayuda de un banquero muy dudoso, una conducción mesiánica que terminó traicionando a sus propios militantes. Lo cual permite a los portavoces de la derecha revisar las formas predominantes de la Memoria. Durante años la presión social los obligó a aceptar esa imagen del joven bienintencionado que murió por sus convicciones; ahora, gracias a las maniobras torpes del gobierno, sienten que pueden relanzar la imagen de la militancia setentista que sus medios armaron en 1975 para justificar la matanza: los militantes como seres violentos, peligrosos, falsos, resentidos, llenos de odios y codicia, que merecían lo que estaba por pasarles. Para eso retoman la operación que siempre intentaron: centrarse en algunos dirigentes siniestros y pretender que sus conductas eran las de todos, opacando la honestidad y buena voluntad de la gran mayoría. Cuando ya parecía imposible, los sectores que ganaron, con el golpe de 1976, la batalla social, económica y política, empiezan su contraataque cultural, y ahora quieren controlar también las formas de la Memoria. Se lo deben a la truchada de los Kirchner. Que ni siquiera supieron manejarla con destreza; una vez más escupieron para arriba: con sus errores y exabruptos arruinaron su versión de la historia, se cargaron el mito de origen que se habían atribuido. Ahora, en esta nueva imagen (re)emergente, los montoneros de ayer se parecen a los Kirchner de hoy: gritan consignas justicieras mientras hacen negocios turbios con banqueros —y vuelven a ser, por lo tanto, un blanco fácil—. Este gobierno ha vuelto, de otro modo, a desaparecer a los desaparecidos.

jueves, 7 de octubre de 2010

Vargas Llosa, escritor superior






El Premio Nobel se rescata, otra vez, para la literatura.


escribe Carolina Mantegari






Por tercera vez, en los últimos quince años, los suecos se olvidan de la geopolítica y aciertan con los méritos rigurosamente literarios.
De nuevo, se rescata el Premio Nobel para un gran escritor. Mario Vargas Llosa, de Perú.
Conste que los suecos acertaron, también, en el 2003, con J. M. Coetzee. Es el sudafricano de “Esperando los bárbaros” (hoy se reeditan hasta sus textos iniciales, como “Juventud”). Como acertaron en 1999, con Günter Grass, quien, aparte del clásico “Tambor de hojalata”, legara el metafórico “Toda una historia”. Es acaso el texto indispensable para aproximarse a la tragedia. Al dramatismo de los altibajos de la peripecia alemana.
(Para rescatar otro genio que obtuviera el Nobel, habría que trasladarse hacia 1988. Con el egipcio Naguib Mahffuz).
En el medio, abundaron las condecoraciones excesivas. Para la monotonía infatuada de José Saramago (1998). Es el portugués que contrapone el pesimismo existencial con el optimismo que debiera desprenderse de su izquierda indescifrable. O hacia la críptica nadería del francés Jean Marie le Clezio (2008). Es el típico escritor para elogiar. Para presumir desde la biblioteca, pero no para leer. O hacia una pasable novelista de aeropuertos como Doris Lessing, la inglesa de Irán. O hacia el excelente prosista de almanaques, como el turco Orhan Pamuk.

Zavalita
El Premio Nobel retoma la jerarquía con Mario Vargas Llosa. La crítica prefiere subrayar la trascendencia iniciática de “La ciudad y los perros”, de 1962. Pero habría que rastrear, a nuestro juicio, en el relato “Los cachorros” (1967). Es aquí donde Vargas Llosa despliega su brillante manejo de los tiempos verbales, junto a una alternancia en los puntos de vista que ya lo muestran como un escritor no sólo de vanguardia. Sino, simplemente, superior. La destreza alcanza su pináculo en la obra más imponente, “Conversación en La Catedral”, de 1969. Aquel Zavalita que solía preguntarse “¿cuándo es que comenzó a joderse el Perú?”, era perfectamente multiplicado en los países del subcontinente, globalmente “jodido”.
A los 33 años, podía decirse que Vargas Llosa ya se había ganado hasta el derecho al silencio. Sin embargo continuó con divertimentos amenos. Casi intrascendentes, como “Pantaleón y las visitadoras”, de 1973. O la atractiva frivolidad de “La Tía Julia y el escribidor”. A través de su personaje boliviano, aquí podían percibirse los rasgos de cierto sentimiento anti-argentino, que aún se extiende merecidamente entre los vecinos solidarios.
Para esta crítica, Vargas Llosa retoma la senda del gran novelista sólo en 1981. Con “La guerra del fin del mundo”. Es donde se sumerge en el “sertao” del Brasil y la historia de Canudos. La que fascinó, en su momento, a Guimaraes Rosa.
Interesan, especialmente, los altibajos lícitos en Vargas Llosa. Después de alguna genialidad siempre necesitó recrear sublimes tonterías. Como la “Historia de Mayta”, inspirado en un trotskista decadente. O las tibiezas eróticas del “Elogio de la Madrastra”. Insignificancias por el estilo. Para alcanzar otra cumbre estilística en los 2000. A través de “La fiesta del chivo”. Es la obra que agota, desde la república Dominicana, la onda redituable de la explotación temática de los grandes dictadores. Procede del “Tirano Banderas”, del español Ramiro del Valle Inclán (1926).
Ante la moda de los dictadores sucumbieron los novelistas de la magnitud del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, con “Señor Presidente”. O el paraguayo Augusto Roa Bastos, con “Yo el supremo” (secreto inspirador del “Soy Roca” de Félix Luna). Y hasta aquel panegírico ligeramente insoportable de García Márquez, “El otoño del Patriarca”.
En la modalidad, felizmente en extinción, intentó entrometerse el argentino Tomas Eloy Martínez. Con suerte bastante relativa. En “La novela de Perón”.

La utopía del capitalismo
Queda el merodeo por la trayectoria ideológica de Vargas Llosa, que suele espantar al progresismo fotogénicamente presentable.
Queda la candidatura presidencial de 1990. Es, en definitiva, la única obra que Vargas Llosa le debe a la posteridad. Cuando la versión casi patológica del maduro Zavalita se transforma, a los 54 años, en una víctima de su propia literatura. Y se lanza, en los mitines de Lima, de Ayacucho o de Tacna, a defender la gloria del libre mercado y la espiritualidad de los bancos. A ponderar -digamos- la utopía última del capitalismo. Aquí pierde la elección, el autor, ante la cara de chino del japonés Fujimori. Contra uno de sus posibles personajes literarios más marginales. De lejos, es el menos logrado.
Por último, el Premio Nobel representa el exclusivo reconocimiento para Mario Vargas Llosa. Por los riesgos asumidos en su aventura individual. Aunque finja la concesión generosa de extenderlo hacia la lengua española. O mucho peor, a la literatura hispanoamericana. Donde abundan los exponentes que lo desprecian. Por los posicionamientos coyunturales. Opiniones “baladíes”, diría Borges.