viernes, 25 de febrero de 2011

Kadhafi, nuestro bárbaro







La peste de la libertad pasó por Túnez. Por Egipto. Es el turno de Libia







Muhammad Kadhafi, sexagenario beduino de origen bereber -bárbaro- padece el penúltimo aislamiento.
Más costoso, en materia de muertos, que el aislamiento de 17 años, como consecuencia del atentado en el avión de Panam. Caído en Lockerbie, Escocia.
Uno de los ministros que acaba de traicionarlo no vacila en atribuir, el atentado, a la inspiración intelectual del líder.
Los muertos de Lockerbie, en 1987, fueron 270. Enriquecieron después a sus descendientes. Correspondieron 10 millones de dólares por cada cadáver.
Aquel aislamiento lo llevó a Kadhafi a ser protagonizar del Eje del Mal. Junto a Irán y Corea del Norte. Desde donde sólo pudo evadirse en el 2004. Gracias a las necesidades de George Bush junior y de Tony Blair, pudo atravesar el rubicón de los malditos. Y volverse, de pronto, para la selectividad de Occidente, un ex terrorista que supo madurar, como buen tercermundista apaciblemente confiable. Como si el bárbaro fuera, en adelante, otro Mubarak. Con inferior densidad política. Pero con superior valoración económica, sentado sobre un volcán de indispensable energía.
Los 2.700 millones de dólares, invertidos en indemnizaciones, le sirvieron a Kadhafi para ser socialmente aceptado. Después de haber sido panarabista, anticomunista, tercermundista, pro-soviético, panafricano, pasaba a revistar entre los amigos. De intentar alianzas truncas para combatir al imperialismo, se puso, al final, a sus pies.
De ser el asesino imprevisible, Kadhafi pasaba a ser tratado como un líder natural, atractivamente extravagante. Un rebelde domado, que perfectamente podía llegar a las capitales europeas, cargado de curiosidades y pintoresquismos. Para alojarse en su carpa inmensa, lujosa, de beduino. Pero protegido por Las Amazonas (las guardaespaldas mujeres), que cautivaban a los medios, como las míticas enfermeras ucranianas. O bálticas. Con las que, el Bárbaro, solía reposar.
Los poderosos lo cortejaban. Se le rendían. Complacidos por la seducción irresistible del petróleo.

El Occidente que perdona
“Sorpresas que da la vida”, diría Pedro Navaja. Matón de esquina.
Justamente cuando el Bárbaro se había convertido en “Nuestro Bárbaro”. Le viene, inesperadamente, el efecto contagiosamente residual de la rebelión.
La peste de insurrección popular que atormenta al llamado (en Occidente) Medio Oriente. Maldición iniciada por aquel verdulero que se inmoló en el pueblito de Túnez, país -al contrario de Libia- asociado al fracaso.
La peste de la liberación se lo llevó puesto primero, en un mes, a Ben Alí. Al que le faltaba el respeto hasta su mujer.
Después, en quince días, la peste se lo llevó a Mubarak. Aunque quedó Al Tantawi, acaso su ministro más leal.
Egipto proporcionaba el enigma de la historia y la racionalidad política. Y Túnez, la idea del balneario. El sol para los turistas europeos que buscaban disipadamente los placeres de Epicuro.
Con la Libia de Kadhafi, el Bárbaro, no iba a resultar tan fácil como los anteriores.
Menos ahora, que Occidente, por interés, lo había perdonado. Porque lo necesitaba. Sin embargo, la característica del perdón no alcanzaba para inmunizarlo de la nueva condena. La peste de la libertad.
Por defensa cultural, el llamado Occidente suele espantarse ante la presencia televisada de los muertos.
La calle -alzada- desafiaba, después de 40 años de delirios y opresiones, su poder.
La contestación popular, colmada de ingratos, pretendía desalojarlo. Aunque reconocieran que en Libia, comparativamente, la miseria no tuviera lugar.
Lo único que le brinda legitimidad, al Bárbaro, es el poder. Ejercicio absoluto que cultiva desde 1969. Cuando se lo cargó, a los 27 años, al agonizante Rey Idriss. En adelante, el poder pasó a convertirse en un atributo natural. Sólo podía pensar en cederlo a alguno de sus hijos. Cuando cesara. Pero la calle -alzada-, colmada de desagradecidos, se amontonaba en Benghazi, en Tobruk, o en Trípoli, para acabar con su dinastía.

El tiro del final
Kadhafi supo construirse -como le gusta a Cristina- un relato épico.
Por lo tanto, no iba a alterarse si debía matar a todos los cretinos que fueran necesarios. Apestados de deseos de liberación.
Pudo sostenerse, los 40 años, por la capacidad de equilibrar su liderazgo entre las diversas tribus. Para conducirlas, desde la superioridad y el terror.
Pero los jefes, ahora, ya no iban a obedecerle ciegamente. Se resistían a matar a los representantes de sus etnias, que manifestaban el desprecio y el cansancio.
Costaba entender que se trata de otro momento histórico. Sobre todo cultural.
Brotan, para Kadhafi, como dátiles, los traidores.
Los de la tribu Al Sauya, arraigados en el Este, amenazaban con interrumpir las exportaciones de petróleo. Si no detenía la faena de aplastar a los manifestantes. En simultáneo, se producían los alejamientos de los miembros mejor posicionados de los Sauya. Se volvían en su contra. Se anexaban en las manifestaciones.
O peor Akram, otro jefe, pero de la tribu Al Warfalla, la que controlaba la gran parte de Benghazi, la primera zona liberada.
Sin reparos, Akram declaró al -para Kadhafi- comandante principal de la rebelión. La cadena Al Jazeera. El pilar sustancial de la conspiración. A través del imbatible armamento televisivo y el ejercicio responsable del periodismo. Akram le dijo a Al Jazeera:
“El Hermano Kadhafi ya dejó de ser nuestro hermano. Le pedimos que deje el país”.
Se sumaron hasta de la tribu Senoussi. La confraternidad religiosa que tampoco podía sostener el recurso demencial de la muerte.
Kadhafi, Nuestro Bárbaro, ineludiblemente pierde.
Junto al poder, el atormentado pierde, también, la noción mínima de la realidad. Desvaría.
Cabe, en la construcción de su relato, el epílogo romántico del suicidio.
Pero el Bárbaro, el Guía de la Revolución, un asesino de verdad, iba a reprimir y matar a canilla libre.
Aunque se encuentre rigurosamente perdido. Recluido en Trípoli, y al borde del balazo previsible, que puede partir de cualquier recámara. De alguna Amazona, acaso. Incluso, desde la recámara propia. Para acabar con el aislamiento definitivo.

de JorgeAsisDigital





martes, 8 de febrero de 2011

La consolidación de Mubarak





Ejes paradójicos del Mal. El apoyo indirecto del enemigo Nasrralah, del Hezbollah, lo fortalece.
AsísDigital.







Paradójicamente, Hassan Nasrallah, Secretario General del Hezbollah, de El Líbano, sale -sin que sea su objetivo- a fortalecer a su enemigo Hosni Mubarak, Dictador de Egipto. La ecuación, para la Casa Blanca y el Departamento de Estado, sería la siguiente:
“Si el Hezbollah, que está contra Estados Unidos e Israel, apoya la revuelta y exige el cambio, es preferible apoyar la permanencia de Mubarak. O de Suleiman”.
En realidad, Nasrallah instala el conflicto de Egipto en el marco geopolítico.
Para infortunio de los artesanos de las explicaciones fáciles. Dadores de argumentaciones al paso. Los que, para legitimar el masivo desconocimiento de los aturdidos de occidente, identifican la madera con la carpintería. Transmiten que se asiste a las consecuencias de las rebeldías informáticas, impulsadas por los usuarios movilizados de las redes sociales.
Vaya la atracción del título. La Revolución del Facebook. Y del Twitter.
Desde algún lugar relativamente oculto de Beyrouth, con el rostro multiplicado entre las diversas plazas por las pantallas gigantes, Nasrallah baja la línea.
Interpreta que en Egipto se desmorona “el plan americano-israelí, para Medio Oriente”.
Plantea la insolencia de una batalla maniquea entre el Bien y el Mal.
Por supuesto, al dar las cartas, Nasrallah se cree enrolado en las fuerzas el Bien.
Cuando es, precisamente, en el Eje del Mal donde lo ubican sus enemigos. Igualmente maniqueos.
Estados Unidos y -sobre todo- Israel.

Manual de Autoayuda
Para beneficio político de Mubarak (y de Suleiman), el barbado Nasrallah pontifica después de, nada menos, Ali Khamenei.
Trátase -Khamenei- del Guía de la República Islámica de Irán.
Se encuadran, además, en la plena solidaridad con la revuelta popular de Egipto, los dos oponentes internos del país persa.
Es el clérigo reformista Ahmed Khatami. Aquel que justamente debió interrumpir su programa de reformas, para desdicha de la sociedad iraní. Consecuencia, en cierto modo, de la absurda intromisión militar americano-británica en Irak. Con la ayuda distraída de España, entonces gobernada por el Partido Popular, del “Chaplin” Aznar.
El oponente interno de Khatami, que también apoya la revuelta, es Mahmud Ahmadinejad. El exuberante presidente actual de Irán. Frecuente interlocutor de Chávez (que de geopolítica entiende bastante). Y del instintivo Lula, hoy desautorizado, al respecto, por la señora Dilma. Para los diarios.
Ahmadinejad es una suerte de Kirchnercito persa. Comparte la teoría del crecimiento sólo a través del conflicto. Pero sin el auxilio intelectual del ensayista Laclau, de la señora Chantal Mouffe ni del crítico literario Horacio González. En su caso, Ahmadinejad trata de crecer a través de la defenestración directa de Israel. Tarea que comenzó, empeñosamente, con la organización, en Teherán, del indescifrable Seminario sobre el Holocausto.
Se asiste a las paradojas del desencuentro violentamente cultural, militar y religioso, que Samuel Huntington prefirió reducirlo con el hallazgo conceptual de ”Choque de Civilizaciones”. Título del Insustituible manual de autoayuda. Indispensable para todo aquel que necesite impresionar en las sobremesas.
En los ochenta, el Irán de Komeini guerreó, durante siete años, con el Irak de Saddam Hussein. Al que cortejaban, amorosamente, los occidentales. Cuando Saddam salió a jugarse valientemente por los intereses de Arabia Saudita.
Pero en los dos mil, en el Irán de Kathami no pudo culminarse el proceso de las reformas sociales. Ni profundizarse las aperturas. Porque las tropas de los Estados Unidos de Bush, del Reino Unido de Blair, y la España de Aznar, invadieron desastrosamente Bagdad. Fue después del cinematográfico atentado a las Torres Gemelas. Los aviones estrellados por La Base (Al Qaeda, la organización enemiga, en simultáneo, también de Saddam y de Irán).
Sin embargo el Occidente, catastróficamente comandado por Bush y Blair, despanzurró aquel Irak. Con el pretexto de buscar las “armas de destrucción masiva”, que no existían en ninguna parte. Salvo que le hubieran sido suministradas, antes, a Saddam. Cuando jugaba para los Estados Unidos. Para que destruyera a Irán. En defensa de la Arabia Saudita.
Y el Partido Popular, ya sin Aznar, pierde pronto las riendas del poder, en aquella España inflamada. Consecuencia del atentado espeluznante de Atocha. A cargo, esta vez, de la franquicia marroquí de Al Qaeda (La Base). Aquellos muertos de Atocha fueron políticamente letales para el PP. Facilitaron -los muertos- el triunfo inesperado de Zapatero. Junto al socialista Zapatero, España se iba a desinflamar. A descender. Hasta los alrededores del quebranto.

La consolidación de Mubarak-Suleiman
El juego de los ejes está servido.
El Eje Estados Unidos-Israel se queda, ineludiblemente, al lado de Mubarak. Aunque deban, acaso, de últimas, entregarlo.
Se acepta, en general, que el Dictador Mubarak mantiene el temple suficiente. Se la banca, no es ningún Ben Alí (el Dictador derrocado en el balneario de Túnez).
Mubarak se las ingenia para ofrecerle resistencia al amontonamiento anárquico de los débiles. Los que sólo tienen, de su parte, la razón. Muy poco.
Entonces Mubarak se consolida. Aguanta. Después de haber soportado la mediatizada internacionalmente “Marcha del Millón”. Y de haber organizado, al estilo casi argentino, una ronda de diálogo. Para ganar tiempo y desgastarlos. Y que lo pierda (el tiempo) la oposición posible. Es la oposición que hay. No puede inventarse, precipitadamente, otra.
Es consciente -Mubarak- que los dobla. Los penetra.
Porque sabe que lo peor que puede ocurrirle a los (norte)americanos, y por supuesto a Israel, es que se tomen en serio las declaraciones de la señora Hillary Clinton. Y Mubarak tenga que irse. En cuyo caso tampoco sería nada demasiado grave. Porque, para administrar “la transición”, quedaría, más allá de la simbología, el vice, Omar Suleiman. Que es, justamente, el que habían elegido los americanos para que se quedara con la sucesión. De no haber ocurrido, claro está, aquellos episodios de Túnez. El viejo Cartago. Que derivara, finalmente, en un balneario accesible para los epicureanos europeos que solían fascinarse con los inescrupulosos dóciles del caliente Maghreb.
A partir de la quemazón, a lo bonzo, del inadvertido joven Buazizi, que aspiraba a la utopía de tener oportunidades. A no resignarse ante la patética certidumbre del fracaso colectivo.
Buazizi se inmoló para generar, en adelante, la ola incontenible de la bronca. De impotencia y de estupor, que aún mantiene perplejos a los occidentales que ni aprenden, siquiera, a pronunciar sus nombres.
Más allá de los coros, de la consigna del “que se vayan todos”, la oposición egipcia no puede presentar nada que sea medianamente viable.
Ante el esbozo de una Comisión de Sabios, Mubarak sonríe.
Baradei, por su parte, se rinde. Propone, penetrado, que sea Suleiman quien presida la transición.
En definitiva, si Mubarak aguanta un par de días, podrá quedarse a festejar, pronto, su aniversario. El número 83.
Mientras tanto, los egipcios que permanecen concentrados en la gran Plaza Tahuir emulan, en versión menos grotesca, a aquellos partidarios de Antonio López Obrador.
Los protestones que se quedaron semanas en la gigantesca Plaza del Zócalo, en Méjico. Indignados porque Felipe Calderón les había soplado la victoria.
“Pelito para La Vieja”, como decían en el barrio.
De a poco, paulatinamente, los manifestantes tendrán que irse de la plaza. Hacia sus casas, en caso de tenerlas.
Para lograr que se vayan basta con el cansancio lento. Alguna lluvia intensa. La partida de las cámaras de televisión. Hasta que Egipto deje de ser noticia de primera plana de los noticieros.
A lo sumo, para despejar la plaza, habrá que dar otro previsible par de palos. Para recobrar la definitiva normalidad. Hasta septiembre.

Días de Ira
Del otro lado, a favor del genérico pueblo egipcio que se insurreccionó, queda la versión del Eje del Mal.
Irán, el Hezbollah, la Siria de Assad. Es el oncólogo presentable. El hijo de Haffez.
Assad, pobre, El Oncólogo, no puede hacer ostentaciones mayores con el tema Egipto. Por efecto de la penúltima paradoja.
Porque el hijo de Haffez pudo sofocar, en el origen, la programación del Día de la Ira. En Damasco. Contra la dinastía de los Assad.
En Siria (país árabe aliado del persa Irán, del Hamas palestino y del Hezbollah libanés), para ser francos, dista de ser fácil ejercitar alguna versión de “la ira”. O cualquier pasión por el reclamo.
Lo saben los degollados que no pueden testimoniar. Los islamistas colgados de Hamas.
En su ira, Nasrallah habla, en cierto modo, como aquellos comunistas argentinos que solían pregonar un gobierno de amplia coalición democrática.
En su caso, Nasrallah menciona “una revolución popular que agrupe, en Egipto, a los musulmanes, a los partidos islámicos y los nacionales, a los movimientos culturales de la sociedad civil”. Y hasta, incluso, a los cristianos. Justamente es Nasrallah quien cita la utilidad de los cristianos. En momentos tan terribles para la cristiandad.
Cuando hasta a las iglesias de occidente les cuesta tomar conciencia del avance despiadado de la cristianofobia.
Se explicita -la cristianofobia- en las iras de diversos países árabes (como Egipto e Irak). Y africanos.
“¡Egipto o Israel!”, sintetiza finalmente el Barba Nasrallah, líder del Hezbollah.
Con el ferviente deseo de radicalizar la lucha. Aunque facilita, paradójicamente, la permanencia del símbolo adverso.
De Hosni Mubarak. O de Omar Suleiman. Para la complejidad del cuadro, representan, los dos, el mismo eje. El que encabeza Obama. Aunque Obama se llame Barack.

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martes, 1 de febrero de 2011

Curioso antihumanismo



Quizás lo que nunca se dijo claramente acerca de Cioran, el pensador rumano afincado en París hasta su muerte, es que fue uno de los primeros en afirmar que el hombre es una causa detestable, más bien un depredador convencido de poseer cualidades bondadosas.


Por Abel Posse*



 La ética, hasta ahora, parece haber sido la respuesta inventada por el hombre ante la sospecha (y ya la evidencia) de sus malas inclinaciones. Después de una intensa lectura de la obra de Cioran y de algunos diálogos con él, me pregunté cuál es el secreto de su atracción intelectual en el mundo cultural europeo de las últimas tres décadas. Es un creador de inquietudes. Más que un filósofo “importante”, Cioran fue un desacorde fascinante. Una figura contracultural.
Aparentemente, su negación de la filosofía académica y su defensa de un pensar independiente hasta el borde de lo anárquico podrían parecer más bien un episodio final del modernismo romántico. Pero, ¿por qué inquieta Cioran? ¿Por qué crea adeptos más bien rechazándolos con temas antipáticos para la tradición prohumanista del pensamiento occidental? Se deslizó durante décadas como un antifilósofo, creador de adeptos entre escritores y lectores de soledad rebelde.
Lo que nos deja Cioran después de la lectura de algunos libros centrales, como La tentación de existir, La caída en el tiempo o El aciago demiurgo es la sensación de que el hombre bien merecería ser tratado como un animal descastado, un indigno cósmico en lugar de la criatura “hecha a imagen y semejanza de Dios” a que nos tiene acostumbrados la cultura judeocristiana en Occidente. Es como si el concepto del hombre, a partir de Cioran, empezase a ser una pieza de discordia y el protagonista del mundo, el hombre, pasase a ser un tonto o un exaltado que malogra y destruye todo lo que toca, sean sus pares o el planeta mismo que habita.
El factor criminal del ser humano tuvo su verdadera revelación en el siglo XX: a través de la tecnología, se puso de manifiesto la faz inmoral, pérfida, del hombre exaltado por el humanismo. Fue el siglo de los campos de concentración, el Gulag, del cotidiano genocidio Norte-Sur, de Hiroshima y de todo que sabemos y sobrellevamos ya casi con vergüenza. Hoy hay que hablar del desequilibrio ecológico, la contaminación, el definitivo avasallamiento del ritmo de la biosfera, de los animales y las plantas, a manos de una especie triste, neurótica, infatuada, que ni siquiera tiene placer en sus crímenes. No es extraño que el ensayo La tentación de existir sea una crítica de ese supuesto previo, a la vida humana y al elogio de la bondad del hombre que baña de hipocresía la cultura optimista de Occidente, en todo a lo que hace a su protagonista estelar.
Dice Cioran: “Habiendo agotado mis reservas de negociación, y quizá la negociación misma, ¿ por qué no debería yo salir a la calle a gritar hasta desgañitarme que me encuentro en el umbral de una verdad, de la única válida?”. Esa verdad que conmueve a Cioran lo pondrá al margen de los insoportables bienpensantes del mundo. La solitaria repulsa de Emile Cioran se origina en este hecho central, de descalificar al hombre como ente privilegiado, loable, admirable y siempre salvable. A la vez que condena la tarea de esos filósofos, creadores y habitantes de un renovado optimismo que niega la evidencia. Cioran es el primer filósofo que deja de ser oficialista del partido del hombre. Se pone más allá de esa obligatoria y engreída “conciencia de humanidad”. Rompe el contrato de arrogancia humanista, invita a que nos unamos y comprendamos la opinión que podrían tener de nosotros nuestras víctimas: las plantas, los mares, los tigres de Bengala, las aves, los ríos y, finalmente, la humanidad que soporta la creatividad y el comando de la política y de los grandes intereses.
El filósofo de la Rue de l’Odéon, el señor calmo de los ojos celestes, murió en París después de su larga batalla solitaria ironizando a los filósofos “públicos”, como los calificó Kierkegaard (otro rebelde solitario), creadores de sistemas perfectos y siempre efímeros. Le devolvió al pensar la frescura de la rebeldía y del lenguaje de la reflexión íntima.
Fue de la familia de Montaigne, de Pascal, y más cercanamente, de Schopenhauer. Un creador de obra fragmentaria, con un lenguaje exacto y seductor al que leemos con la misma sorpresa y admiración que puede despertar un texto de Borges.

*Escritor y diplomático.