viernes, 10 de diciembre de 2010

Defenestrar a Roca, una moda peligrosa





El progresismo suele adolecer de una manía: la de dibujar en blanco y negro a personajes y hechos que provienen de una realidad abigarrada y multifacética.



Escribe Enrique Lacolla




La actualidad argentina contiene estimulantes tendencias a una recuperación de los hechos históricos que hacen a la conformación de una conciencia nacional. La revalorización de la Vuelta de Obligado es un ejemplo, entre varios, en este sentido. No hay duda de que los méritos de los gobiernos Kirchner han sido altos en esta materia. La recuperación del revisionismo histórico está empujando hacia atrás a la historia oficial y esto es muy importante. Una conciencia del pasado fundada en conceptos vinculados a la realidad y no a la fábula en que fueron educadas muchas generaciones de argentinos, es un elemento básico para poner en pie cualquier proyecto de desarrollo y asentarlo sobre bases fuertes y provistas de la consistencia que se requiere para mantener un esfuerzo prolongado en el tiempo.
Pero falta bastante por hacer, y no todas las señales que emergen del espectro cultural que sostiene al gobierno son alentadoras en este sentido. Por ejemplo, hay en auge un progresismo difusamente teñido de un moralismo a la violeta que hace bandera con el tema de los pueblos originarios, extrapolándolo de los elementos de la realidad histórica y reduciéndolo a los contornos de otra fábula, distinta de la oficial, pero a su vez perdida en la niebla del humanismo genérico y de la mitificación del buen salvaje. Quizá como contrapartida del hecho de que muchos de los que la sostienen se identificaron en algún momento con otra estampa de matriz también romántica: la del buen revolucionario.
Hemos dicho en otras oportunidades que generar divisionismos aprovechando los particularismos étnicos es un arma muy bien aprovechada por el imperialismo para perseguir sus propios fines. Provocar falsos problemas y agitar polémicas estériles es una de ellas. El espíritu generoso, predispuesto a inflamarse ante la injusticia, es un atributo nobilísimo de la naturaleza humana, y pocos elementos pueden inducir con mayor eficacia a esta comunión flamígera que el maltrato a los pueblos aborígenes. Sobre todo si se ve el estado de abandono en que algunos gobiernos provinciales dejan a las reservas donde subsisten los pobladores que provienen de esa raíz. Pero no hay que confundir a los árboles con el bosque. Es necesario aproximarse a los datos de nuestra historia armados con una visión panorámica que comprenda los elementos que la integran y juzgue a quienes los protagonizaron en el conjunto de las circunstancias que caracterizaron a su tiempo.
De unos años a esta parte se ha puesto de moda atacar de manera inclemente al general Julio Argentino Roca. La embestida proviene de grupos progresistas que han encontrado su principal inspiración en Osvaldo Bayer, un escritor anarquista que tiene cuentas pendientes con la dictadura que lo exilió y que parecería haber encontrado en la figura de Roca al espécimen ideal para comprimir en él todos los rasgos del régimen criminal que abomina, que lo expulsó del país y que a muchos otros miles de argentinos les arrebató la vida.
Sea o no correcta esta apreciación psicológica, la verdad es que la prédica antirroquista de Bayer ha prendido en mucha gente, en especial entre los jóvenes. Hay una natural predisposición en la juventud a aferrarse a cualquier discurso que parezca resolver los enigmas de la realidad con unas pocas formulaciones simples. La demonización del “milico” y la identificación con unas víctimas ideales a las que se presume se encontraban indefensas y a las que por otra parte no supone riesgo alguno reivindicar puesto que están muertas o cuyos descendientes no representan un factor social de peso, resultan útiles para alimentar una agitación a la que el canon del humanismo abstracto provee de prestigio. Pero al hacer esto se corre el peligro de que muchos otros problemas concretos, provenientes del pasado y activos en el presente, sean dejados de lado.
Denunciar la ignorancia o el prejuicio superficial de estos planteos se constituye, entonces, en una obligación. Tal vez antipática, pero inevitable. Esta nota deviene entonces de la necesidad de rebatir una afirmación asombrosa por su inexactitud y por la sede en la cual fue formulada. Días pasados hubo ocasión de escucharla en un programa emitido por el Canal Encuentros, empresa televisiva que depende del Ministerio de Educación de la Nación y que está realizando una labor más que meritoria en el ámbito de la comunicación. Lo que hace doblemente pecaminosa la falta cometida.

Disparate
En un programa muy interesante titulado El Arte cuenta la Historia, dedicado a comparar los testimonios pictóricos del pasado latinoamericano con los datos de la realidad concreta que los había inspirado, de pronto saltó una frase que era un puro y simple disparate. Mientras se observaban unas bellas y clásicas pinturas de la Conquista del Desierto y la vida de frontera, el locutor en off sentenció, palabras más, palabras menos: “La expedición de Roca implicó un genocidio que costó la vida a 100.000 aborígenes”. ¡Cien mil muertos en un país que contenía menos de dos millones de habitantes!
La televisión es el reino del despropósito, pero deberían existir límites para estos, al menos en un canal oficial que se precia de renovar la visión del pasado y de indagar en sus raíces. El historiador Roberto Ferrero ha formulado una jugosa reflexión sobre el uso indiscriminado de la palabra “genocidio”, aplicada a la conquista del desierto. Dice Ferrero, en efecto, que se trata de “una ligereza semántica y política, porque, ¿qué es un genocidio? El exterminio deliberado de una etnia o de un grupo social por el solo hecho de serlo, y generalmente y casi siempre, ejercido sobre gentes imposibilitadas de defensa alguna. Los turcos exterminaron a un millón y medio de armenios, pero estos no victimaron uno solo de sus perseguidores. Eso era un genocidio. Los nazis exterminaron seis millones de judíos, sin que los judíos persiguieran o mataran un solo alemán. Eso también era un genocidio. Pero el caso de Roca y la Conquista del Desierto es totalmente distinto. No fue un genocidio, sino la culminación de una larguísima guerra…”
Según el profesor Carlos Martínez Sarasola, autor del libro Nuestros paisanos los indios, durante la guerra de fronteras que se extendió aproximadamente entre 1820 y 1882, la lucha costó la vida a unos 8.000 indios, pero en el mismo lapso se cobró la vida de unos 4.000 soldados y pobladores criollos, a los que hay que sumar las cautivas que los aborígenes arreaban a las tolderías. El malón de 1875 sólo en Azul asesinó a 400 vecinos, cautivó a 500 y capturó 300.000 animales que fueron luego vendidos, como era de práctica, en Chile. Estamos a una enorme distancia de los 100.000 muertos concebidos por el imaginativo guionista televisivo…

El imperativo geoestratégico
En las condiciones del país incompleto que era la Argentina por aquel entonces, la conquista del Desierto emanaba de una necesidad geopolítica y de una fatalidad que estaba en rigurosa relación con el papel que al país le correspondía en el mercado mundial. A la necesidad de asegurar la posesión de la tierra para la colonización agraria se sumaba la de garantizar las fronteras del inmenso desierto patagónico contra las ambiciones chilenas o de cualquier eventual aspirante trasatlántico. No se ve bien en base a qué código ético puede denunciarse el deseo de cumplir con esa necesidad como un rasgo racista. La historia no es el reino de la virtud abstracta ni de los buenos deseos; es un ámbito en el cual la virtud se identifica con la eficacia en procurar la salvaguarda del mayor número y en verificar un desarrollo que sea apto para crear nuevas oportunidades de realización comunitaria. El proceso argentino renqueó horriblemente en estos aspectos; pero fue precisamente la negativa a reconocer la misión que les competía, de parte de la burguesía comercial, de los ganaderos y de las élites ilustradas de Buenos Aires, lo que deformó al país. Encerrados en su mezquino interés, lejos de asumir a la nación en su conjunto, la concibieron apenas como un apéndice colonial de su confort portuario. La cuestión residía en suprimir la resistencia del criollaje (que no estaba compuesto por indios sino por un paisanaje decantado a lo largo de siglos a través del mestizaje de españoles y aborígenes) asentado en el suelo, provisto de conciencia patria y de intereses vinculados a un sistema de vida artesanal que Buenos Aires quería destruir, para hacer lugar a un modelo de país integrado al mercado mundial a través de la importación de manufacturas y de la exportación de productos primarios.
Para la época de la conquista del desierto la situación ya se había consolidado a favor de Buenos Aires, a través de las expediciones punitivas de Mitre contra el interior y del exterminio del último foco de resistencia iberoamericano a la penetración imperialista que fue el Paraguay de los López.(1) Pero no todo estaba jugado. En el ejército de línea, forjado en la guerra del Paraguay y forzado luego a actuar como instrumento de castigo contra el interior cuando este se sublevó contra la aventura paraguaya, había un fermento que provenía del origen provinciano de muchos de sus oficiales. Entre ellos el tucumano Roca ocupaba un lugar preeminente por su solvencia profesional y por el carácter ponderado que lo distinguía. El ejército fusionaba a hombres antes enfrentados en las filas de la Confederación y en las de Buenos Aires, aunque fuese porteño por su conducción superior. Como dice Alfredo Terzaga en su magistral Historia de Roca, ese ejército “que había sido ensanchado forzosamente para las necesidades de guerra, impresionado por la resistencia del pueblo hermano cuya masacre se le imponía, y testigo de la resistencia porfiada de los provincianos, comenzó a pensar en una solución distinta”. (2)
La solución distinta era, en un principio, la designación de Sarmiento para ocupar la presidencia, obviando la continuidad del mitrismo en la figura de su candidato Rufino de Elizalde; pero el diseño de país que empezaba a abrirse paso en las filas militares no contemplaba ya la subordinación mecánica a los dictados de Buenos Aires y tendía a interpretar al país como una totalidad a la que había que integrar. En ese esquema, que era también el de José Hernández y el de los sectores nacionales de la opinión ilustrada, el problema de la frontera sur comenzaba a plantearse como algo más que como una táctica defensiva o como una política contemporizadora para con los indígenas, en la cual se alternaban las transacciones y los choques, en una guerra de posiciones que solo servía para sacrificar a la milicada de leva en los fortines. Había que pasar a un proyecto estratégico dirigido a acabar con la frontera móvil. Había que dominar o liquidar a los salvajes para asegurar la propiedad de la tierra, frenar las aspiraciones chilenas a ocupar la Patagonia y expandir el capitalismo hasta el Río Negro y los Andes.
Todo esto no podía verificarse por medios asépticos. El moralismo “progre” se eriza de espanto ante la dureza de la expedición y de sus expedientes militares para acabar con la resistencia indígena, pero no toma en cuenta los factores que estaban en juego ni se conmueve por la liquidación del gauchaje en las provincias federales, “muy superior tanto en números absolutos como en la importancia económica y política del procedimiento”. (3)
Este último supuso la instalación del proyecto exportador agroganadero y portuario ligado a la dependencia semicolonial, mientras que la conquista del desierto supuso la obtención de 20.000 leguas de territorio y la abolición, en la práctica, del mito renunciatario que imaginaba que “el mal que aqueja a la Argentina es su extensión”, mito del que todavía se hacía eco, no mucho tiempo atrás, el ex ministro de Economía Domingo Cavallo cuando afirmaba con desparpajo que “algunas provincias argentinas son inviables”…
Elegir a Roca como chivo emisario para denostar a la oligarquía y atribuirle el papel de factótum de esta y de la consolidación del modelo dependiente de país, es una equivocación. Lo que es más grave: se trata de una equivocación a veces a sabiendas, que en el fondo intenta deprimir, fundándose en rasgos genéricos que eran propios de un momento de la historia y que se pueden encontrar en todos los argentinos de aquel entonces, el rol positivo que el general Roca cumplió al sofocar el intento secesionista porteño de 1880, nacionalizando el puerto de Buenos Aires en la más breve pero más sangrienta de las batallas de nuestras contiendas civiles del siglo XIX. Ahí se cerró la organización nacional, cortando el nudo gordiano que la había imposibilitado durante 70 años. Estuvo lejos de ser perfecta, pero el daño venía de antes. Es imposible no preguntarse si no se trata en el fondo de aquel hecho lo que no se le perdona a Roca.
Quienes despotrican desde la izquierda contra el conquistador del desierto a la vuelta de tantos años, harían bien en tratar de evaluar el sentido general de su misión, en especial durante la primera etapa de su carrera. Pero quizá no quepa pedirle margaritas al olmo. La tozudez de personajes como Bayer deriva de una confusión entre los datos objetivos de la historia y la subjetividad de una comprensión de esta que sólo toma en cuenta los datos de un humanismo genérico, preocupado sobre todo por las individualidades y que no divisa ni intenta divisar las líneas generales por las que discurren los procesos históricos. Pero lo que en un individuo puede no ser otra cosa que un berrinche, traspolado a una gran cantidad de gente, en especial de gente influenciable por su juventud y por la carencia de referencias anteriores, corre el riesgo de transformarse en un factor de confusión que hace perder el tiempo polemizando en torno de falsos problemas, mientras por otro lado alguien se roba la ropa.

Notas
1 - Dicho sea de paso, las expediciones punitivas contra el interior, posteriores a la victoria de Mitre en Pavón, arrojaron un saldo de 5.000 gauchos muertos, cifra que, dada la cantidad de habitantes que había por entonces, en términos contemporáneos equivaldría a que la última dictadura militar hubiera eliminado a 100.000 argentinos durante el período que duró su vigencia.

2 - Alfredo Terzaga, primer tomo de la Historia de Roca, ed. Peña Lillo, Buenos Aires 1976, pág. 230.

3 - Jorge Abelardo Ramos, Revolución y Contrarrevolución en la Argentina, tomo II, pág. 112.



martes, 7 de diciembre de 2010

EL DEDO Y LA LUNA








“Cuando el dedo señala la luna, el idiota mira el dedo”
Proverbio chino



 

Por: Ricardo Saldaña





Walter Benjamin sostenía que comprender no tenía nada que ver con situar el objeto de estudio en el mapa conocido de lo real, sino en intuir de qué manera ese objeto modificaría el mapa, volviéndolo irreconocible.

El universo político se ha visto conmovido por estos días por la caída de una cosmovisión, a raíz de la exhibición pública de cientos de miles de de radiografías, que transparentan las entretelas del entramado doméstico del funcionamiento de un grupo de estados soberanos. El tono predominante en su abordaje, desnuda la inadecuación de la estructura de análisis aplicada, frente al desafío que impone un cambio conceptual. No puede resultar sorprendente; gran parte del pensamiento proveedor de sus estructuras discursivas, parece no haber tomado nota aún del proceso de horizontalización de los vínculos y las comunicaciones que impuso la revolución tecnológica, así como su inevitable influencia en la diagramación de la estructura de poder.
Esta expresión de “cyber-anarquismo”, o uso libertario de la tecnología, conocida como WikiLeaks, se inscribe en lo que genéricamente se conoce como la “ética del hacker”, concepto que una década atrás le dio el nombre a un libro de Pekka Himanen, en cuyo prólogo, Linus Torvalds -creador del sistema operativo Linux- la definió como una militancia en favor de “poner en común la información y compartir su competencia y pericia, elaborando software gratuito y facilitando el acceso universal a la información y a los recursos de computación”. El concepto está en la base de los desarrollos informáticos enrolados en la vertiente del software libre (“open source”) y de la revolucionaria corriente de producción amateur de innovación colaborativa, orientada en dirección de la inteligencia colectiva, cuya construcción más reconocida y exitosa es WikiPedia. Thomas Friedman, en su bestseller “La tierra es plana”, considera que ambos procesos han contribuido decisivamente al aumento de nuestra capacidad individual para actuar a escala global. No hay duda que el fenómeno constituye un pensamiento de ruptura, que desafía tanto instituciones tradicionales como la propiedad intelectual, como los modelos convencionales de negocio. La obligada reformulación del formato comercial de la industria de la música, a partir de Napster y derivados, da testimonio de su innegable potencia. La analogía no es caprichosa. Así como ese software, sin perjuicio de su posterior condena judicial, representó -consideraciones éticas al margen- la primer fisura en el cerco de protección intelectual, que abrió camino a un incontenible proceso de desintermediación que sacó del juego a la industria discográfica, estamos hoy frente a una grieta en la muralla de silencio que ampara los manejos espurios de la política global, que han abierto estos nuevos bárbaros, como define Alessandro Baricco a los militantes de la cultura digital. Como no lo fue en el caso citado, no parece la mejor receta para evitar la incontenible avalancha, la estrategia de oposición frontal que parece haber adoptado el sistema de poder, si como sostiene el propio Baricco, toda identidad y todo valor no se salvan erigiendo una muralla contra la mutación, sino operando en el interior de la mutación.

LA CONVERSIÓN DIGITAL COMO PROCESO CIVILIZATORIO
Las reacciones observables permiten advertir una preocupante incomprensión de la profundidad del fenómeno. La mirada corta de la política bascula entre la subestimación y el escarnio. La primera vertiente expresa una negación paralizante, que teme animarse a descifrar las mutaciones, confiando vanamente en que los “corsi e ricorsi” de la historia recompensarán la esclerosis, rebautizándola como resistencia. La otra, equivale a criminalizar al bibliotecario. Julian Assange es un militante de la transparencia. Por qué se lo reverencia cuando denuncia crímenes contra la humanidad y se lo demoniza cuando le permite a los ciudadanos acceder al backstage de la política. Después de todo, acaso no se acepta con naturalidad que estos cables que hoy nos escandalizan sean desclasificados automáticamente dentro de 25 años. ¿Será que se acaba de consagrar la prescripción de la hipocresía?
Ya en 1963 McLuhan profetizaba que la III Guerra Mundial sería una guerra de guerrillas por el dominio de la información. El “cablegate” representa la exteriorización, revelada en un hecho puntual muy significativo, del desplazamiento del espectro del poder. Y lo hace en toda la línea, ya que también le tiende una emboscada a los medios con un doble golpe técnico y simbólico, reduciéndolos a meros propaladores, después de haberle prestado el inestimable servicio de potenciar su denuncia. También hubo redistribución de poder cuando Gutenberg abrió un espacio a la invención del realismo, al auge del racionalismo crítico y del humanismo, pero más aún, cuando cayó el costo del acceso a la información por la masificación del libro. Los 265 millones de palabras expuestas al escrutinio de los ciudadanos del mundo por el “hacktivismo” de Julian Assange, le están notificando brutalmente a la clase política que el cambio global también la ha alcanzado.
El episodio que nos ocupa revela dramáticamente que la estructura de poder mundial muestra una inadecuación al nuevo paradigma. Parece no haberse internalizado cabalmente que el tipo de tecnología que se desarrolla y difunde en una determinada sociedad, modela decisivamente su estructura material. La sociedad de la información está desplazando al industrialismo como matriz dominante de las sociedades del siglo XXI. Sin embargo, muchas de las viejas estructuras resisten el desplazamiento de las jerarquías por las redes. El “cablegate”, como en su momento el “9.11”, son dos expresiones de la paradójica indefensión de centros de poder presuntamente invulnerables frente a estructuras infinitamente más débiles en términos de recursos, pero cuya ventaja diferencial es su adhesión a los criterios que demanda la dinámica del funcionamiento en red.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Los americanos te entregan








WikiLeaks y el riesgo de la locuacidad con “La Embajada”.







Tío Plinio querido,
Es “La Embajada”. La única. De los Estados Unidos de Norteamérica.
Legitima la fascinación de disponer del “amigo americano”. Ante quien mostrarse, por ejemplo, como un ser confiable. Informado. Lo suficientemente útil.
A los (norte)americanos, tío Plinio querido, se los corteja. Como si fueran superiores de verdad. Serios. Ejemplares.
¡Cuánto que tenemos que aprender de ellos! Fueron colonizados por los cuáqueros. Nosotros, en cambio, colonizados por almaceneros.
Abelardo Ramos, de los pocos intelectuales que se extrañan, solía extenderse respecto del fenómeno. El cipayismo espiritual.
Alude a los políticos y consultores que suelen ponerse voluntariamente estúpidos, cuando se contactan con los diplomáticos de “La Embajada”.
Sienten que están cerca del poder. Que llegaron. Se van de boca. No contienen el efecto de la argumentación precoz. Se hablan encima.
En comidas sociales, en presencia de los diplomáticos americanos, hay argentinos que parecen competir en la carrera de informados. Suministran precisiones innecesarias. Pugnan por mostrarse rápidos y brillantes. Lo gravitante es despertar el interés del representante del país principal del Universo.

Superpotencia humillada
La superpotencia, tío Plinio querido, hoy está humillada. Ridiculizada.
Es víctima de su propia contradicción cultural. Entre la revolución permanente que signa la vanguardia de los avances tecnológicos, y los atributos de la libertad que inspira el sistema político. Las colisiones son inevitables. La libertad tiene que retroceder.
Con el “amigo americano”, siempre, tío Plinio querido, se pierde.
Más tarde o más temprano, los americanos siempre te entregan. Envuelto.
Son malos pagadores. Pero conste que nunca pagan los servicios que, en el fondo, tampoco piden. El cipayismo espiritual estimula la idea de ofrecerlos. Gratis.
Con los pantalones bajos. Con las nalgas del pudor, tío Plinio querido, al aire.
Después, en la primera de cambio, no tienen reparos en entregarlo. Usado y abandonado.
Le pasó a Somoza. A Sadam. Al cristiano Tarek Aziz. Como le pasó a Julio, el forzado especialista en defensa, que se lucía en la televisión de los 2000.
Durante el proceso militar, segundo lustro de los 70, era el joven académico que se contactaba habitualmente con el “amigo americano”. Diplomático del segundo nivel de “La Embajada”. La amistad le garantizaba la tarjeta de invitación para el coctel del 4 de Julio. Para ser, tío Plinio querido, hay que estar.
Nuestro especialista le pasaba al amigo americano los datos que tenía. Relativos a lugares clandestinos de detención. A las matanzas, producidas, separadamente, por el ejército. O la marina. Pontificaba sobre las hazañas y ambiciones de El Negro. Y el diplomático trasladaba, cablegráficamente, hacia Washington, los conocimientos que recibía. Sin poner una moneda ni pagar el café. Pero utilizaba el nombre de la fuente. Lo mandaba al frente. Cuando escribe el “amigo americano” no hay Garganta oculta que valga. Ninguna “fuente digna de crédito”. Ni siquiera el recurso del verbo condicional.
30 años después, las comunicaciones pasaron a la esfera pública. La trascendencia llegó aquí. El especialista sigue preso por aquella locuacidad que lo mostraba -como decía Arturo Jauretche- “absolutamente enfermo de importancia personal”.

Bolivia. Malvinas
Ninguna novedad que Berlusconi sea admirablemente fiestero. O la señora Merkel muy poco creativa. O Zapatero, un trasnochado. O El Furia, un paranoico. Giladas.
Pero bastan las giladas para que WikiLeaks quiebre la hipocresía tradicional. La que suele asumirse, de manera implícita, entre las sutilezas de la geopolítica.
Desfilan los grandes deschaves que hubieran cautivado a Sergio De Cecco y Armando Chulak, autores de “El gran deschave”. De funcionarios y analistas, adictos, aquí, al relax de la argumentación precoz.
Hasta aquí, para Argentina, lo único grave, del escándalo de WikiLeaks, alude al tema Bolivia.
Argentina con Bolivia quedó, tío Plinio querido, como un País Buchón. Ser buchón es muy feo.
El dilema de Malvinas, en cambio, tiene que ver con la visión del riesgo. Signa el nivel de ingenuidad de la inteligencia gringa. La mera existencia de la inquietud. El temor que los militares argentinos pudieran intentar alguna otra invasión. Clavar, sin ir más lejos, otra banderita. Justamente cuando las fuerzas armadas, en la actualidad, distan de encontrarse en condiciones operativas, al menos para confrontar con los focos de la hinchada de Chacarita.
Ni para imitar, sin ir más lejos, el ejemplo de los camaradas del Brasil. El copamiento de las favelas, en la lucha contra los narcos, dueños verdaderos de la “cidade maravilhosa”.

Buches
Aunque quieran mantenerla, la Secretaria de Estado, señora Hillary Clinton, tío Plinio querido, es un vegetal. Está políticamente frita.
Sirve para disculparse alguna otra semana más. Pero la renuncia de la Clinton, como Febo, asoma.
Atraviesa, la pobre, otra aproximación exitosa hacia el hundimiento en el ridículo. Es la tendencia que, a la pobre, la condena. Desde aquellos buches legendarios de Mónica Lewinsky, registrados en el erotismo clausurado del Salón Oval.
Pero las filtraciones que produce “El gran deschave”, en los rincones más pesados del mundo, signan dramas sin retorno.
En Rusia, donde Putin jamás les va a perdonar. “Tanta arrogancia y frivolidad”.
En el Cáucaso. Con la Georgia oportunamente estimulada, hoy traicionada, librada a su suerte. Como el Irak.
O el Pakistán nuclear, el santuario del terrorismo enriquecido, en su puja acelerada con la India más convenientemente preferible.
Tensiones demasiado cruciales para tratarlas con el desasosiego del mensajero objetivamente franco.
Del “amigo americano” que redacta indemnes memorandums, destinados a la burocrática indiferencia de los “desks”, dependencias del Departamento de Estado. Pero que, gracias a WikiLeaks, se divulgan en los diarios del mundo. Brindan la idea equivocada de una señora de Clinton interesada, incluso, en las bipolaridades. Cuando el firmante de los cables, generalmente nunca está al tanto de lo que suscribe.

Mentirosos acosados
No puede cerrarse esta carta sin aludir, tío Plinio querido, en “El gran deschave” de De Cecco y Chulak, a los mentirosos acosados.
A los cipayos espirituales que trafican la influencia imaginaria en La Embajada. Seres que se jactan de sus contactos en el Norte.
Los pobres mitómanos necesitan, imperiosamente, aparecer nombrados en algún cable. Pronto. Para justificarse.
Ánimo. Mañana, a lo mejor, tendrán suerte y podrán aparecer. Quedan aún como doscientos mil comunicaciones.
La dignidad puede perderse, pero la esperanza no.

Dígale a tía Edelma que la astrología china, con los países, tampoco falla.
Estados Unidos es Mono (de Fuego), de 1776. Y el año del Tigre, para el Mono, suele ser letal.
Aunque también para un Tigre insaciable de Metal, como El Furia, el año del Tigre de Metal le resultó -en versito- fatal.

(Jorge Asís Digital)