jueves, 17 de marzo de 2011

Mario y las mujeres








Por Javier Rioyo



Amores eternos, primeros amores.

Su mujer más duradera, también la más constante, esquiva, temida, siempre amada con pasión es la literatura. El gran amor de su vida. Su orgía más duradera. Amante a la que siempre regresa. Un matrimonio que nunca se romperá. Una relación que ha conocido crisis, infidelidades, relaciones adúlteras, tentaciones de fugas y celos. Una pareja de hecho unida por una verdad que se construye con los materiales de las mentiras. Mario Vargas Llosa o la pasión por la escritura. Lo que nunca muere Y a su lado, el otro Mario, el hombre que ama a las mujeres. A unas cuántas mujeres reales. A otras verdaderas que nunca conoció, que amó desde la sinceridad de la ficción
El niño Mario nació en Arequipa entre mimos y caricias de mujeres. El padre no apareció hasta que estaba a punto de ser adolescente y siempre tuvieron una relación difícil, distante, con más desconfianzas que ternuras. El mundo de Mario, el feliz mundo en Piura, con su madre, las mujeres de la familia y los abuelos se rompió con la llegada del padre. Cambios de casa, de prostibulario barrio limeño a nuevos barrios y escapadas para ver a las chicas de Miraflores. El barrio de sus tíos, el de sus primeros bailes, sus primeros amores, sus pequeñas travesuras con una niña buena llamada Elena. Un mundo que se rompe cuando ingresa en el Colegio Militar Leoncio Prado. El cadete, a su pesar, creció como otro que ya no era el adolescente enamorado. Como un joven con la necesidad de buscar amores furtivos para ser uno más en aquél mundo macho. El mundo de "La ciudad y los perros", un espacio brutal, castrense y falsamente viril.

Amores burdelescos

Entonces conoció el sexo. Primera experiencia con una prostituta brasileira del barrio de La Victoria. Después se hizo cliente asiduo de una joven "polilla"- prostituta limeña- a la que llamó Pies Dorados y a la que conocemos con su desenfado, su atracción y su vulgaridad por aparecer en "La ciudad y los perros". Míseras y duras casas de lenocinio que, sin embargo, hicieron más felices los sábados de su despedida de la adolescencia, el final de su infancia. Burdeles que eran un rito de paso, espacios que cumplían un papel social. Cuando el joven Mario consigue dejar el Colegio Militar encuentra refugio en Piura, en casa de su tío Lucho Llosa y la tía Olga- la casa dónde conoció a las dos mujeres con las que se casa, "tía" Julia, hermana de Olga y la prima Patricia, la hija pequeña de la familia- se sintió otra vez libre, feliz entre mujeres, cerca de hombres amantes de la lectura y con pasión por las aventuras. Ni así puede olvidar aquellas primeras excursiones por el mundo encanallado, marginal e injusto de la vida golfa. Experiencias de vida que alimentarán al escritor del futuro. Mario en aquél entonces era un estudiante que escribía versos, cuentos, obras teatrales y leía con fascinación compartida el verso de Santos Chocano: "Quiero vivir torrente..."
Siguió visitando burdeles. Conoció "la casa verde". Un socializado lugar de encuentro, menos sórdido y más alegre que los prostíbulos limeños. Con sinceridad, y un punto de nostalgia, dejó escrito: "Mi generación vivió el canto del cisne del burdel, enterró esa institución que iría extinguiéndose a medida que las costumbres sexuales se distendían, se descubría la píldora, pasaba a ser obsoleto el mito de la virginidad...El burdel era el templo de aquella clandestina religión, donde uno iba a oficiar un rito excitante y arriesgado, a vivir, por unas pocas horas, una vida aparte...Tal sea bueno que el sexo haya pasado a ser algo natural para el común de los mortales: Para mi nunca lo fue, no lo es. Ver a una mujer desnuda en una cama ha sido siempre la más inquietante y turbadora de las experiencias, algo que jamás hubiera tenido para mí ese carácter trascendental, merecedor de tanto respeto trémulo y tanta feliz expectativa, si el sexo no hubiera estado en mi infancia y juventud, cercado por tabúes, prohibiciones y prejuicios, si para hacer el amor con una mujer no hubiera tenido entonces tantos escollos que salvar"
Enamoradizo, soñador, lector, con alma de bohemio, visitador de cuchitriles, trasnochador y amante del amor "mercenario". Enamorado en secreto de una joven prostituta. Sus primeras mujeres no platónicas: las prostitutas. Como Buñuel, Faulkner o Sartre, Cela, García Márquez o Benet. Como... mejor no seguir la lista. Hasta la generación de Vargas Llosa, y en España un poco después, las primeras relaciones sexuales fueron con amores prostibularios. No todo fueron burdeles ni travesuras con niñas malas, antes de su volcánico primer matrimonio, conoció un amor sin pagar. Pasajero primer amor de juventud. El primer gran amor estaba a punto de llegar y sin salir de la casa familiar.

La tía Julia y el furtivo matrimonio

Se llamaba Julia Urquidi, era la hermana menor de su tía Olga. Era "la tía Julia". El era un joven escribidor de diecinueve años, doce menos que la hermosa tía, la divorciada de voz ronca y risa fuerte, la hermosa mujer madura a la que recordaba desde los años de Cochabamba. El era un niño que espiaba a los mayores en compañía de sus primas, un niño curioso que nunca olvidó a esa mujer alta, amiga de su madre, hermana de su tía, que bailaba muy animada en una fiesta familiar. Al reencontrarla le cautivó, aunque al principio se burlara de su juventud. Ella estaba recién enviudada, decepcionada de todos los que se acercaban sin demasiados romanticismos a una mujer con "experiencias". El era un joven que deseaba parecer mayor, que deseaba sacar a pasear a su "tía Julia", llevarla al cine, espantar a los moscones que perseguían a la hermosa dama y hasta que una tarde, en uno de aquellos bailes se atrevió a besar a su tía. Se enamoraron. Pero aquellos clandestinos amores, crecidos con besos en los cines de barrio, con escondidos abrazos en cafetines, paseos nocturnos por parques desiertos, por malecones o barrios lejanos, eran una locura. Julia le hizo notar lo descabellado: diferencia de edad, la familia, el futuro de un joven con trabajo precario, sus estudios, todo hacía imposible, impensable, un amor cómo aquél.
No lo veía así "el sartrecillo valiente", como le llamaban sus amigos por su arrojo y su pasión por Sartre. Insistió en de que deberían casarse, fugarse, volver con los hechos consumados, ponerse el mundo por montera porque el futuro era de los valientes. Y de los enamorados. Con la ayuda de un amigo planearon casarse con el alcalde de Chincha que era amigo. Cuando descubrieron que era menor de edad los planes se dieron al traste. No se arredraron, falsificaron su edad en dos años para evitar pedir el permiso familiar. Consiguieron un pueblo, Grocio Prado, de alcalde comprensivo y en compañía de un testigo, un cacharrero de la zona que llevó botellas de chicha para celebrar, se confirmó el matrimonio. Ya eran marido y mujer. Ahora había que volver a la realidad. La familia estaba entre sorprendida y disgustada el padre había amenazado con una pistola al tío Lucho, dispuesto a todo para anular aquél matrimonio: denunciar la falsificación del documento o acusar a Julia de "corruptora de menores". La recién casada se tuvo que ir un tiempo del entorno familiar. Pero Mario nunca consentiría dejar a su mujer, a su enamorada. El padre tuvo que transigir, se dieron un abrazo, y el recién casado prometió seguir con sus estudios y tía Julia. Matrimonio feliz durante unos años.
Vestido como un galán con bigote, más serio de lo que le correspondía, ya no quería ser "varguitas" para nadie. Trabajaba, estudiaba, escribía, sacaba tiempo para la lectura, para el amor como el más maduro y entregado de los recién casados. Los trabajos, los días, los sueños del "escribidor", el soñador con París, el enamorado y las ayudas de su mujer, toda esa historia de amor, que años después se cuenta en una de las más felices novelas del Premio Nobel: "La tía Julia y el escribidor". El autor es más que un discreto exhibicionista, y realiza un completo strip-tease invertido, pero muy real, de unos años que fueron mucho más que una pasión juvenil.
Vargas, el pasional y joven recién casado, había decidido que su vida sería la escritura. Julia le apoyaba y hacía de mecanógrafa. Llegó el iniciático viaje a París que por razones de presupuesto haría sin su enamorada. Nunca conoció a Sartre, pero pasó una tarde con Camus. Entre paseos, lecturas y cafés llegaron las primeras dudas matrimoniales. Ese viaje a ninguna parte que va de la pasión a la rutina familiar. Iniciales fisuras en forma de alguna dulce francesa llamada Geneviéve. Ternura pasajera de la que se despide una tarde, seguramente un jueves con aguacero, como mandan los ritos poéticos.
Después llegó Madrid en forma de beca. El adocenamiento universitario, el frío del franquismo, el descubrimiento de Tirante el Blanco, el caballero guerrero que quiso morir recordado por haber amado mucho, Baroja, las tascas, las novelas de Galdós y el bar frente al Retiro, "El jute", dónde comenzó a escribir "La ciudad y los perros". Y la pasión sin fisuras por ser escritor y para ello, así lo creían, así lo querían los seguidores de Hemingway, había que volver a Paris. Adiós Madrid. Adiós Perú. O por lo menos hasta luego. Volverá a Perú. Volverá a París.

El escritor y la prima Patricia

París no fue una fiesta. Tampoco un funeral. Fue trabajo, escritura, premios, confirmación de escritor, hechizo y rechazo. Y en París apareció la prima Patricia. La hija pequeña del tío Lucho, sobrina de la tía Julia, la niña rebelde que cuando pequeña lanzaba vasos de agua fría sobre su primo. Aquella que algunas veces dormía en su cuarto y que había que callar comprándola chocolates. Patricia, "el pequeño demonio de siete años disimulado en una carita de nariz respingada, ojos fulminantes y cabellos crespos". La niña mala, era ahora una adolescente divertida, atrevida y un punto coqueta. Y el primo Mario, un casado en crisis, un escritor emergente, se vuelve a enamorar por dónde solía. Cerca de casa, en familia. Lo notan sus amigos. Lo sospecha la tía Julia. Lo sabe Patricia que conoció los celos del primo Mario cuando una noche parisina la joven fumó y bailó con Julio Ramón Ribeyro, el limeño seductor y apátrida.
Mario estaba celoso y enamorado. Y Patricia dijo sí. Y mando parar. Se terminaron las fugas y el bigote. Los primos, tan parecidos en lo físico y en lo químico, se casan para segundo escándalo y sorpresa de la familia Vargas. De la familia Llosa. Ahora no hay fugas, hay imposición familiar. Hay iglesia en Lima, permiso e intervención directa del Arzobispo. El agnóstico Mario se casa con la joven prima Patricia. Hoy han pasado cuarenta y cinco años, tres hijos, unos cuantos nietos, muchos libros, varias ciudades, necesidades, nuevos amigos, viejos amigos, peleas a puñetazos, celos, premios, derrotas, tranquilidad familiar, orgía de la imaginación. Han pasado muchas cosas. Otras mujeres, quiero decir una mujer, una amiga: Carmen Balcells. La mama grande. La que nunca falta. La que llegó a su vida desde aquella Barcelona de la gauche divine hasta estos días de Premio Nobel. Carmen trabajaba con el editor, poeta, el diablo bebedor y lúcido amigo Carlos Barral, al que le gustaba decir: "Al cadete solo le interesan las mujeres de la familia".
Es verdad. Primero una. Después otra, y no más. Las otras- Balcells y su hija Morgana aparte- son literatura, visitadoras, feministas, actrices, niñas malas o épicas seductoras que vienen del recuerdo de burdeles de antaño, de paraísos en otra esquina.

( Publicado en "Dominical", 5/12/10)



La invención del mundo











por Alan Pauls


Si uno llama por teléfono a lo de Martín Caparrós pueden pasar dos cosas. Una, que atienda él, Caparrós mismo, y que con su mejor voz de llamado en espera -una pizca de incomodidad, otra de insolencia- proponga volver a hablar un rato más tarde, cuando haya terminado “con el otro”. Dos, que en ausencia de Caparrós, verosímilmente atareado por alguna minucia en Ceilán, Bali, Goa o cualquiera de los destinos que cada tanto lo distraen de hablar por teléfono, de escuchar ballenatos, de escribir libros monumentales, la que atienda sea su propia voz grabada en el contestador automático. Es una voz radiofónica: grave, como ensimismada en su propia notoriedad, la misma voz de niño corpulento y malcriado que Caparrós lanzó al aire por primera vez en la primavera de Alfonsín, cuando inventó y condujo con Jorge Dorio el hit radial “Sueños de una noche de Belgrano”. En ese caso, la voz corrobora que uno ha marcado el número correcto y después, con alguna arrogante resignación, declara: “Es lo que hay”.
Viniendo de Caparrós, que viene de reconstruir en tres tomos de ochocientas páginas el minucioso tejido insurreccional de la década del 70, la frase suena un poco insultante. Algo entre la falsa falsa modestia y el tupé del que cuenta plata adelante de los pobres. “Léeme o déjame”, parece decir por lo bajo, y agregar, luego, con una sombra de desafío, un poco a la Viñas : “No me arrepiento de nada, no pienso cambiar nada y -lo que es más importante- estoy acá para sostener con mi cuerpo una y todas las páginas que circulan con mi firma”. Lejos de los fragilismos que vienen tiñendo los últimos estilos de vida literarios, Caparrós sostiene. Le gustan las paradojas, como a todo el mundo, pero las usa menos para evaporarse que para “cortar” una asertividad que de otro modo podría confundirse con el mero énfasis, el afán discutidor, la sentencia. Caparrós es ágil (a pesar de su metro 86), a menudo autoirónico (a pesar de la gravedad de sus bigotes), perfectamente capaz de bordear sus propias posiciones (a pesar de su vocación “centrada”), pero detrás de todas esas fintas hay algo que resiste, idéntico y encarnizado: la ambición de respaldar las palabras. (A lo largo de quince años, de No velas a tus muertos -su primera novela- a La noche anterior, de Larga distancia a La voluntad, las ficciones y la prosa periodística de Caparrós ahondan una y otra vez una misma constelación de enigmas: ¿qué autoridad tienen las palabras?, ¿cuándo dejan de describir para volverse fundacionales?, ¿qué extraña clase de autoridad, a la vez irrisoria y soberana, crean las palabras?)
Verdad y ficción. El año pasado fue para Caparrós el año de La voluntad, extraño ejercicio de arqueología existencial en el que el periodista-historiador documentalista detectaba, limitándose a presentarlas, sincronías y desajustes entre las dos “bandas” que compusieron la década del 70: una banda sonora (consignas, gritos de guerra, nombres falsos, proclamas: el “discurso político”) y una banda “vital” (una especie de manera política de existir, hecha de palabras pero también de gestos, gustos, gastos...). Este año, envalentonado por la voluptuosidad finisecular, Caparrós, después de casi ocho años de no publicar ficción, hace su rentrée con La historia, una novela en cuyas casi mil páginas no hay una sola frase verdadera y ninguna falsa. Un libro-monumento, como La voluntad, sólo que arraigado no en la historia sino en la imaginación de un escritor que tenía miedo de ser apenas un amanuense voluntarioso de historias que “siempre se le ocurrían a otros”.
Como suele sucederle a Caparrós, el origen de La historia, ahora, a trece años de que empezara a pensarla, tiende a confundirse con una remota boutade, uno de esos chispazos que están a mitad de camino entre una idea y su propia parodia: “Me habían invitado a una mesa redonda en la Feria del Libro. El tema -una pregunta que alguien había escuchado y anotado mal, seguramente- era: ‘¿Qué libro le hubiera gustado leer?’ (‘...y no pudo porque se cortó la luz’, tenía uno la tentación de completar). Sonaba un poco absurdo, pero de todos modos me hizo pensar. Y se me ocurrió que un buen impedimento para leer un libro era que el libro no existiera, que no lo hubieran escrito. Entonces pensé en el libro que Borges inventa en el relato ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’. Borges lo postula pero -histéricamente- no lo escribe: lo sustrae. Bueno, yo caí en la trampa: fui y lo escribí. Frente a la astucia de la histérica, yo caí en la ñoñería del ama de casa. O de la buena esposa”.
Una boutade es instantánea. Pero cuando dura mil páginas puede engendrar algo tan desconcertante como la novela que Borges nunca escribió, un libro dotado de todo lo que Borges recelaba en el género “novela”: un verdadero monstruo de ambición y de voluntad literarias, enemigo de la omisión, de las medias tintas, de toda forma de precaución. La relación con “Tlön” no es el único borgismo que se filtra en La historia; Caparrós, licenciado en Historia en la Sorbona , eligió para encabezarla la misma frase de Cervantes que Borges le hace reescribir al testarudo Pierre Menard: “La verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir...”. Ese epígrafe funciona como una suerte de umbral programático: atravesarlo es saber que la verdad, la historia y la ficción, entrelazadas y burladas a la manera borgeana de “Pierre Menard, autor del Quijote”, son los tres pilares de La historia, y también que si hay algo que para Caparrós merezca el nombre de “Sagradas Escrituras”, eso es el Quijote: “Hace 15, 16 años, en un artículo que publiqué en el Diario 16 de España, yo sostenía que de las novelas de caballería habían salido las dos grandes ramas de la literatura latinoamericana. Una era su parodia voluntaria (el Quijote, la Novela , digamos); la otra, su parodia involuntaria (las crónicas de Indias), donde los conquistadores trataban de ver aquí lo que se habían imaginado escuchando las historias de las Amazonas o de Amadís. Esos dos habían sido durante siglos los cursos de las letras latinoamericanas, y de alguna manera los dos terminaron reuniéndose en el realismo mágico. Sobre todo en Cien años de soledad, que había pasado a ser como un nuevo libro de caballería. Y lo que yo me preguntaba era: ¿cuándo le va a llegar su Quijote? En ese texto del ‘83, seguramente muy mal escrito, ya estaba el programa de La historia”.
Yo persigo una forma. Pero el epígrafe, de golpe, también sirve para recordar que a Caparrós se le debe la biografía apócrifa de un argentino llamado Balvastro, un celebrado capítulo de televisión fraudulenta que tramó en 1988 para el ciclo “El Monitor Argentino”. Aunque La historia retoma con énfasis ese vicio malversador, esta vez Caparrós, que ha crecido, ya no se limita a fraguar una vida. Fragua una civilización entera, a la que bautiza Calchaqui, y la provee de idiomas, de costumbres, de regímenes políticos, de excentricidades, de armas, de idiosincrasias gastronómicas, de mitos, de literaturas, de caprichos sexuales, de sadismos, de soberanos, de revoluciones, de las epopeyas, los patetismos cotidianos y la duración que toda civilización necesita para capturar la atención de la miopía historiográfica. La historia es el despliegue de esa invención a la vez proporcional y desmesurada -la primera que Caparrós, después de años de “moldear y modelar materiales ajenos”, reconoce como propia-, y también es una cabalgata exhaustiva, abrumadora, por todos los géneros, las disciplinas y los saberes con que los mundos falsos de la literatura juegan a pasar por verdaderos.
A lo largo de los trece años que le llevó escribirla, la novela atravesó estados y vicisitudes diversas. Los primeros brotes aparecieron en Valsaín, un pueblito de Segovia en el que Caparrós, que vivía en España, se había refugiado para escribir La noche anterior: historias súbitas, levemente fantásticas, como la de un “joven músico alemán que descubría que con su música podía reproducir espacios clásicos, ya desaparecidos, como el templo de Agrigento”, que empezaban a complotar contra la novela en curso. Después, cuando se pusieron a proliferar, Caparrós pensó una “especie de maquinita capaz de engarzarlas todas. Era la descripción de un personaje por partes. Empezaba por el pelo, y la descripción del pelo daba lugar a muchos relatos; después describía la frente y derivaba en otras historias, y así sucesivamente”. El ardid sobrevivió y figura en la versión definitiva de la novela, pero no resultó como principio de composición. Hasta que un par de años después, durante un tormentoso fin de semana en el Tigre, Caparrós el fóbico descubrió la clave.
“Fue en el ‘87, había ido con una amiga alemana a El Tropezón, donde se mató Lugones. Yo no conocía; me había imaginado un weekend romántico, hedonista... y cuando llegué entendí todo. Una pieza húmeda, una cama de hospital, una bombita colgando del techo. ¡Era tan deprimente! Por otro lado, nunca había pasado 48 horas seguidas con mi amiga, no sabía qué podía pasar, así que me había llevado seis libros para dos días. Apenas llegamos me fui al muelle a leer, solo. Y en un momento me saqué los anteojos y quise meterlos en el bolsillo de la camisa; los lentes resbalaron, cayeron totalmente verticales, atravesaron una hendija muy chiquita del muelle y desaparecieron en el agua. Yo no podía leer sin anteojos. Esto va a ser arduo, me dije. Y, completamente desesperado, me puse a pensar. Y a pensar. Y a pensar. Y ahí se me ocurrió la idea de un manual, una especie de descripción antropológica de una civilización antigua. Después la forma ‘manual’ se deshizo y sólo sobrevivió en las notas. Pero la premisa de la civilización ordenó todo”.
Todo lo que La historia revela sobre Calchaqui, en rigor, nos llega por dos vías: una, un manuscrito del siglo XVII, náufrago de innumerables traducciones, donde un hombre llamado Oscar, a punto de convertirse en el vigesimoprimer soberano de Calchaqui, distrae las horas de agonía de su padre, el soberano actual, pensando cómo resolver el problema en el que descansa la clave del poder calchaqui: el sistema de regulación temporal; la segunda, más contemporánea, es el obsesivo aparato crítico con el que un historiador argentino, después de exhumarlo en una biblioteca, glosa el texto de Oscar, lo escanea casi frase por frase y reconstruye el mundo calchaqui con la mirada estrábica de las Humanidades en versión años 60 y 70. “En el ‘88 ya tenía miles de notas, carpetas por áreas. La carpeta ‘ritos mortuorios’. La carpeta ‘juegos’. La de ‘sexualidad’.
‘Comidas’. ‘Costumbres’. Pero fue un año caótico: ‘El Monitor’ en TV, la revista Babel... así que en diciembre me fui a París con la idea de escribir uno o dos meses. Estuve diez días bastante perdido. Flop absoluto. El 25 de diciembre, mi primo Sebastián y su mujer me invitan a una casa de la familia de ella en la Loire , una de esas lindas casas burguesas de principios del XIX que los franceses abusivamente llaman châteaux. Fui. Rica comida, boludeos, una buena biblioteca. Me acuerdo de los tomitos de la obra completa de Buffon, un artículo sobre jirafas, detalladísimo, que sin embargo se olvidaba de mencionar el largo del cuello. Y estaba en eso, todo muy plácido, la chimenea prendida, cuando me vino la idea de encontrar el relato de esa civilización en una biblioteca. Ahí, sentado, empecé a escribir a mano la escena: un historiador argentino encuentra un manuscrito en un libro de la biblioteca del castillo de una señora que es un poco mayor que él, en la Loire. Tuve la impresión de haber encontrado el disparador que me permitiría contar toda esa porquería”.
Caparrós no ha marcado diferencias de jerarquía entre el cuerpo principal de la novela (la declaración de Oscar) y las notas (la lectura del historiador); ambos ocupan un espacio similar y admiten toda clase de órdenes de lectura, como si fueran dimensiones autónomas: “Lo primero que el lector encuentra es el epígrafe de Cervantes, y es ahí donde tendrá que decidir si lee primero el relato de Oscar, que empieza con la frase ‘Ya no hay más muertes bellas’, o si lee el cuerpo de las notas. Yo resolví abstenerme. Me pasé años pensando qué prefería y nunca pude decidirme”. Novela exótica, menos anacrónica que extemporánea, La historia practica una vanidad hiperrealista que parece protegerla de cualquier efecto alegórico, y al mismo tiempo la arraiga en una Argentina mucho menos remota que el siglo XVI, época en la que la civilización calchaqui -supuestamente- habría florecido... ¡en el noreste nacional! No es casual que el historiador descifre el texto de Oscar a lo largo de los años de fuego argentinos (fines de los 60, la década del 70, el mismo período que Caparrós restituye en La voluntad), que muera en 1976 y que sus comentarios estén teñidos de efusiones militantes. “Sí, el anotador es marxista, y un poco rígido: lo que escribe, sus referencias teóricas, son muy de la época, y el chiste macabro es que supone que el manuscrito que encuentra es un texto fundacional de la Nación. En ese sentido, en La historia, la disciplina histórica es una tomadura de pelo: el trabajo del historiador no tiene objeto, o su objeto, más bien, es una mera invención del historiador. Y, como corresponde a todo libro de historia, se equivoca de cabo a rabo en sus conclusiones. Aunque es cierto que su error tiene cierta grandeza. Lo mismo pienso, a veces, del libro: que es un error ‘con altura’”.
Cara y ceca. Contra lo que se podría pensar a primera vista, es obvio que el Caparrós de La historia (fanático de la invención, incrédulo sofisticado, partidario de la incertidumbre) y el de La voluntad (escritor de base, documentalista reivindicativo, espíritu de intervención) no son dos sino uno, uno solo y el mismo, y que ambos libros están unidos por afinidades más profundas que una mera vocación elefantiásica. Afinidades, o enemigos comunes: el small is beautiful, el imperio de las ficciones tímidas, la hegemonía de lo fragmentario, el retroceso de la intencionalidad. Y sobre todo dos divulgadas extinciones: el fin de los grandes relatos y el fin de la historia. Así es el mapa según Caparrós, y en ese paisaje (que involucra a la vez su relación con la literatura y con el “compromiso” político) ambos libros funcionan articulados, como dos caras de un mismo proyecto. “La relación es fuerte incluso temáticamente. Uno de los dos o tres motores de La historia es una especie de revolución ‘leninista’, a la manera de las La voluntad describe en plano realista. La gente de Calchaqui empieza a juntarse alrededor de una reivindicación: la conquista de la vida después de la muerte, la ‘vida larga’. Y se junta según un modelo de células, de agitación y propaganda: el modelo del partido leninista. La misma idea de tener el poder de modificar las formas del tiempo, que en la novela es central, es una idea clave de cualquier proyecto revolucionario. En los últimos siglos, de hecho, el único cambio serio en las formas temporales se dio cuando la Revolución Francesa dio vuelta y rearmó el tiempo a partir de un año cero: algo había empezado de nuevo, algo que no podía funcionar con el tiempo antiguo”.
Nadie conquista la historia sin voluntad, ironiza Caparrós, explotando la inesperada ventaja de marketing que poseen sus libros: cada vez que alguien dice “la historia” o “la voluntad” está hablando de ellos. La ironía, sin embargo, es literal. La historia, de hecho, le debe su existencia pública al éxito de La voluntad. Dos años atrás, Caparrós tenía un par de editores interesados en La voluntad y a todos espantados por el tamaño de La historia. Pensó entonces en armar una producción muy artesanal, con una suscripción para cien o doscientas personas, un poco a la manera de Laiseca con Los sorias. Pero vendió La voluntad a la editorial Norma, “y cuando se vio que el libro prometía pude hacer una especie de pacto fáustico con mi editor, Fernando Fagnani: si le iba bien con La voluntad, se comprometía a publicar La historia. La voluntad funcionó bien y Fagnani, con gran caballerosidad, reconoció el acuerdo y publicó La historia”.
Ahora, con el libro recién distribuido (“Llegó a las librerías el 6 de abril, otro aniversario de la muerte de mi padre. Un detalle que no es menor para una novela que sólo trata de genealogías y herencias”), Caparrós parece a la vez perplejo y satisfecho como un niño que (casi) se salió con la suya. Hizo todo lo que quiso: inventó una lengua (la lengua de Oscar: “un castellano de ninguna parte, con una dosis de lejanía muy fuerte, totalmente extrañado”), multiplicó guiños y trampas (“es un picnic para la Academia , pero yo sueño con lectores que se diviertan”), hizo sus proverbiales malabarismos de erudito (“me encanta Diderot, pero no por la enciclopedia sino por sus novelas), escribió sonetos a la manera de Góngora y de Quevedo y teatro a la de Lope de Vega. Y hasta manipuló el contexto en que ahora aparece la novela. “Siempre quise que saliera en 1999. Si hubiera salido el año pasado habría falseado el colofón. La edición es de 999 ejemplares, y yo quería incluso que tuviera 999 páginas. Como daba 943, le propuse a Fagnani que nos salteáramos la numeración en algún lado para ganar esas 56 páginas de diferencia. Lástima: no salió”. En cuanto a los efectos que La historia pueda producir, Caparrós confiesa haber “suspendido el juicio” y enarbola, a modo de escudo, la dimensión artesanal del libro: “Con cierto tino, o cobardía, hice todo lo posible para que la edición fuera limitada. Todos los ejemplares están numerados a mano, lo que limita mucho las expectativas. Que se venda o no es igual. Lo que siempre quise es que fuera un libro muy bien hecho: hecho a mano, con ilustraciones (que también se pegaron a mano), tapa dura, cintita para marcar la página, un retrato al óleo en vez de foto en la solapa. Quería un libro bien hecho para que algunos amigos lo tengan y lo lean cuando quieran. Lo que suena totalmente contradictorio con los trece años que me pasé laburando en esto, y con el hecho de que es el proyecto que más me importó en mi vida”. A contrapelo del mercado, La historia, sin embargo, es cualquier cosa menos un libro que desea pasar inadvertido. Es arrogante y lujoso como un objet d’art, aristocrático como una pieza de colección, ambicioso y progresista como sólo lo fueron, alguna vez, ciertas “grandes novelas” latinoamericanas como Terra Nostra (sólo que “cortado” por el humor y el escepticismo borgeanos). Cuando Carlos Fuentes presente La historia en la Feria del Libro, el círculo se habrá cerrado. Caparrós no dice ni sí ni no. Recuerda: “Hace unos ocho años, en Madrid, en un coloquio sobre Carlos Fuentes, los organizadores me tomaron de sorpresa y me dijeron que, además de leer mi ponencia, tenía que hablar en la mesa redonda de clausura, el último día. Una especie de memoria y balance. Estaban Julio Ortega, Bryce Etchenique, creo que Juan Goytisolo... Yo venía a ser como el jovencito. No sabía qué decir. Y me acuerdo que, realmente sin pensarlo, sólo porque me tocó empezar a hablar, me puse a reprocharles que con la ambición que habían desplegado en los años 60 nos habían quitado a nosotros la posibilidad de ser ambiciosos. Nos habían condenado a practicar... ‘formitas’. Y tampoco podíamos inventar mundos porque ya lo habían hecho ellos, nuestros mayores; a lo sumo podíamos pagar nuestro tributo de menores y trabajar contra eso. En ese momento La historia estaba en plena ebullición, así que supongo que lo que estaba diciéndoles era: ‘Sí, yo quiero ser tan ambicioso como ustedes’ ”.

de Radar, mayo de 1999. © 1999 Página/12