viernes, 9 de noviembre de 2012

PLAZAS THARIR DE LA ARGENTINA



El cristinismo perdió el control de la calle.




escribe Osiris Alonso D Amomio
Consultora Oximoron, especial
 para JorgeAsísDigital




La Plaza de Mayo, La Plaza del Obelisco, alrededores de la Quinta de OIlivos. Como las plazas centrales de Córdoba, Rosario, Mendoza.
Nada tienen que envidiarle al significado político de la Plaza Tharir. De El Cairo, Egipto.

La aglomeración egipcia, basada también en las redes sociales, bastó para demoler la fortaleza temible del presidente Hosni Moubarak. Y transferir el poder para el fundamentalismo. La única fuerza que mantenía la capacidad de organizarse.
En cambio, las sucesivas aglomeraciones de las Plazas Tharir de la Argentina, a partir de las mismas redes, brotaron el 8-N para brindar -como primera constatación- una contención popular. Hacia los desmanes fundamentalistas del cristinismo (única fuerza, a pesar de todo, organizada).

Oponer la expresiva simpleza del freno. Para atenuar las desaforadas arbitrariedades que complementan, hasta aquí, la mala praxis del segundo mandato de Nuestra César.
Con apetencias, para colmo, de violatoria continuidad. Jactancia traducida como reelección.
Un espejismo (la relección) que el 8-N envió, definitivamente, a la lona.

La primera lección, de nuestras Plazas Tharir marca la imposibilidad absoluta de la reelección.
En adelante, y si no se desespera en la patología de la euforia (o la simultanea depresión), Nuestra César tiene tres años para intentar congraciarse con la “sociedad harta que espera” cliquear. Y que le paga, por si no bastara, los impuestos, por servicios cada vez más desastrosos.

Cabe la posibilidad, también, que Nuestra César ignore la lección de las Plazas Tharir. Y prosiga, frontalmente, con el arrebato de “ir por todo”.
La aguarda, en todo caso, el abismo que siempre atrae. El abismo que, después de todo, cautiva.

Pero como se trata –para Consultora Oximoron- de una buena muchacha de barrio, mal intelectualizada, con una cultura de contratapas pero lo suficientemente inteligente y astuta, Nuestra César puede constatar que las diversas Plazas Tharir de la Argentina no contienen el objetivo marginal de desalojarla. Como al pobre Moubarak.
Lo que la sociedad le pide, en efecto, es más solución y menos relato efectista. Reglas del juego claras.
¿Es posible aún recuperar la credibilidad destruida?.
Debe constatar que no se trata de ninguna Marcha del Odio. Al contrario.
Es el desfile –para Oximoron- de la gente que necesita creer. En algo.
En la petulancia, ligeramente degradada, de ser argentino. 



Perder la calle

La segunda constatación es políticamente escenográfica.
Indica que el kirchner-cristinismo perdió el manejo exclusivo de la calle.
Un precepto -el control de la calle- que desde 2003 preocupó, ostensiblemente, a Néstor Kirchner, El Furia. El constructor artesano del poder que, implacablemente, se diluye. Y que Nuestra César, encuadrada en una cadena de equivocaciones seriales, se dedica inescrupulosamente a dilapidar.

La obsesiva pasión de Kirchner, por mantener controlada la calle, lo llevó oportunamente a forzarse para captar al aglutinador inicial. El convincente Juan Carlos Blumberg, que había convocado a centenas de miles de conmovidos por la carencia de seguridad.
Causa básica -la falta de seguridad- que en definitiva se mantiene. Y a la que el cristinismo, en su banda, en su desorientación, no le presta tratamiento. Ni siquiera figura entre las tensiones del relato. Aunque la designación de Berni parece desmentirlo.

Consciente que los gobiernos modernos sólo podían ser desalojados desde “la calle”, y ya no desde los cuarteles, Kirchner invirtió gran parte del presupuesto en aceitar a las llamadas “organizaciones sociales”. Las encargadas de hegemonizar el espacio público, que claramente debían estar de su lado. En desmedro del fastidio de las capas que medias, que debían aceptar, padecer los cortes, las interrupciones excesivas.
A esta altura resulta casi irónico evocar la hazaña consagratoria de Luis D Elía. Cuando le bastó con un tortazo televisado, al manifestante pro campo, para defender, en 2008, el emblema de la Plaza que nunca debía ser tomada.


Tercera recuperación

La tercera constatación es penosa. Alude al descreimiento.
A la imposibilidad que Nuestra César interprete los reclamos de la sociedad agobiada. El significado social de la espalda.

Hasta aquí, nos atrevimos a la audacia de interpretar al cristinismo a través de sus recuperaciones.
O sea, a través de las caídas. Las que permitieron las espectaculares recuperaciones. Basadas, sobre todo, en la certeza de saber que, enfrente, no existía ninguna fuerza que tratara, en realidad, de destituirla. Eran amagues para inspirar a los sexagenarios nostálgicos de Carta Abierta.

Ni durante la caída registrada en 2008, con la crisis del campo. Cuando el vicepresidente Julio Cobos emergía como un temible fantasma. Pero sólo se postulaba, entre tanto olímpico desprecio, para la causa perdida de ayudarla.
Cuando las organizaciones rurales, que se mostraban triunfantes, lo que menos pretendían era disputarle el poder. Ansiaban, legítimamente, facturar. Aprovechar la onda internacionalmente favorable hacia una proyección argentina. Delicia histórica que el cristinismo se encarga de desperdiciar.
Al extremo de surgir –el desperdicio- como el peor reproche.
Sin embargo el desperdicio, como idea, se mantuvo ausente, en el rosario de quejas que le presentó la sociedad movilizada. Inspirada, más bien, en agotamientos básicos, obvios. Casi banales. De catálogo. 



Tampoco nadie quiso desalojarla del poder, a Nuestra César, durante la segunda caída espiritual. La del 2009. Con el fracaso aquel de las candidaturas “testimoniales”. Cuando ambos, marido y mujer, parecían estar de nuevo en la lona. Derrotados, gráficamente, por un terceto mediático (Macri, Narváez y Solá). Un trío de ganadores que, en lugar de consolidarse y proyectarse para el 2011, se dedicó frívolamente a encarar el desperdicio entre sí. Hasta facilitarle a los cónyuges, por la tibia intención contestataria, la nueva recuperación.
Con la seguridad de mantener la iniciativa. Ante el deseo, casi tierno, de una sociedad que necesitaba ser gobernada. Y que incluso hasta solidariamente alcanzó a conmoverse durante los fastos del bicentenario. Y a mostrarse, mayoritariamente, de su lado, después de la partida irresponsable de El Furia. El que posibilitó los posteriores réditos, perfectamente manejados, de la viudez.
De aquí, al 54 por ciento de 2011, hubo un paso. Fue un paseo fugaz.
En adelante, se registró el turno del diluvio. De la incapacidad y del fracaso.
La sumatoria de errores, que se iniciaron con la designación de El Descuidista, como compañero de fórmula.
Y con las alucinantes supersticiones que la indujeron a la demencia soberbia del “ir por todo”. A “profundizar el modelo” que no existía, y que la conducía al cadalso. A través de la megalomanía estremecedora e incontenible. Y las falencias fácticas que estrellaban la tontería del relato contra el paredón de la realidad. Con el país puesto, hasta energéticamente, de sombrero.

En noviembre de 2012, consumidos los réditos de la viudez, Nuestra César se encuentra en la tercera lona moral.
Ensimismada en la epopeya innecesaria del 7-D, que la considera sustancial.
Rodeada por un conjunto de fundamentalistas insolventes. Capitalizados, apenas, por la pedantería del poder que se les esfuma. Y rodeada, lo peor, por el virus contagioso de la mala praxis, que le impregna, hasta la totalidad, el gobierno a la deriva.
A criterio del Portal, compartido por Oximoron, es imposible que Nuestra César, sin ideas y con la calle tomada, pueda encarar, con algún optimismo, auspiciosamente, la Tercera Recuperación.
El abismo atrae, como sensación, a los poetas que se creían románticos. Y también, claro, a los desesperados. A los locos.

 Osiris Alonso D Amomio


domingo, 6 de mayo de 2012

Las mujeres más solas del mundo



La infidelidad, la ceguera masculina, el narcisismo, la obsesión por el cuerpo perfecto, el fin del amor. La primera parte del nuevo libro de Jorge Fernández Díaz está dedicada a la ficción y a los personajes femeninos. Luego, el autor de Mamá y Corazones desatados acomete la crónica y los relatos verídicos con técnicas de novela. "Ahora, como Pérez-Reverte, soy parte de la legión de entusiastas de Fernández Díaz. Leí este libro entusiasmado, envidioso y perplejo: es un manifiesto que debe enseñarse en las escuelas y en las universidades, pero no sólo en las del periodismo sino en las de la vida". escribe Juan Cruz Ruiz, de El País de Madrid, prologuista de esta edición.


 de Jorge Fernández Diaz 



Entrevista con Noemí
Después de asesinar impulsivamente a su esposo con un cuchillo de cocina y de verse sorprendida por ese gesto exagerado, Noemí Gutiérrez se duchó, se quitó con una esponja la sangre ajena, se puso un pijama enorme y se sentó frente al cadáver a fumarse un cigarrillo negro. Ya era una flaca arrugada y aficionada a la nicotina: tenía la piel acerada y los dientes amarillentos, pero así y todo su cuerpo no dejaba de transmitir una cierta sensualidad latente y sus ojos azules eran muy bien cotizados en los barrios bajos de San Miguel de Tucumán.
Todavía le quedan algunos de esos encantos treinta y cinco años después en esta sala impersonal de la cárcel de mujeres donde la estoy entrevistando. Fue juzgada y condenada a reclusión perpetua en los tribunales tucumanos y cumplió los primeros años en una prisión de máxima seguridad de su provincia natal. Pero durante un motín mató a una presa que quería incendiar el pabellón y más tarde, en el curso de una feroz represión generalizada, hirió gravemente a un guardiacárcel. Rejuzgada por aquellos espantosos acontecimientos y ante el pedido unánime de tres camaristas fue trasladada a Neuquén Capital, donde no tenía ni tiene enemistades manifiestas dentro de la comunidad carcelaria. En los treinta y tres años siguientes me porté como una dama, me asegura con una sonrisa. Tiene una remera gris de mangas largas y de algodón rústico, un pantalón negro y deportivo, y unas zapatillas rotosas. Fuma Parisiennes. Uno tras otro. Los enciende con un cricket fucsia. No lleva aros ni anillos ni colgantes ni tatuajes a la vista. Su pelo es largo, crespo y blanco. Parece siempre encorvada sobre la mesa, como un árbol que el viento ha ido doblegando. Destacan sus ojeras, sus ojos relampagueantes y un volumen titulado Introducción a la zoología, libro gigantesco, viejo y sucio que duerme en un costado como un perro fiel, a la espera de que su ama lo despierte. Hoy hablaremos de libros pero también de la vida y sus misterios aunque no tocaremos mi tema favorito. No volvamos a mi distinguido esposo, ironiza de entrada. En el archivo del diario hay un sobre con recortes ajados: el marido se jactaba de sus aventuras sexuales. Noemí jamás le recriminaba esas transgresiones; se limitaba a llorar de noche y en silencio. Un día, en un segundo, pasó de la cortesía al homicidio. Ese segundo de fuerza salvaje y atávica fue la primera ficha del dominó de sus desgracias. Lo demás fue una lógica consecuencia de esa jugada inicial. El servicio me había autorizado a visitarla con la única condición de que la crónica no abundara en aquellos trágicos sucesos penitenciarios, puesto que en el expediente quedaron en evidencia las usuales mafias y aberraciones del sistema: entre bueyes no hay cornadas.

De manera que aquí estamos frente a frente, ella pitando y dando golpecitos en la madera con su agónico encendedor, y yo intentando escribir una historia de sábado sin poder preguntar por los crímenes que ha cometido. Fuera de aquellos dos episodios famosos a Noemí Gutiérrez no le pasó prácticamente nada durante estas tres décadas. En el penal tuvieron la precaución de confinarla fuera de los pabellones, en una celda aislada pero confortable que no comparte con nadie. Trabaja dos horas en la panadería y su introspección resulta legendaria: el prestigio de ser una asesina imprevisible la pone a salvo de cualquier abordaje. Se gana su jornal amasando y hace ejercicios a solas, en un rectángulo de sol del patio vacío, cuando la mayoría ya ha sido conducida a sus gallineros. A lo único que me dediqué en esta ponchada de años fue a leer y a fumar, me confiesa.
El prefecto me ha presentado, hace media hora, a la bibliotecaria, una gorda semianalfabeta que regentea una biblioteca de veinticinco mil volúmenes donados en distintas épocas por honestos ciudadanos de la Patagonia. Gente que heredó odiosas colecciones enteras o que se deshace de aquellos objetos inútiles y polvorientos que ocupan tanto espacio. La bibliotecaria es tan despectiva con los libros como lo fueron sus donantes. Guarda desde hace siglos un certificado médico que le impide, por razones cardiopáticas, realizar tareas estresantes en la zona de los barrotes, así es que le han dado a elegir entre la oficina y aquel húmedo depósito de textos que nadie quiere leer. Optó, obviamente, por la labor más liviana e inofensiva. En toda la cárcel de mujeres hay una sola lectora, el resto desdeña por completo esos aburridos artefactos de papel y cartón: no da mucha categoría en las ranchadas ser una rata de biblioteca.
Sin ceder a una amistad, la gorda trabó buena relación con la flaca, que con su voracidad de algún modo justifica aquel destino de burócrata minusválida. La Gutiérrez lee un promedio de un libro por día. Según su fichero ha leído más de doce mil títulos durante esta condena que no tiene fin: Noemí no hace el mínimo trámite excarcelatorio y hasta parece sabotear cualquier posibilidad legal de conmutación de pena. Su conducta es intachable -me acaba de decir el prefecto-. Primero no había juez que se atreviera a poner el gancho, pero ahora es Noemí la que tira para atrás. Es una presa institucionalizada. Tiene miedo a salir. La gorda me explicó que a Noemí le encanta espantar a los psiquiatras que de vez en cuando la evalúan, y también que jamás recibe visitas: no le quedan en la calle familia ni amigos. Es la mujer más sola del mundo. Una mujer dedicada con pasión al cigarrillo y a la lectura que ha renunciado al sexo, los besos, el vino, las flores, los manjares, los paisajes, los perfumes y los milagros de la vida simple. Una erudita, pensé mirando la lista de libros. Tengo insomnio y buena vista -me sorprende ella largando una bocanada de humo-. Hice solamente la primaria y nunca me había interesado por los libros hasta que encontré una Biblia en mi celda. Me sentí impactada, transportada hacia mundos y sensaciones increíbles al leerla. Dejé inmediatamente de creer en Dios cuando llegué a la última página.
Me pregunta si yo soy creyente. Agnóstico, le respondo. Asiente y me interroga: ¿Leíste Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell? Admito que no. Ella vuelve a asentir y se queda callada: no quiere humillarme ni lucirse, aunque tiene una brevísima mueca de desencanto. Estoy seguro de que le hubiera gustado discutir conmigo algunas de aquellas refutaciones. Me interesé mucho por divinidades y profetas, y luego a través de las religiones desemboqué en la historia antigua -sigue mientras se quita una hebra de tabaco de la lengua-. Leía novelas buenas y malas, ensayos, manuales, crónicas. Un asunto me llevaba a otro, y a otro más. La historia antigua me llevó a la moderna, y me sorprendí de cuántas contradicciones había, y cómo el relato dependía de quién escribía cada hecho y con qué intención. La historia parece literatura, ¿no? Me encojo de hombros. Alguna más que otra, agrega como adivinándome la respuesta.
Ahora la observo mejor; trato de imaginarme a aquella lectora impenitente descubriendo el gozo inaudito de esos cuentos verdaderos que los historiadores le narraban. Anoto en mi cuaderno de hojas cuadriculadas su metodología: dos veces por semana se pasa algunas horas en la biblioteca, revisando y separando el material. Acopia siempre un cargamento considerable, lo apila junto a la cama y permanece alrededor de él mañana, tarde y noche. Muchas veces la sorprende el amanecer. A lo largo del día, carga el libro en los brazos si es muy pesado, o simplemente lo lleva en alto y camina una y otra vez, como un tigre enjaulado, los tres metros de la celda de ida y de vuelta. De ida y de vuelta. Hace kilómetros de lectura caminada y se vuelve a acostar. Fuma y fuma, y toma mates. Se ríe, a veces llora, habla mucho en voz alta, en ocasiones grita. Nadie la molesta.
Así que al principio eras una lectora ingenua, le digo para retomar el fondo. Mentira o verdad -recita y tose-. Lo que sucedió y luego cómo lo narraron. La no historia. La historia como novela. Y después directamente la novela, los relatos cortos. Mi vida puede contarse de muchas formas. El expediente dice una cosa, pero yo puedo contarte una muy diferente. No lo dudo, y se lo digo. Y luego la literatura es historia menuda, ¿no? -me azuza: una chica de los barrios bajos de San Miguel de Tucumán, una reclusa abandonada a un rincón oscuro y húmedo del planeta, que de pronto se expresa como una profesora mundana de Oxford o de La Sorbona-. Dejé de creer acríticamente en Dios y en los relatores, y sentí un vacío. Un gran vacío y una gran curiosidad. Y un apetito por conocerlo todo. Lo único que Noemí Gutiérrez podía conocer del mundo era lo que otros habían escrito sobre él, pero a ella eso le bastaba: quería descubrir cada detalle, iluminar su ignorancia parte por parte, quizá sin comprender todavía que a más luz más conciencia de lo vasta que es la oscuridad. Conversamos sobre En busca del tiempo perdido: había leído el ciclo entero de Proust en una semana. Le mencioné La comedia humana. Se apena: Aquí solamente hay cuarenta novelas de Balzac. Tengo entendido que me faltan otras cuarenta y cinco.
Su educación tiene, como la de cualquiera, muchos huecos, y está llena de arbitrariedades y sorpresas. Pero es increíblemente sólida y por momentos apabullante. Me dedico un rato, por pura diversión, al juego de preguntas y respuestas, y ella va respondiendo y lanzando carcajadas ante mi asombro. Cuando le nombro un autor poco conocido o un libro ignoto, simplemente se barre el mentón y declara su derrota. Pero son derrotas menores, sin verdadera importancia. Me corta el juego con una duda: ¿Leíste a Freud? ¡Qué gran novelista! Estudió a Jung y a Lacan, y también varios tratados sobre psicología y psiquiatría. Muchas novelas parecen calcadas unas de las otras -añade, como si se estuviera yendo por las ramas-. Algunas novelas son únicas. Y luego unos ensayos impugnan a otros. Es muy interesante ver a personas inteligentes errar tanto, equivocarse fiero, tener visiones tan opuestas. Está a un paso de la filosofía, y lo da. Hace comentarios agudos sobre los diálogos de Platón y sobre Kant, Descartes, Heidegger, Nietzsche y las verdades relativas: Al principio me parecía que todos tenían razón -se ríe y prende otro cigarrillo-. Y después pensaba que nadie la tenía. Hubo días enteros en que no entendía nada de lo que leía. Y días en que me parecía, por un momento, que comprendía la lógica del cosmos. Te juro. Yo tenía palabras propias, ya no utilizaba lugares comunes. Pero lo que no tenía era con quién usarlas.
Me da la impresión de que le agarra un poco de frío. Se frota las mangas largas de la remera gris sin soltar el Parisienne. Miro sus manos. Le pregunto si alguna vez intentó enseñarle el arte de leer a alguna compañera. Si no sintió nunca la tentación de convertir a una mujer elemental en una mujer culta con quien compartir lecturas. Responde que no. Que a nadie, que nunca. Y cambia de rumbo: regresa a la ética, a la metafísica, también a la política y a la ciencia. A la medicina y a la astronomía. De repente vuelve al comienzo, me clava la vista: No quise perder el tiempo enseñando nada, no quise tener una discípula ni una compañera de celda, no quise volver a enamorarme. Fui egoísta. Quise todos los libros para mí sola, viajar por todas esas galaxias sin que nadie pudiera joderme con sus celos y sus problemas. Vivir en esos planos paralelos, encarnar esos personajes.
Se abre entre nosotros un silencio hondo. Ahora soy yo quien le adivina el pensamiento: no quiere que le tenga lástima. No me lo dice, pero no hace falta. Está pensando que agradece al destino aquel primer segundo fatal, aquella cuchillada que le permitió este aislamiento maravilloso. Es verdad que me encantaría discutir un rato sobre las nuevas teorías de la evolución con un biólogo, o sobre los mecanismos del poder con un buen lector de Foucault -afirma aplastando el pucho-. Pero, mirá, yo sé que fumo demasiado y que es muy probable que me muera de cáncer de laringe o de pulmón. Conozco las estadísticas y sé que no tengo un minuto que perder en boludeces. Voy a seguir unos meses con esto y después me voy a dedicar a releer. Necesito diez años para releer algunos textos fundamentales. Me muestra las dos manos abiertas: diez años nada más. Eso pide. Eso y la soledad. Después se pone a jugar mecánicamente con un mechón blanco mientras sus ojos azules se pierden en esa nueva tarea titánica que para ella es un estado de gracia, una beatitud por la que le entregaría su alma al diablo.
Observo con cuidado sus zapatillas menesterosas y no me resigno a pensar que ha perdido toda su coquetería; ya he dicho que transmite en sus gestos mínimos un erotismo extraño. Parpadeo con la lapicera a pocos centímetros del papel tratando de definir esa coquería con un adjetivo. Escribo "innata", escribo "despreocupada", vuelvo a escribir "latente". Y tacho las tres palabras con desánimo. ¿Te gustan las enciclopedias?, me interrumpe. Alguna vez me gustaron, pero ahora solo cumplen un rol utilitario, le respondo. Niega y prende un nuevo cigarrillo. Son mucho más que eso -agrega, y lanza una voluta larga y retorcida contra la pared. Se peina el pelo para dejar una oreja limpia al aire libre. Tiene orejas pequeñas y rosadas-. Recién al final abandoné la idea de entender, pero no abandoné nunca la posibilidad de jugar. ¿Y te interesan las biografías? Menciono mis predilectas: hay varios escritores y directores de cine entre ellas. También están Napoleón, Marx, Perón y Osama Bin Laden. Noemí me habla un largo rato sobre los grandes hombres y sus defectos más íntimos, y cómo se los ve patalear en la decadencia sin lograr detener el curso de los acontecimientos. Es un salpicado de anécdotas agudas y graciosas, pero una y otra vez van hacia el tema de la muerte. ¿No somos ni una pequeña anécdota? -ahora me toca a mí interrumpirla. Pienso en este instante: a lo mejor no se pueda aprehender el sentido verdadero desde el campo de batalla, con los fervores de la existencia diaria tan encima. Tal vez Noemí es como el remoto preso de Borges y Bioy, que descifraba los enigmas únicamente desde una celda solitaria, como un ejercicio intelectual abstracto. Monjes de todas las eras que se retiran a meditar sobre los grandes significados y los pequeños significantes. Quizá solo se pueda ser sabio y feliz desde afuera del mundo. A lo mejor Noemí tiene la felicidad perfecta. Me da escalofríos esa posibilidad-. ¿Entonces nada tiene sentido?
Se ríe con franqueza; sé que podría responderme con citas, pero elige una vez más sus propias palabras: Todo tiene sentido, pero yo me apagaré y nada importará. Efectivamente. No somos ni una anécdota. ¿Para qué preocuparse tanto? Mamíferos efímeros en un pedazo de piedra perdida en la inmensidad. ¿Qué importancia moral puede tener matar a dos personas o agonizar sin testigos? Mi marido, sus amantes, la presa, el puto guardiacárcel, la gorda de la biblioteca y yo misma somos soldados desconocidos de los Tercios de Flandes. Cinco o seis nombres en una multitud. Carne de cañón de las terceras y cuartas líneas que caemos muertos de inmediato, sin pena ni gloria, en el amanecer de la batalla de Rocroi. Bum, chang, ah, y se acabó todo, amigos. La naturaleza nos pasó por arriba y nos aplastó como insectos. A lo sumo hay insectos célebres con los que hacer biografías. Pero nada más. No jodamos. Sé que todo lo que manifiesta ya fue muchas veces cavilado. Sé que ha quedado por escrito y que ha sido desmentido por laicos y religiosos, pero suena raramente nuevo en esas paredes y con esos ecos. De pronto se abre la puerta única y aparece el tosco prefecto con modales de embajador. Lamentablemente, se terminó el horario y viene el cambio de guardia. Hay que terminar la entrevista. Nos da diez minutos para ir redondeando, pero Noemí declara unilateralmente que ya hemos terminado. Nos levantamos, guardo en la mochila mi cuaderno y ella recoge su manual de zoología. ¿Me puede acompañar?, le pregunta al prefecto. Por supuesto, Noemí. Nos deja caminar solos por patios y corredores, seguidos de cerca por un empleado de uniforme percudido y remendado. Ella me toma inesperadamente del brazo: medimos más o menos lo mismo, caminamos como una pareja de novios por una tarde de jardines. Pero la cárcel no huele a jardín; hiede como un depósito de reses viejas. Una reclusa grita una broma injuriosa en un castellano precario desde una ventana con rejas. Estoy incómodo, se me ocurre salir de ese insulto con una pregunta rápida. Y lo hago con lo primero que se me viene a la mente. ¿Qué pasaría si compulsivamente el Estado decidiera devolverte a las calles? Prende el último cigarrillo negro antes del confinamiento. Sus ojos vagan por el cielo rojizo. Baja de repente la barbilla y me responde: Haría cualquier cosa para evitarlo. Cualquier cosa. El corazón se me acelera. Llevo siempre en el bolsillo una púa -susurra en mi oído como si fuera una broma o una propuesta indecente-. No es técnicamente una faca, es una pequeña púa. Pero muy filosa. Esta tarde te hubiera cortado la garganta con ella. No puedo verme pero sé que estoy pálido. Noemí lanza una carcajada perruna y baja. Tose, se aclara la voz: Es un chiste. Boletearse un periodista me sacaría de este penal y me alejaría de esa biblioteca. Nada más que un chiste. Estamos llegando al límite final, un retén no permite pasar más allá ni entrar en la zona de las jaulas. Nos soltamos para despedirnos de frente. Veo por última vez el fondo de sus ojos azules, las ojeras, la piel acerada. Nos abrazamos con afecto. La sostengo por los antebrazos un segundo más. Pero si te garantizaran que zafás, si te aseguraran que no perderías ningún privilegio, ¿realmente lo harías?, le pregunto. Cuando sonríe al fresco del inminente atardecer le veo mejor las manchas amarillas de sus dientes bellos. Sin la menor duda -me dice-. Tengo que releer muchos libros todavía. Le pregunto si puedo publicar esa confesión. Tenés que hacerlo, me contesta. Es inteligente: esa sola línea, ubicada en una crónica, la retiene hasta el fin de los tiempos en esta cárcel. Pero sé que no me miente. Sé que de verdad me acariciaría la cara y me pegaría un tajo. Y que luego me sostendría la cabeza contra su pecho, como si fuera su hijo querido, y me apuñalaría el torso y el vientre. Lo haría varias veces, de manera rápida y muda. Me dejaría sentado en la silla, prendería un Parisienne con su cricket fucsia y se lo fumaría contemplando ese sanguinolento pedazo de nada que se perdería para siempre en la nada.







El autor
Escritor y periodista, Jorge Fernández Díaz es Secretario de Redacción de La Nacion. Entre otros libros, publicó la novela El dilema de los próceres, Corazones desatados, Mamá (crónica novelada de su madre inmigrante), Fernández (narra las desventuras de su generación), La logia de Cádiz, La segunda vida de las flores, La Hermandad del Honor y Alguien quiere ver muerto a Emilio Malbrán.


miércoles, 11 de abril de 2012

Brasil y Argentina a la hora del mundo

Brasil está lanzado a un protagonismo global. Argentina perdió el tren para ello, pero podría aprender de la consecuencia y coherencia con que el país hermano sostiene sus políticas de Estado por encima de las rencillas personales y partidarias.



Por Enrique Lacolla
Uno de los aspectos que más desazón produce a quien se apasiona por el país y se interesa en los desarrollos de su historia contemporánea, es la ignorancia o la superficialidad de los puntos de vista de gran parte de su dirigencia en materia geopolítica y geoestratégica. Nuestros cancilleres y diplomáticos, y los miembros del Poder Ejecutivo y el Congreso no parecen evaluar la gravitación que estos factores tienen en la conformación de nuestro futuro y prefieren, con una persistencia digna de mejor fin, enredarse en un sinfín de intrigas palaciegas y de conflictos de corto aliento que se prolongan indefinidamente. Las rencillas personales y las ambiciones particulares siempre han formado parte de la gestión de la política, pero debe suponerse que ellas en ningún caso deberían configurarse en la meta del paso por la función pública o de la labor parlamentaria. Algún tipo de principio ordenador debería erigirse por encima del batiburrillo democrático. Un proyecto de desarrollo estructural, bien integrado y concebido a largo plazo, por ejemplo, destinado a definir el perfil de la nación. A pesar de que Argentina ha salido de la situación agónica en que la había dejado la década de los 90, dicho proyecto no termina de configurarse.

Por estos días hemos asistido a un reverdecimiento patriótico en torno del tema Malvinas que suscita toda nuestra adhesión; pero también nuestras dudas en la medida en que, de parte del gobierno, parece henchido de una inflación retórica que desmilitariza de forma absoluta el diferendo y lo reduce a un debate ético y a una justa de valores morales. La política internacional no se juega en esos términos, aunque por supuesto siempre es importante estar del lado del derecho. La ética cuenta poco, sin embargo, en este tipo de asuntos y es importante saber que por muy justas que sean las reivindicaciones argentinas, no pueden ser separadas de un contexto no sólo regional, sino también global, que las condiciona. La caracterización del conflicto de Malvinas como un problema regional que afecta a toda la UNASUR, formulada por el gobierno, es un dato progresivo y de gran valor, pero habría que tener conciencia de que no serán sólo los países hermanos los que han de sacarnos las castañas del fuego, sino que en esa acción conjunta pesará decisiva la tesitura moral y práctica del Estado argentino.

Brasil, al revés de Argentina, discierne con mucho acierto las coordenadas del dilema global y su dirigencia actual tiene una noción muy precisa del lugar que su país ocupa en el mundo y, sobre todo, del que puede llegar a ocupar. Su presidenta Dilma Rousseff dijo el año pasado que “un país que aspira a tener dimensión internacional tiene que tener en sus fuerzas armadas un ejemplo de su capacidad”. Y por estos días se ha anunciado un proceso de renovación de estas, que tiene como ejes su reestructuración, la reactivación de la industria de defensa y la recomposición de los efectivos militares. El plan será presentado al Congreso de Brasilia en las próximas semanas. Entre los datos a tomar en cuenta figuran una casi duplicación de los efectivos y un ambicioso programa de construcción y adquisición de material bélico, en el se destaca la repotenciación de la fuerza aérea y la fabricación de cuatro submarinos de propulsión convencional y otro de propulsión nuclear.

El contraste con Argentina no puede ser más flagrante. No disponemos de información precisa acerca del equipamiento de nuestras fuerzas, pero es voz pública que la Fuerza Aérea se ha convertido en un cementerio de elefantes, que el Ejército está dotado de efectivos y de armamento muy por debajo de sus necesidades eventuales y que la Armada (el arma que quizá se halla en mejores condiciones) se encuentra lejos de disponer de los instrumentos óptimos para cumplir su misión. Que consiste en alejar a los depredadores de la fauna ictícola y en constituirse en un elemento disuasivo suficiente para suscitar alguna inquietud a los británicos en Malvinas, forzándolos a acentuar sus gastos para el mantenimiento de esa fortaleza y a repensar el futuro de sus inversiones energéticas. Hay trascendidos acerca de la conversión del submarino Santa Fé en un sumergible propulsado por un reactor atómico de fabricación nacional, pero hasta ahora nada se sabe respecto a una decisión concreta para instrumentar ese proyecto. Lo mismo cabe decir de la adquisición de aviones Rafale para la Fuerza Aérea.

Más allá de nuestra carencia de información certera en lo que hace a la panoplia argentina, basta sin embargo comparar el nivel de nuestros gastos de defensa con los de los países vecinos para comprender el ahogo en que nuestras fuerzas se debaten. Brasil gasta el 1,6 por ciento de su producto bruto interno (PBI) en sus fuerzas armadas; Chile nada menos que el 3,2 por ciento y Argentina… el 0,9 por ciento.

Los malos consejos del resentimiento

Hay una razón para este desajuste y ella es de carácter tanto político como psicológico: para la generación setentista que ocupa el gobierno, las Fuerzas Armadas –así, en bloque- son poco menos que el demonio, y una de sus principales preocupaciones ha sido la de reducirlas por anemia para aventar cualquier riesgo de golpe de estado que nos retrotraiga a las horribles condiciones de la dictadura. Pero se trata de un cálculo absurdo, equivalente al de “verter al niño con el agua de la bañera” y es hora que esa ecuación se revierta. El país necesita de las fuerzas armadas para defender su soberanía, la opinión está a años luz de volver a tolerar un giro dictatorial en el curso de su historia y a las fuerzas armadas no las integran los mismos hombres que dieron el golpe del 76. Es asimismo más que posible que las FF.AA., como institución, hayan asimilado la experiencia de lo ejecutado en esos años nefastos y el tremendo costo que ello tuvo para el país y para su propio prestigio. La certidumbre en esta materia sería absoluta si el kirchnerismo hubiera dispuesto de una política militar que excediese el tema de la necesaria sanción de la violación de los derechos humanos en tiempo de la dictadura y hubiese acompañado a aquella con una labor educativa de los cuadros, poniendo énfasis en una interpretación revisionista de nuestra historia, o al menos en la compulsa de las versiones antagónicas que se esgrimen en torno de esta.

Es preciso ver a nuestras FF.AA. insertas en un trámite histórico del que han sido también protagonistas, y protagonistas importantes. Esto es, hay que verlas como escindidas dentro de sí mismas, como el país todo, en el cuadro de una discordia por la que han circulado los antagonismos entre porteños y provincianos, entre dependencia y soberanía, entre cipayismo y nacionalismo, entre populismo y elitismo. Son parte de un país que se ha debatido siempre también entre la noción de una patria grande iberoamericana y la del enclave semicolonial dependiente que gobernó nuestro destino durante muchísimo tiempo, impregnando a nuestra cultura a un nivel superficial, pero lo bastante profundo como para complicar o esterilizar la intelección realista de las cosas para varias generaciones de su intelligentsia. Resolver esa dicotomía y objetivar las razones que nos han hecho cometer tantos errores y crímenes, es fundamental para nuestro futuro.

En Brasil, a pesar de que las tendencias que lo han dividido no difieren en lo esencial con las de la Argentina o el resto de los países iberoamericanos, no se percibe igual desajuste. En este sentido es interesante contrastar la actitud de Dilma Rousseff con la de Cristina Fernández. Dilma procede, aun más que Cristina, de los rangos de la protesta setentista de la que surgió la guerrilla de los “años de plomo”. Al revés de Cristina, que se mantuvo dentro del marco de la protesta civil, Dilma participó de forma activa en el movimiento guerrillero y fue arrestada y torturada, debiendo pasar tres años en la cárcel, sin garantías de ningún tipo. Es hija de un abogado búlgaro miembro del Partido Comunista y se casó con uno de los líderes del movimiento guerrillero. Como Cristina, en los hechos evolucionó desde un extremismo juvenil a un pragmatismo que le consintió llegar a la presidencia de la mano de Luiz Inacio “Lula” da Silva. La actitud de ambas respecto del problema de la defensa difiere en forma notable, sin embargo.

Es posible –o más bien seguro- que la caracterización superficial que se da a este problema en nuestro país no deviene sólo de razones personales, sino de un difundido desconcierto o, peor aun, desinterés, que padecen nuestros cuadros políticos a la hora de levantar la cabeza un poco por encima de la pared del gallinero y hacerse una idea acerca de cómo está el mundo. A pesar de todo lo vivido adolecen de una indiferencia notable por ese tipo de cuestiones y parecen creer que los acontecimientos que están redefiniendo el orden mundial nos pasarán al lado, sin tocarnos. Esto es consecuencia, tal vez, de la buena fortuna que nos brindó una situación periférica y el hecho de que por mucho tiempo vivimos en la condición de una semicolonia privilegiada de Gran Bretaña. Esta situación se hizo añicos en 1930, pero, como decía Marx, la tradición de las generaciones muertas aferra y traba la conciencia de las generaciones vivas. La persistencia en la ilusión de que podría lograrse un regreso a esa situación mediocre, pero –para algunos- confortable, ha trabado el desarrollo de una comprensión clara acerca de la naturaleza implacable del mundo que nos rodea y nos ha hecho añorar el regreso a una edad que no fue dorada ni digna, pero en la cual reinaba una tranquilidad durable.

Las amenazas de la hora

Hoy América latina no es tan solo una presa apetecible para el imperialismo, sino un posible referente, por sí misma, del equilibrio mundial. La comprensión que el sistema capitalista desarrollado tiene del nuevo orden a imponer en el planeta, hace caso omiso de las aspiraciones de los países emergentes, ansía controlarlos y ejercer dominio también sobre sus gigantescos recursos naturales, en un mundo donde estos empiezan a escasear como fruto del despilfarro que caracteriza al capitalismo salvaje. Ese control no puede ejercerse ya sólo por medio de la coerción económica sino que desarrolla cada vez más una punta agresiva de carácter militar. Brasil –o al menos su estamento castrense, Itamaraty y la cúpula política del actual gobierno- tiene una aguda percepción de esta realidad y actúa en consecuencia, más allá de las diferencias ideológicas y de las rémoras psicológicas que la historia reciente puede haber dejado entre quienes se ocupan de la gestión de ese inmenso país.

Los brasileños parecen haber sacado las conclusiones que se desprendieron del conflicto de Malvinas con mucha mayor agudeza que nuestros políticos. Ya nos hemos referido en otras oportunidades a ese conflicto, a los mecanismos de su estallido y a la forma en que impactó en la sociedad argentina. No volveremos sobre este tema. Pero sí es importante precisar que lo de Malvinas representó, más allá de cualquier consideración polémica acerca de la Junta que impulsó la empresa y la forma en que la llevó a cabo, el desafío de un país del Sur a un Norte que controla el juego y entiende que no ha de abandonar los mandos de la evolución global. El castigo para esa subversión de las jerarquías fue implacable. Durante décadas Argentina no sólo fue desarmada militar y desarticulada en su aparato productivo, sino denostada, burlada y cubierta de oprobio por los grandes medios de comunicación internacionales. La prensa local se movió en la misma línea y potenció una desmalvinización que está muy lejos de haber sido revertida.

El imperio no se para en chiquitas, pero no actúa movido solo por el escozor de una “insolencia” cometida a su respecto por un país que debería estarle subordinado, sino por un propósito muy certero acerca del control de los mares y de las áreas estratégicas en lo referido al libre acceso a las zonas del planeta aun inexplotadas y que se entiende son ricas en reservas naturales. La Antártida, por ejemplo. Gran Bretaña es una protagonista muy importante de esta proyección, pero lo hace en definitiva sobre todo como punta de lanza de la OTAN, lo que significa que Estados Unidos y la Unión Europea son partes esenciales de la ecuación.

Brasil ha advertido con claridad el sentido profundo de lo acontecido en Malvinas y desde entonces se ha estado preparando para resistir –de la manera más elástica posible- la presión que se cierne en el horizonte. Hasta ahora las áreas de fricción y el terreno privilegiado donde se ha ejercido el intervencionismo imperial posterior a la guerra fría han sido el medio oriente y el Asia central. Pero el turno de América latina puede llegar en cualquier momento, a poco que se agraven las tensiones internacionales, que surjan dificultades insuperables en el cronograma del predominio sobre el medio y el lejano oriente y que Washington decida que es necesario controlar más de cerca su “patio trasero” y se interese más activamente en este.

Sin dejar de lado en absoluto su propósito de mantener las buenas relaciones con el coloso del Norte, el gobierno brasileño toma en cuenta el principio básico de cualquier política exterior; esto es, considerar que, más allá de las buenas intenciones y mejores propósitos de colaboración entre las potencias, hay datos objetivos que concurren a condicionar sus relaciones. La actual situación fragmentada de América latina la hace una presa fácil para la presión geoestratégica del Norte; pero en la medida en que Suramérica se conjunte y evolucione hacia una unidad, esa debilidad dará paso a una fortaleza que el imperio sentirá si no como una amenaza, sí como un obstáculo para sus planes dirigidos a conseguir la hegemonía. Los teóricos del imperialismo estimarían, cínicamente, que esa evolución “restringiría la flexibilidad del sistema democrático al reducir la posibilidad de combinaciones dirigidas a mantener el equilibrio”, como juzga Henry Kissinger a la unificación bismarckiana de Alemania en el siglo XIX. En realidad, en el caso de América latina, lo que restringiría su unidad serían las posibilidades de manipulación de estos países por parte del eje sistémico que nos ha explotado y fragmentado a lo largo de dos siglos.

Custodiar el desarrollo

Suponer que esta tendencia se suprimirá a sí misma, por obra de un milagro moral, es peor que ingenuo, es criminal. No se trata desde luego de desafiar de forma abierta al Imperio, pero sí de no otorgarle ventajas y desarrollar todas las opciones para sostener una línea autónoma de desarrollo, protegida con eficacia de acuerdo a nuestras capacidades. Brasil, que está solicitado por dos tendencias contrapuestas –la de ser el procónsul imperial en el continente o la de capitanear su integración- no parece tener dudas acerca de lo que se ventila en el fondo. En consecuencia, más allá de las posibles evoluciones tácticas, lo que su estado mayor conjunto y su cancillería tienen en cuenta son las asimetrías a nivel global y las tentaciones que presenta Suramérica para las grandes potencias por sus excepcionales reservas de agua, petróleo, minerales y tierra cultivable. El jefe de ese organismo militar, general José Carlos Di Nardi, lo ha explicado con claridad meridiana: “El Amazonas y la Amazonia Azul (1) son áreas de vital importancia estratégica por sus recursos naturales y nos preocupa lo que pueda suceder con ellas en el futuro. Por eso estamos transfiriendo unidades para esas zonas, creando pelotones de frontera, patrullas fluviales y nuevas bases”(2).

Contrastemos esta conciencia y esas políticas con la ocurrencia del gobernador del Chaco, Jorge Capitanich, que acaba de autorizar la implantación de una base estadounidense en su provincia a los fines de proveer asistencia sanitaria a los grupos más carenciados de la zona y prever la proliferación del dengue… ¿Acaso no sabemos lo que hay detrás de esa clase de iniciativas “desinteresadas” de parte de las organizaciones humanitarias patrocinadas por el Comando Sur (SouthCom)? ¿No existen posibilidades en el país de concurrir a la asistencia de esas necesidades sin requerir ayudas indeseadas? ¿No está el Chaco en la vecindad de la Triple Frontera y del acuífero guaraní? ¿Y por qué el gobierno nacional no ha dicho nada acerca de esa iniciativa del gobernador?

No es fácil conciliar esta falta de vigilancia y la escasa voluntad de alertar al país sobre los riesgos de la hora, con las propuestas genéricas de un “modelo” de desarrollo que nadie se ocupa en definir. ¿O quizá sí? ¿Es esa indefinición el fruto de la inconsciencia o la expresión de una ausencia de voluntad para trasgredir los límites de una módica propuesta? Brasil nos muestra un ejemplo de ambición, coherencia y continuidad al servicio de sus políticas de Estado. No estaría mal que nos contagiáramos un poco.
Notas
1) La Amazonia Azul son los ricos yacimientos petrolíferos descubiertos hace poco en la plataforma continental brasileña. Contiene unas reservas estimadas en unos 100.000 millones barriles de crudo en aguas profundas del Atlántico Sur. El rearme brasileño en buena medida está determinado por la necesidad de proteger esa riqueza, así como la de ejercer una mayor vigilancia en aguas australes, donde –en las proximidades de Malvinas- se estima muy posible, si no segura, la existencia de unas acumulaciones petrolíferas similares.
2) La Nación, 7.04.12.

lunes, 2 de abril de 2012

Malvinas en la cuestión nacional

         Por Enrique Lacolla


 El año de la guerra de Malvinas se dio en un contexto global muy peculiar. Estados Unidos hacía una década que había salido del pantano de Vietnam y buscaba algún tipo de terapia para superar ese trauma. Bajo la égida de Ronald Reagan, estaba lanzando un ambicioso programa de reajuste económico (que pronto sería denominado neoliberalismo), rearme militar y presión sobre su contrincante global, la Unión Soviética. El medio oriente era, como de costumbre, un polvorín debido a la ocupación israelí de Cisjordania y a la ambición de Tel Aviv, nunca desmentida por los hechos, de crear un Gran Israel que absorbiese esos territorios. La URSS estaba en decadencia: su economía estaba estancada y para colmo había decidido aceptar el desafío armamentista norteamericano y había expandido su arsenal nuclear, aunque su inferioridad en los campos decisivos del combate moderno convencional –la aptitud de generar software y tecnología de avanzada- era conocida por amigos y enemigos. Al mismo tiempo estaba empantanada en su batalla contra los muhaidines en Afganistán, fabricándose su propia guerra de Vietnam a menor escala. La tensión de este esfuerzo no tardaría muchos años en precipitar la implosión soviética y de abrir un nuevo capítulo en la historia contemporánea.

En Gran Bretaña una política conservadora, Margaret Thatcher, se había propuesto como la mensajera de la buena nueva neoliberal, y había iniciado un programa de privatizaciones y ajuste neoliberal (o neoconservador) de la economía, programa profundamente impopular, pero que la configuraba como el referente trasatlántico de la Escuela de Chicago y la mejor aliada de los tecnócratas del Departamento del Tesoro de Estados Unidos.

En América latina esta línea de acción económica se había desarrollado antes. A contracorriente de la ola revolucionaria que había recorrido el continente después de la revolución cubana, se engarzó un proceso reaccionario que, en muchos lugares, alcanzó una violencia sin paralelo. Los grupos de la izquierda radical y de la ultraizquierda se dejaron llevar por el espejismo de la “teoría del foco” y pretendieron instalar –a la escala de los Andes- la experiencia de la Sierra Maestra. Vocingleros, populares entre el estudiantado, pero aislados de las masas profundas e incapaces de comprender la complejidad situaciones sociales muy diversas entre sí y por cierto disímiles respecto a la de Cuba, fueron exterminados por fuerzas armadas orientadas por Estados Unidos, que de ningún modo iba a repetir el error cubano. En algunos casos esas fuerzas armadas eran poco más que guardias pretorianas del dictador de turno, pero en otros representaban un factor de poder dotado de peso social y de cierto prestigio. Estas últimas, cuyos jefes eran cooptados por el establishment oligárquico y tenían la anuencia del Pentágono, podían contar con elementos nacionalistas disidentes en seno, elementos que, en el caso de una oleada popular arrolladora, como la que se gestaba a principios de los años 70, podrían haber emergido por encima de unos mandos que se erizaban de odio de clase ante las expresiones políticas de corte populista. La acción militar de los grupos guerrilleros se dirigió sin embargo contra esas fuerzas como a un todo, cosa que terminó fundiéndolas en un bloque rezumante de rencor y espíritu de venganza.

Esta dialéctica estuvo en la base de la “política de shock” que aplicó el imperialismo contra nuestros países. En Argentina el proceso tuvo características especialmente repugnantes: la represión se ejerció de forma indiscriminada y recurriendo a prácticas aberrantes, mientras que, en la estela de la conmoción psicológica y la indefensión que generaban estos procederes, la economía comenzó a experimentar un proceso de desintegración caracterizado por la liberación de las importaciones, la especulación financiera, el achique del Estado y el anunciado retorno a un modelo de país agrario, exportador de commodities. Este proceso tendría su culminación una década más tarde, instaurada ya la democracia formal, durante las gestiones de Menem y De la Rúa.

Ahora bien, la utilidad de los verdugos tiende a diluirse cuando ya han sacrificado a la víctima. Alboreando los ’80 parecía evidente que la dictadura militar argentina había vivido y que era hora de reemplazarla por gobiernos más respetables que continuasen las políticas económicas inauguradas por esta, pero en un terreno allanado y donde sería posible operar con expedientes menos repulsivos. Había que encontrar un recurso para sacarla de en medio.

Esa expectativa imperial coincidía con el hartazgo de la ciudadanía argentina ante el carácter pedestre e impopular de las iniciativas de la Junta. Fue aquí donde los imponderables de la historia produjeron una de esas conjunciones explosivas que de pronto arrojan todo por el aire y abren perspectivas inimaginables hasta un momento antes. La tensión en torno al archipiélago Malvinas y a las islas del Atlántico Sur -reivindicados por nuestro país a partir del momento en que, en 1833, fuerzas inglesas arriaron el pabellón argentino que flotaba en las islas y desalojaron a la población criolla asentada allí-, había venido creciendo desde 1976, cuando por un lado se afirmó la tendencia a la globalización y al control por las potencias dominantes de las zonas de paso oceánico, y asimismo se hizo patente la posibilidad de la existencia de grandes reservas petrolíferas bajo el mar alrededor de las islas. La posibilidad de una escalada militar a propósito del problema venía siendo estudiada desde entonces, y no sólo por Argentina. En 1982 una serie de situaciones confusas en las Georgias llevaron a aumento de la tensión y al anuncio del envío de un submarino nuclear británico a la zona en disputa. La presencia de esa nave vedaba el acceso a la Armada argentina a las Malvinas, dada su potencia y velocidad. Era imperioso por lo tanto actuar antes de que llegase o resignarse a perder la baza que significaba una ocupación de las islas que suscitara la posibilidad de negociar la cuestión de la soberanía desde una posición más o menos equilibrada.

El 2 de abril de 1982 las fuerzas argentinas desembarcaron en las islas.

La astucia de la razón

“La astucia de la razón” de la que habla Hegel encontró una inmejorable ocasión para ejemplificarse en la guerra de Malvinas. La dictadura militar, rabiosamente anticomunista, se vio llevada por las circunstancias y por el peso de la tradición nacional que reivindicaba a una porción irredenta de nuestro territorio, a enfrentarse con una potencia de la OTAN que era a su vez la más próxima aliada de Estados Unidos. Hubo un enorme error de cálculo –no sabemos si inducido en forma deliberada por Estados Unidos o debido sólo a la infatuación de los gobernantes militares que se creían socios más que subordinados de la gran potencia imperial- que determinó a Galtieri a suponer que Washington fungiría como moderador del diferendo con Gran Bretaña a propósito de Malvinas. No comprendió que él mismo y sus colegas habían cumplido su parte y eran un obstáculo para la normalización institucional del país, que debía sacralizar con fuerza de ley la devastación económica que ellos habían instrumentado en beneficio del régimen imperial y del establishment local.

Pronto iban a salir de su engaño y a encontrarse también con la gran sorpresa de que la reacción popular favorable a la reconquista de las islas excedía lo esperado y que ella y la intratable hostilidad de los británicos los empujaba en una dirección que jamás hubieran supuesto. Margaret Thatcher, por su lado, asió al vuelo la oportunidad para fabricarse un perfil churchiliano y emerger así del pozo de impopularidad al que sus despiadadas prácticas económicas la habían arrojado. Hizo a un lado las posibilidades de arreglo y terminó dando la orden de torpedear al Belgrano (fuera de la zona de exclusión marítima que los mismos ingleses habían determinado), con lo cual no solo envió al fondo del mar al crucero argentino con 323 de sus tripulantes, sino también las gestiones diplomáticas del gobierno peruano, que ofrecían una ocasión para escapar del impasse diplomático.

La narración de las hostilidades escapa al espacio de este artículo. Baste señalar que en ellas los efectivos argentinos –aéreos, navales y militares- dieron lo mejor de sí, pagando un elevadísimo precio para consagrar con su sangre el suelo que reivindicamos, y cobrándose, asimismo, un precio muy alto en naves y soldados del enemigo. Pese a la conducta incompetente, errática y renunciataria de los comandantes de la Junta, la guerra o al menos la batalla por Malvinas estuvo a punto de ser ganada. Numerosos comentarios provenientes de especialistas en Inglaterra y Estados Unidos así lo afirman. Paul Kennedy, el notable historiador estadounidense, llegó a decir que, sin el paraguas de la OTAN y el apoyo norteamericano en logística y en inteligencia, el resultado del conflicto podría haber sido muy diferente(1) . De hecho, más de la mitad de las unidades navales que componían la Task Force fueron hundidas o averiadas, y las posiciones en tierra fueron duramente disputadas. Enfrentados al horror de la guerra, los combatientes de Malvinas no fueron simples víctimas, como suele afirmar el progresismo al uso, sino patriotas determinados en el cumplimiento de su deber.

Más allá de esto, importa describir los procesos a que dio lugar la guerra de Malvinas. La presión de los hechos desveló la realidad de forma brutal. Los exponentes del gobierno, que habían colaborado en la represión de los movimientos nacional-populares tachados de comunistas en Centroamérica, y se querían asociados a Estados Unidos, descubrieron de pronto que este los dejaba en la estacada y que sólo los países latinoamericanos (con la excepción de Chile, dominada por una dictadura militar similar a la nuestra y con contenciosos pendientes con nuestro país) les estaban al lado. La visita del canciller Nicanor Costa Méndez a Fidel Castro representó el súmmum de esta hegeliana “ironía de la historia” que de pronto revelaba cuál era el verdadero lugar que Argentina debía tener en el concierto mundial.

El súbito planteo de una reivindicación nacional y popular había convertido a nuestro país en un paria para las naciones dominantes. Pronto se hizo evidente que en el seno del gobierno había figuras que se oponían al emprendimiento y que estaban dispuestas a sabotearlo. Era obvio que personajes como el ministro de Economía Roberto Alemann y los jefes militares de mayor rango, como Cristino Nicolaides, abominaban la ruptura consumada con la alianza atlántica. El proceso de desmalvinización comenzó durante el conflicto mismo y fue propiciado incluso por las figuras más representativas del gobierno. La marcha adversa de las operaciones y el operativo derrotista que tuvo lugar con la visita del Papa Juan Pablo II dieron pie para un golpe interno que acabó con el incómodo interludio significado por una guerra que iba en contra de todo lo que el proceso militar había representado. El primero y más doloroso acto de la desmalvinización fue el escamoteo de los soldados que volvían de las islas al abrazo del pueblo argentino, abrazo que los hubiera no sólo consolado sino que también les habría suministrado la certidumbre de que su sacrificio no había sido en vano. En vez de esto la Junta los escondió y licenció en cuanto se pudo, cosa que contribuyó a agravar la psicosis que suele arrastrar la experiencia en combate.

El progresismo al estilo de Página 12 no ha podido ni querido lidiar con la complejidad dialéctica del problema de Malvinas. Aunque la nieguen, la desmalvinización fue –y es todavía- un factor que cuenta mucho para los intelectuales progresistas cada vez que intentan tomar entre sus dedos el problema quemante de la guerra de 1982. El leit motiv de filmes como Los chicos de la guerra o Iluminados por el fuego fue la victimización de los combatientes, reducidos a meras marionetas en manos de una oficialidad embrutecida. La misma ecuación ha definido, a posteriori, la apreciación de Malvinas para gran parte del arco político y periodístico que se dice de izquierda. Esto es grave. La realidad es proteica, y el pensamiento abstracto que prescinde de la complejidad de las cosas prefiriendo aferrarse a certidumbres maniqueas -como el delirio insurreccional de los 70-, se ciega a la realidad y, en consecuencia, no encuentra los expedientes para abordarla con una mínima posibilidad de éxito. El papel de las fuerzas armadas y de las tendencias ideológicas que aparentan ser reaccionarias deben ser juzgadas, en las sociedades sometidas a un diktat colonial o semicolonial, a partir de su conexión con los hechos. La actitud de las corrientes de pensamiento que reivindican la liberación nacional y social debe evaluar ante todo la naturaleza del enemigo principal y esforzarse en comprender la evolución que los hechos objetivos pueden suscitar en grupos en apariencia inconciliables respecto de un proyecto popular.

Malvinas gravita pesadamente todavía sobre la conciencia de los argentinos no sólo porque es un problema que afecta a nuestra soberanía y a la soberanía latinoamericana, sino también porque no aun no se termina de resolver el nudo inextricable que supone la alienación de vastas capas de público, dificultadas de mirar la realidad a través de un prisma que no sea el de la cultura artificial que se le ha inyectado a través de la academia y la historia oficial. La guerra de Malvinas es una herida abierta. Sólo cicatrizará cuando se la asuma en sus contradicciones y cuando las islas vuelvan al seno de la patria argentina e iberoamericana.

Consecuencias de Malvinas

El país salió del conflicto austral muy golpeado. Los responsables de la conducción de las operaciones y el poder militar que había señoreado la sociedad argentina a lo largo de 27 años, no pudieron resistir la prueba. Fue lamentable sin embargo que, debido a turbia conciencia de estos y a la naturaleza timorata o abiertamente renunciataria de gran parte de la clase política, la nación no pudiera elaborar el duelo de la derrota y convertir, con coraje, ese fracaso en un nuevo punto de partida que asumiera lo que había de positivo en esa trágica peripecia.

La guerra de Malvinas fue en contra de todo lo que la dictadura había representado, defendido y actuado. Esta contradicción es el tipo de paradoja ante la cual la intelligentsia progresista de los países dependientes suele quedarse sin habla. O, mejor dicho, frente a la que se siente inducida a prorrumpir en aluviones verbales que no manifiestan otra cosa que su desconcierto. En la medida que gran parte de sus integrantes han sido educados en el seno de un mundo conformado por el imperialismo y por las clases que le están conectadas, suelen verse a sí mismos y a todo lo que los rodea a través de un espejo deformante. Su capacidad de observación se detiene en la superficie de las cosas; raramente en la compleja realidad que bulle debajo de estas.

Son, en general, antimilitaristas, sin reparar que muchos de los procesos contemporáneos de liberación nacional han sido acaudillados por militares profesionales (Chávez, Nasser, Perón, Gadafi, Velasco Alvarado, Arbenz, Villarroel y Cárdenas, para no hablar de José de San Martín) (2). Practican, como dijera Alfredo Terzaga, una “sociología de sastrería”: todo lo que porta uniforme les resulta abominable. En el caso argentino esta animadversión venía justificada por las horribles experiencias del Proceso, por el golpe del 55, dado por el ala antinacional, de cuño mitrista, de las FF.AA.; por la represión del 56, por la devastación económica y por la chatura intelectual que había irradiado con demasiada frecuencia desde las cúpulas militares y se había cebado en el ámbito universitario. Pero la historia no se para en “minucias”; lamentablemente, el sufrimiento individual no cuenta demasiado en procesos largos y complejos, cuyos actores creen conducirlos, pero que a veces en buena medida son conducidos por ellos. El caso Malvinas fue ejemplar de esta dialéctica atormentada y confusa. Sintiéndose acosada por la ebullición popular y por la creciente presión británica en el Atlántico sur, la dictadura huyó hacia delante. No fue, como suele afirmarse, tan sólo una forma de evadir responsabilidades con una empresa nacional que le otorgase un período de sobrevida política, sino también la asunción de una causa nacional a la que encararon basándose en cálculos errados (el supuesto respaldo del gobierno norteamericano para llegar a una negociación sobre las islas). Esto empujó a la Junta mucho más allá de lo había previsto. Pero la razón de esta proyección hacia un compromiso que a la postre podía ser liberador, provino del pueblo argentino. Su apoyo masivo fue el factor determinante para fijar una política de resistencia a la fuerza expedicionaria británica. Ese mismo pueblo que la progresía juzga, muy suelta de cuerpo, como engañado y predispuesto a comulgar con ruedas de molino porque a la hora de la verdad colmó lo que algunos intelectuales han llegado a denominar “la plaza de la vergüenza”, del 2 de abril de 1982.

Nacionalismo popular y nacionalismo reaccionario

Este sector de la intelligentsia suele pronunciar su condena a esa manifestación popular genuina basándose en lo que presumen es el carácter engañoso y reaccionario del nacionalismo. Incapaces de discernir la diferencia que existe entre el nacionalismo de un país opresor y el de un país oprimido, o poco propensos a ello; connotados por el pensamiento de Marx -que fue el pensador más fecundo del siglo XIX y que ha dejado un instrumento esencial para la decodificación de la historia, pero que en cualquier caso fue un pensador eurocéntrico-, tienden a exasperar esa incomprensión debido a que ellos mismos son el producto híbrido de una deformación determinada por la balcanización y la colonización cultural. En realidad, como lo señalara Jorge Abelardo Ramos, para que “esa doctrina marxista sea útil, hay que destruirla y reutilizarla en sus elementos vivientes para hacer reconocible a la realidad latinoamericana”(3).

En el siglo XX y aun más en el siglo XXI la historia discurre en torno de la contradicción fundamental que se plantea entre países desarrollados y países que no lo son y se encuentran impedidos de serlo por la acción del imperialismo. Visualizar entonces el problema nacional como un elemento básico a considerar en la lucha social no es sino adoptar la única premisa salvadora para rescatar a las naciones sumergidas y con ellas al mundo, en la medida que ellas componen los tres cuartos de la población global. Este espíritu nacional no puede prescindir del concurso del pueblo, desde luego, pues este es el único contrafuerte que, por su carácter multitudinario, se interpone entre la presión imperial y la acción de los cuadros políticos que pueden ir dando forma a un proyecto liberador; ni tampoco puede prescindir de configurar este nacionalismo en un marco que supere la fragmentación a que se nos ha condenado en América latina para elevarse a la creación de un bloque regional que esté en condiciones de defenderse y negociar con el o los imperialismos que están pujando por el control de los recursos naturales y la hegemonía político-militar.

La guerra de Malvinas supuso una inyección de realidad para la Argentina. De pronto se pusieron de relieve las cuestiones de fondo que debía afrontar y se desnudaron sus limitaciones para encararlas. La cuestión, de aquí en más, consiste en aprender de lo vivido y en prepararse para crecer en el ámbito de una conjunción iberoamericana que, inevitablemente, terminará absorbiendo –ojala que pacíficamente- dentro de sí misma al problema insular, a la vez que plantea una batalla por la soberanía que deberá darse en el escenario de un mundo donde Latinoamérica debe cobrar peso, so pena de ser sometida a una segunda balcanización.

Psicología de una guerra

Malvinas es una suerte de compendio de las virtudes, los errores, las contradicciones culturales y de clase, y los nudos de la psicología política argentina. Es imposible resumir en unas pocas líneas la trabazón de todos estos elementos, pero se pueden señalar al menos sus principales directrices. Primero tenemos el problema de la soberanía, y no sólo respecto a ese lugar de nuestra tierra. Luego aparece el de la conciencia escindida que existe en el país respecto a este tema y el accionar epiléptico y abundante en afirmaciones tajantes sobre él, afirmaciones que tratan de ocultar la inseguridad de fondo que nos aqueja a propósito de nuestra identidad, fuente de esas contradicciones y agitaciones. Y, debajo de todo, cabe percibir la presencia de un núcleo, instintivo pero fuerte, que existe en el seno del país profundo respecto del sentido último de nuestro destino como nación vinculada a la Patria Grande.

Aunque no se lo admita abiertamente, la guerra de Malvinas es, para una buena parte de nuestra opinión ilustrada, una vergüenza. O un episodio despreciable, promovido por un militar borracho y sostenido por un pueblo inconsciente que llenó la Plaza de Mayo, como lo sostuvo Beatriz Sarlo en ocasión de su visita a 6, 7 y 8. Su afirmación no fue cuestionada por ninguno de los desconcertados panelistas allí reunidos. Fue lógico que así fuera:el progresismo en nuestro país no tiene respuesta ante este tipo de planteo porque en el fondo está de acuerdo con él. Y lo está por la sencilla razón de que discierne la realidad en términos abstractos, sin entender que la historia es dinámica y variable y que sus protagonistas pueden cambiar de carácter según adónde los llevan las circunstancias. No importa que usen el uniforme del ejército regular, que gasten barba guerrillera o que sean impecables políticos civilistas; se trata de cómo actúan en una coyuntura dada y de cuáles son las oportunidades que su accionar abre. Sin por esto dejar de tener en cuenta sus antecedentes, que pueden marcar el límite de su acción posible. Como fue el caso de los jefes de la dictadura argentina.

Por otra parte, situaciones como la de Malvinas y la exaltación popular producida a propósito del conflicto, dieron la ocasión, a la legión de comunicadores que flotan sobre la masa del pueblo, para ostentar los rasgos de oportunismo a los que su actividad los condena en su condición de profesionales dependientes de un sueldo y de los vaivenes de una clase dirigente donde el factor nacional casi siempre cede el paso al poder de un sistema económico caracterizado por su coyunda con el imperialismo. Fue así como, en el caso malvinero, los énfasis triunfalistas y la jactancia ocuparon el lugar que debía haber llenado una opinión crítica responsable e inspirada nacionalmente. Cualquier aproximación imbuida de este carácter hubiera sido, sin embargo, considerada como derrotista por los jefes de la Junta, implacables en su vocación para equivocarse. Convocaban pero temían el soporte popular, y suponían, ¡nada menos!, que Estados Unidos iba a apoyarlos contra el Reino Unido…

Pero el derrotismo, en realidad, no era otro que el que surgía de la comunión en ese triunfalismo hinchado, pues cuando este se desinfló por obra de la derrota militar, se produjo una brusca distensión de esa aparente voluntad guerrera y se abrió el paso al verdadero derrotismo, el que propugnaba la “desmalvinización” de la sociedad argentina y que fue servido en buena medida por los mismos militares y comunicadores que antes portaban los estandartes de la victoria fácil y descontada.

La victoria en Malvinas no podía haberse logrado de otra forma que profundizando el proceso de liberación nacional. Ni Galtieri ni sus semejantes podían producir tal cosa. Pero habían abierto sin querer la puerta a esa evolución: los países de América latina fueron los únicos en el mundo que prestaron su apoyo a la gesta. Esta constatación está cada vez más vigente y comienza a adquirir una gravitación decisiva. No son sólo los reclamos argentinos en ocasión del trigésimo aniversario de la recuperación las islas los que han promovido la histeria belicista británica de estos días, sino sobre todo los pronunciamientos del MERCOSUR y la UNASUR en el sentido de no permitir a los barcos que enarbolen la bandera de conveniencia de las “Falklands” el ingreso a sus puertos. Porque Malvinas es un combate indisociable de un destino histórico que involucra a todo el subcontinente. A propósito de la guerra de Malvinas nuestra opinión ilustrada ha tendido a sentirse reflejada en la ingeniosa –pero errada- frase de Jorge Luis Borges: “es la pelea de dos calvos por un peine”. ¿Se puede creer en serio que la más grande y costosa operación aeronaval y terrestre perpetrada por Gran Bretaña después de la segunda guerra mundial estuviera determinada sólo por la voluntad de Margaret Thatcher de engatusar a la opinión británica y distraerla con una puesta en escena imperial al viejo estilo, mientras procuraba la reversión de las coordenadas económicas en aras del proyecto neoliberal? ¿O bien, tan sólo por el deseo de la dictadura argentina de escapar hacia delante para remediar su orfandad popular?

Fueron dos factores que tuvieron algo que ver con lo sucedido, por supuesto, pero resulta trivial convertirlos en el Deus ex machina de esa guerra. En el fondo –y a perpetuidad- están las cuestiones del potencial petrolífero de la cuenca submarina, del libre acceso a la conexión bioceánica y a la Antártida, y de la riqueza ictícola del mar austral. Argentina, sola, no puede sostener el reto que le plantean en ese campo Gran Bretaña y la OTAN. Como tampoco podría hacerlo Venezuela con su petróleo ni Brasil con la Amazonia. Es así como la causa austral se identifica con el plan de esa Patria Grande negada o despectivamente considerada por el sistema y sus escribas, y sus –conscientes o inconscientes- intelectuales orgánicos.

Ahora bien, debatir Malvinas supone asimismo debatir el carácter de quienes han de protagonizar la lucha por la liberación iberoamericana. El pasado nos demuestra que solo las clases populares y sus pocos organismos corporativos –como la clase obrera organizada, unas fuerzas armadas rescatadas para un rol nacional y democrático, y la pequeña burguesía consciente de su papel, movilizada políticamente y capacitada para el análisis crítico- son capaces de proveer un respaldo consistente a una empresa liberadora de gran aliento. De modo que Malvinas es mucho más que la reivindicación de unas islas irredentas: es la piedra de toque para una concientización que las excede, incluyéndolas en el mapa de un gran proyecto histórico, la unidad latinoamericana, que deberá ocupar a todo el siglo XXI.

Notas

1) Paul Kennedy, The Rise and Fall of British Naval Mastery, Fontana Press, 1991, Londres, pág. 422.

2) Conviene señalar que esta incomprensión se extendió incluso a figuras egregias provenientes del ámbito civil: tales son los casos de Getulio Vargas e Hipólito Irigoyen.

3) Jorge Abelardo Ramos: Historia de la Nación Latinoamericana, pág. 417, edición del Senado de la Nación, 2006.