miércoles, 20 de julio de 2011

ARGENTINISMOS
















Por Martín Caparrós




«No nos importan las críticas, no nos importan los agravios, no nos importan las calumnias, porque ¿quiénes son los que agravian, los que difaman, los que calumnian? Son aquellos que nunca hicieron nada, que cuando les tocó hacer algo no lo hicieron, por incapacidad y por impotencia, hasta diría yo por cobardía. Yo les puedo dar la más absoluta certeza de que los que hemos asumido la responsabilidad de incursionar en la política y hacer una realidad de esos sueños a través de la utopía, así vengan degollando no nos vamos a apartar de la huella, y no nos vamos a fugar del gobierno. A nuestro pueblo le quedan dos opciones este mes de octubre: o votar para atrás y volver a la época de la guitarra y de las falsas promesas, o votar para adelante, que es esta realidad, esta Argentina que crece, que se proyecta, que se desarrolla.»

Era una cena placentera, tan normal. Junio de 2008; en pleno conflicto campestre, Margarita y yo comíamos con dos parejas de amigos de siempre —décadas de cariño. Charlábamos, hasta que alguien dijo algo sobre el tema del momento. Entonces T. —llamémoslo T.— me miró y dijo que mejor no habláramos de eso: yo sé lo que pensás, me dijo, yo pienso distinto, nos vamos a pelear. Yo le dije que cómo no íbamos a hablar, que éramos amigos, que siempre habíamos hablado; él insistió que mejor no; yo le dije que si dos amigos no podían intercambiar opiniones políticas todo estaba perdido. Tenía sentido —parecía que tenía sentido— y T. terminó por aceptarlo. Así que nos pusimos a debatir el asunto del campo; él apoyaba con ardor al gobierno, yo no. Media hora más tarde estábamos a los gritos, insultos, enojos espantosos. Nos dijimos cosas feas; no volvimos a vernos.
Poco a poco, ese tipo de situación se nos hizo lugar común y pasó a tener un nombre propio: la palabra crispación se hizo frecuente en el idioma de los argentinos. La palabra crispación encierra muchas cosas: la decisión de un gobierno que pensó que enfrentar era una buena táctica de poder, la tozudez de una oposición que suplió la falta de ideas e iniciativas con la crítica a mansalva, la confusión de ciertos discursos y relatos y, sobre todo, situaciones como aquélla: peleas entre parientes, entre amigos, entre pares, enfrentamientos a los que las opiniones políticas proveyeron una violencia inhabitual, inesperada.
Hemos perdido —si es que alguna vez la tuvimos— la capacidad de debatir. Se agravia, se amenaza, se putea en arameo, pero es muy difícil discutir alguna idea. Gente con la que tantas veces estuve de acuerdo ahora me odia; cuando quiere ser amable me trata sólo de traidor. Gente que respeto ve en este gobierno cualidades que no consigo percibir ni un poquitito. Gente que no respeto en absoluto le critica aspectos que yo también criticaría —y entonces reviso mis críticas. Me gustaría tanto —me aliviaría tanto— poder estar a favor de alguno de ellos, saber dónde está el bien y dónde el mal. La vida es mucho más fácil cuando uno sabe dónde está el bien y dónde el mal. En busca de esa facilidad la gente se hace religiosa, patriota, hincha de fútbol.
Por eso me descubro añorando subir a esos banquitos, perorar con verdades, libertades, grandes palabras de alguna moral. Los envidio —de verdad los envidio—: quién pudiera tener esas certezas más o menos férreas, más o menos ciegas. Es tan bueno tener certezas, saber cómo es el mundo, poder catequizar —y ser coherente con lo que uno dice. Y es tan buen negocio tener certezas: podés venderlas bien en el mercado de certezas —los medios, la verdulería, los empleos, las prebendas— y siempre hay gente que te quiere por tus certezas, lo firmes, lo bien expresadas, lo valientes que son.
Yo no lo logro, últimamente, y me desespero más porque no quiero situarme en el medio, no quiero pensarme neutral, templado, calmo; al contrario, me gusta embarrarme, embanderarme. Lejos de mí postular que hay dos demonios y que quiero mantenerme equidistante. No quiero, y además en este caso creo que hay uno solo, el mismo tipo de demonio: unidades de negocios y poder que se pelean por un solo queso a gritos de principios. Y que, encima, te miran con odio o con pena si no apoyás sus argumentos, si no te alineás del lado donde, sin duda, anida la verdad justo antes de lanzarse en proceloso vuelo. No es mentira, no es ironía barata: de verdad me gustaría ser uno de ellos. Mi vida, palabra, sería mucho más fácil.
O, en su defecto, desentenderme: decidir que la política es definitivamente una basura para basureros, que a mí qué me importa, que yo igual me las rebusco más o menos bien y que se cuelguen todos del sauce más florido. Pero tampoco puedo: hay algo en mi formación, supongo —y en la formación de miles y miles de argentinos, espero— que me haría sentir alguna especie de canalla si lo hiciera. Así que sigo interesándome, tratando de entender, recibiendo cachetazos varios.

Me siento, en síntesis, colgado del pincel —y sospecho que nos pasa a muchos, estos días. Yo, al menos, suelo descubrirme dolido y perplejo. Dolido por la violencia de esos enfrentamientos, por la rapidez con que el insulto reemplaza cualquier argumento. Perplejo, porque no entiendo por qué tanto.
No descarto la necesidad de la violencia como desgraciado instrumento de la historia. Más adelante voy a tratar de discutirlo pero, en síntesis, creo que hay cambios que no se pueden hacer sin enfrentamientos, porque todo cambio social y económico supone que haya sectores que perderán parte de lo que tienen —sus privilegios, su dinero, su capacidad de dictar las leyes y las normas— y no suelen resignarlo sin pelear. Los cambios importantes han requerido siempre cierta dosis de violencia; es una lástima, pero los hombres todavía no hemos inventado otra manera. Lo que no entiendo, en este caso, es tal enfrentamiento por tan poca cosa. Tanta pólvora, tan tristes chimangos.
Sobre esa situación anómala, esa aparente contradicción, quiero pensar en estas páginas. No quiero contar pequeñas historias de curros o engañitos. Quiero tratar de pensar. Por suerte, no siempre me sale. Pero creo que vale la pena intentarlo, equivocarse, intentarlo otra vez.

El formato de este libro es casi simple: voy a explorar las palabras que, estos últimos años, ocuparon buena parte de la escena, para pensar qué dicen esas palabras que se nos fueron haciendo cotidianas con un sentido que no es el que solía. Son palabras que se han vuelto argentinismos: progresismo, modelo, lagente, política, campo, democracia, derecho sumanos, peronismo, relato, militancia, kirchnerismo, futuro, Él, trucho, setentismo —y varias más: quiero tratar de saber qué decimos cuando decimos lo que decimos. Indagar en esos sentidos nuevos —intentar armar con ellos un panorama de la Argentina actual— es la trama que sostiene estas páginas. Donde el peronismo actual —el llamado kirchnerismo— ocupa mucho espacio por las razones obvias: es lo más decisivo que pasó en la Argentina en los últimos años. Si me intereso tanto menos por su oposición más institucional —peronistas varios, radicales, boquipapas— no es porque los sienta más cercanos sino, más bien, porque no creo que valga la pena dedicarles mucho tiempo.
Dudé mucho en escribir este libro, que seguramente no convencerá de nada a nadie. Imagino que los que estén de acuerdo encontrarán argumentos que los reafirmen, el alivio del reconocimiento; los que no, supongo, buscarán los patinazos que puedan servirles para descalificarnos —al libro y a mí. Está claro que ésta es una de esas veces en que la situación política de un país se transforma en algo demasiado personal para demasiadas personas —y yo entre ellas.
Por eso quiero aclarar, antes que nada, desde dónde hablo. No hay nada más incómodo que tener que explicar la propia posición, pero aun así quiero decir que yo fui uno de esos que tuvimos que dejar la Argentina mientras el matrimonio Kirchner hacía buenos negocios, de esos que criticábamos al peronismo de Menem mientras el matrimonio Kirchner y su gobierno peronista hacían buenos negocios, de esos que trabajábamos para recuperar la historia reciente mientras el matrimonio Kirchner prohibía en su capital marchas de las Madres.
Y quiero decir que nunca voté peronista —lo cual significa que no voté al doctor Luder, que no voté al doctor Menem, que no voté al doctor Duhalde, que no voté a los doctores Kirchner—; que nunca tuve un cargo público; que nunca recibí dinero de ningún grupo político. Y —disculpen que lo diga— que he dejado por lo menos una docena de empleos pero nunca escribí nada que no pensara, que no pudiera sostener. Me incomoda decirlo, pero últimamente no se puede dar nada por sentado.
Por eso vale la pena parar y pararse, pensar qué es lo que uno piensa. Sé que estoy perplejo. Pero, además, estoy molesto, inquieto, irritado: me persigue la sensación de que algo está muy mal en la Argentina y que mucha gente muy respetable se resiste a verlo.
No lo ven, y entonces dudo de lo que creo que veo. El kirchnerismo es, para mí, una cura de humildad. Cuando era muy chico e intentaba ser revolucionario y peronista, con perdón, siempre había algún viejo —¿treinta, cuarenta años?— zurdo aguafiestas que venía a decir que el peronismo era la forma en que los patrones argentinos más inteligentes o más temerosos habían desviado y desarmado las reivindicaciones obreras para que no amenazaran al sistema capitalista. Yo, por supuesto, entendía que el pobre tipo no entendía la historia y lo miraba por encima del hombro con desdén y un poco de cabreo. Ahora, muy a menudo, me siento como aquellos viejos, y no siempre me gusta. Y peor: si el peronismo de izquierda era una versión descafeinada, mistificada de los grandes movimientos obreros, el kirchnerismo aparece como una versión mistificada, descafeinada de aquel peronismo: reflejo del reflejo, degradación platónica.

Pero, mientras lo pienso, me perturba la sensación de que hay algo importante que me escapa y me escapa. Este libro es el efecto de esa perplejidad que no se rinde, el resultado de una incomodidad que no me suelta: por qué no consigo apoyar a un gobierno que, aparentemente, hace ciertas cosas que yo apoyaría —y que, incluso, llevo años esperando.
La clave, creo, está en la palabra aparentemente. No recuerdo en la Argentina un gobierno que pusiera más distancia entre el discurso y la práctica. Lo creo, pero a menudo dudo: me pregunto si hay cosas que no consigo ver y que justifican el hecho de que todas esas personas que respeto —y todas esas que no, faltaba más— estén convencidas de que el kirchnerismo es un movimiento que vale la pena apoyar. Entonces vuelvo a dudar —y, ahora, lo hago en público. No soy neutral; nunca lo fui, no quiero serlo. Tengo ideas, sólo que trato de desconfiar de ellas: de ponerlas a prueba. Entre las cuatro o cinco cosas que defiendo, la duda tiene un lugar central: reivindico sin dudar la duda como forma de conocer el mundo. Si algo del «setentismo» realmente ha vuelto en estos años, es el imperio de la afirmación tajante. No sólo entre los supuestos setentistas; también entre sus adversarios más o menos liberales. Yo, insisto, reivindico la duda: por eso este libro es, en última instancia, un panfleto dudoso, una búsqueda porfiada de las preguntas pertinentes.
***

1

DEMOCRACIA

sust. fem. sing., argentinismo: régimen político basado en la entrega del supuesto poder ciudadano a un pequeño grupo de especialistas altamente desprestigiados, llamados políticos. Se sostiene en un mito que pretende que el pueblo gobierna porque una vez cada tanto vota por esos políticos, transformados en candidatos de quienes nadie espera que cumplan lo que prometen.
En la Argentina, la democracia tal como la practicamos —la democracia realmente existente— se instauró en 1983. La historia oficial querría convencernos de que fue el resultado de una tremenda presión popular en su favor —las «luchas por la recuperación de la democracia»— y solemos creerlo. Los mitos tienen la capacidad de imponerse a las evidencias: todos sabemos que los militares de la dictadura tuvieron que retirarse porque se equivocaron en sus decisiones económicas y militares: de no haber sido por sus tablitas y su guerra de Malvinas, quién sabe cuántos años habrían durado en el poder. Su retirada, de todos modos, parecía razonable: sus matanzas habían garantizado que el poder de sus patrones no se vería amenazado y que ya no eran necesarias sus armas para sostenerlo: que un régimen más tolerante podría funcionar sin peligros para los más ricos. Porque, a través de esas matanzas, los militares habían acabado con buena parte de los que podrían cuestionar ese poder —militantes y, sobre todo, militantes sindicales—, y habían creado un clima de miedo que no se disiparía rápidamente. Es probable que, aun así, habrían preferido quedarse un tiempo más. Pero los ricos argentinos fueron enormemente ingratos con sus mejores servidores y —a diferencia de los chilenos, por ejemplo— una vez hecho el trabajo sucio los dejaron caer.
Esa mezcla de errores, deber cumplido e ingratitud abrió las puertas al «retorno de la democracia» —y ese retorno también es semimítico. En todo caso, nunca estuvo muy claro desde dónde volvió, dónde había estado. Entre 1930 y 1983, la Argentina tuvo muy poca democracia: en esos 53 años hubo sólo dos elecciones según las reglas, y las dos tuvieron lugar en gobiernos peronistas que intentaban reelegirse, noviembre de 1951 y septiembre de 1973 —y las dos llegaron al mismo resultado: las ganó el general Perón con el 62% de los votos. Las demás, contadas, elecciones fueron un festival de fraudes y/o exclusiones. El resto fueron golpes y gobiernos militares.
Y sin embargo, la instauración democrática de 1983 sigue llamándose «retorno de la democracia». En esa descripción está la base de la idea: la democracia no es una elección, no es una de las opciones posibles; es la condición de base, la esencia de nuestra forma de gobierno, que existe más allá de que exista: cuando no está en acto es porque alguna excepción la ha suspendido, pero sigue vigente, latente. Hasta que vuelve.

Cuando llegó la democracia, muchos argentinos esperaban grandes cosas de ella. Fueron esas elecciones que un candidato alfonsinista pudo ganar repitiendo que «con la democracia se come, se educa, se cura». Era conmovedor. La democracia equivalía a justicia social, a vida digna: la política era, entonces, el instrumento para acceder a esas delicias.
Y después, poco a poco, empezamos a ver que la democracia no producía nada de eso. En realidad, estos veintiocho años de democracia son la historia de cómo fuimos aprendiendo que esa frase no era cierta. Y más aún: que su política económica se parecía demasiado a la que habían llevado adelante los dictadores y que, por lo tanto, sus efectos sociales eran semejantes pero cada vez peores. Los militares habían empezado un trabajo; los políticos democráticos lo continuaron sin mayores cambios. Tenían mucho que hacer: transformar un país donde el Estado y una muy relativa equidad social garantizaban alimentación, salud, educación, vivienda, empleo, en una selva donde los pobres se morían de pobreza. En 1975 había 26 millones de argentinos, y un millón de ellos eran pobres, el 4%. En 1997 éramos 37 millones y 9 millones de pobres, el 26%. En 2010 somos 40 millones y hay 12 millones de pobres, el 30%. Para que ese proceso fuera tolerado por la población había que acabar con lo único que podría oponerse: la actividad política.
Los militares habían sentado las bases del trabajo; los políticos de la democracia lo completaron. El golpe fue, durante décadas, la forma de reafirmación del poder de los ricos argentinos cuando se veían amenazados. En los ochenta y, sobre todo, en los noventa, comprobaron que la tarea de los militares de los setenta había sido tan eficaz que ya no precisaban esos sobresaltos: la democracia de delegación les daba la posibilidad de gobernar y hacer todos los negocios que querían sin que ninguna oposición amenazara sus posiciones.

De dónde, una definición: democracia es un argentinismo que significa algunas cosas y, sobre todo, no significa tantas otras. Como bien dice Perogrullo —y muchos se resisten a creerle— democracia no quiere decir igualdad social, no quiere decir repartición de la riqueza, no quiere decir justicia para todos, no quiere decir comida para todos, no quiere decir salud para todos —o no necesariamente. Hay algunas sociedades democráticas donde hay algo de eso, y hay cantidad de sociedades muy democráticas donde no, porque democracia no significa eso: la democracia es una forma de gobierno, que se puede usar para estructuras socioeconómicas diversas.
La democracia, en principio, sólo garantiza ciertas libertades básicas: la libertad de expresión, la libertad de circulación, la libertad de delegar el poder de los ciudadanos a unos representantes nombrados en elecciones. Eso no la hace ni mejor ni peor: es lo que es. Como quien quisiera criticar al pinche guacamole de Chihuahua porque no sirve para pintar las paredes de los escuelas rurales misioneras. Digo: la democracia es una forma de organización de la participación ciudadana en el poder, una forma de contrato político que regula el funcionamiento de un gobierno y los derechos del Estado y de sus súbditos. No es una decisión sobre la justicia o injusticia de que algunos tengan todo y otros nada, que unos coman y otros no, que unos vivan y otros menos. Pero la confusión insiste: se habla de la democracia como si la democracia fuera todo eso —o al menos una buena parte. Y la pobre no es. Sobre todo: no es un fin —porque define muy poquito—; puede ser —si lo es— un medio para obtener otras cosas. Aquellas que no es, sin ir más lejos.

Así, la democracia se fue convirtiendo en una rutina desesperanzada: un mecanismo para decidir lo mismo que decidían los dictadores pero sin represión. «Mi estupidez avanza» —escribí, confesional, en abril de 2003. «Tardé años y años en entender que tenían razón los muchachos del norte cuando decían que le debíamos la democracia al modelo neoliberal. Y eso que la operación fue bastante sencilla.
»Los militares primero, sus continuadores liberales después, se cargaron el Estado argentino: destruyeron su capacidad de regular la vida política y social, entregaron su poder de decisión a los deudores externos y los ricos nacionales, regalaron sus empresas y recursos. Achicar el Estado es agrandar el país, decían, convencían. Así que consiguieron un país que debió llegar a ser enorme y un Estado que pasó a valer —casi— nada, en términos de poder real.
»Por eso pudieron entregar el miniestado a personajes poco confiables, por un lado, y a los —muy relativos— azares del voto, por otro. Hasta los años setenta, cuando el Estado era la llave del poder en la Argentina, los ricos lo defendieron con uñas y dientes: golpes, matanzas, proscripciones. Después pasó a importarles mucho menos. Achicar el Estado quizá no fuera agrandar el país, pero sí consolidar la democracia: total, no importa quién gobierne ese aparato devaluado. El verdadero poder no está por esos lados.
»La democracia es un lujo que pueden darse porque el gobierno gobierna muy poquito. En la peor de sus hipótesis, si una fuerza hostil se apoderara del Estado sería muy poco lo que podría hacer con él. La democracia latinoamericana es un producto del neoliberalismo: el desdén por un aparato de Estado que el programa liberal dejó liliputiense. La verdadera política —las decisiones verdaderas— están en otra parte.»
Que es una forma de preguntarse cómo se inventa una democracia que sirva para ejercer algún control —decidir algo— sobre los poderes mundiales relamente existentes. Cómo se adapta —si es que puede adaptarse— un mecanismo que corresponde —y mal— a un período en que los estados nacionales tenían cierto poder de decisión. Ahora, mundo globalizado, empresas mayormente extranjeras, flujo de capitales, bancos internacionales, los estados pobres deciden muy poquito. La democracia tal como la conocemos está cada vez más lejos de poder manejar esas variables; los ciudadanos, que ni siquiera manejan esta democracia, ya ni siquiera pueden hacerse la ilusión de que manejan las decisiones que, a su vez, manejan sus vidas.

A la democracia, además, le falta una de las grandes ventajas de las dictaduras: que permiten el consuelo de extrañar la democracia, la esperanza de que en democracia todo va a ser mejor. En democracia, en cambio, uno de los argumentos principales para defenderla es el miedo a esa dictadura. Es, sobre todo, el recuerdo del horror el que ha hecho de la democracia un tótem indiscutible: nuestra religión cívica. Es difícil vivir sin certezas absolutas, sin un valor incuestionable, sin alguna convicción definitiva —dicen que en algo hay que creer. El problema de las certezas absolutas es precisamente ése: que son certezas, que son absolutas, o sea: que obturan la posibilidad de pensarlas, la posibilidad de revisarlas. Y en general lo que nos impide pensarlas, revisarlas es el miedo.
Es triste pensar desde el miedo —pero es lo más frecuente: el miedo siempre ha sido uno de los grandes motores de la reflexión. No hay nada más humano que el miedo: si algo nos distingue de otros animales es esta asombrosa capacidad de prever y, por lo tanto, de temer. El miedo a la muerte, el miedo al sinsentido, el miedo a la inmensidad tan oscura y ajena han producido algunas de las mayores construcciones de la cultura humana: las religiones, tanta filosofía. El miedo, está claro, nunca ha sido zonzo —así que tira brutas piedras y esconde sus manos. El problema es cuando se ve la hilacha en sus tejidos.
—Ya le dije, qué bueno que tenemos democracia.
—¿Ah, sí, por qué?
—Y, porque tenemos democracia.
—¿O sea?
—¿Cómo, todavía no entendió? Porque no tenemos dictadura.
Para eso sirve también recordar los horrores: para recordarnos que debemos pensar la democracia en función de la dictadura, que no debemos compararla con ella misma sino con el espanto que la precedió. O sea: para convencernos de seguir pensando desde el miedo de ese horror y, por lo tanto, mantener que cualquier cosa va a ser mejor que aquello.
Así se construye el culto de la democracia, único dios. Ese miedo es uno de los efectos más fuertes, más eficaces de la represión militar de hace treinta años: instalar en la famosa Memoria (véase «Setentismo», pág. 79) la idea de que cualquier tentativa distinta es peligrosa, la idea de que no hay otra opción que el capitalismo con delegación política o, dicho de otro modo: esta democracia de delegación. Para eso sirvieron, también, aquellos crímenes: para convencernos de que preguntar, cuestionar, dudar es peligroso —y que mejor conformarse con lo que hay. Es la función primera, fundante, del Factor Dictadura —pero, por supuesto, no la única.
—Pero usted vio lo que fueron los otros sistemas. Un desastre. ¿Qué quiere, que seamos como Rusia? Ya sabe: puede que la democracia no sea buena, pero todos los demás son peores.
—¿Y usted cómo lo sabe? ¿Usted conoce todos los demás?
—Claro, cómo no los voy a conocer.
—Nadie puede conocer lo que no existe.
Ésa es la otra parte del truco: convencernos de que hay que comparar con lo que conocemos. Lo que hizo que la humanidad cambiara un poco a través de los últimos diez mil años fueron esos nabos que compararon con lo desconocido: con la imaginación, con los deseos. Si no fuera por esa actitud estaríamos muy cómodos rumiando pterodáctilo a la piedra en el living de la caverna 26. O, con suerte, seríamos súbditos del rey de España y su metrópolis y nos la estaríamos pasando bomba pipa.
Abundan los que citan, supuestamente, a sir Winston Churchill, duque de Marlborough, último gran imperialista británico: dicen que dijo que «la democracia es mala, pero no hay ningún régimen mejor». La trampa sofista es evidente. Lo mismo podría haber dicho Séneca, un suponer, en Roma, año 64: el esclavismo es feo pero no hay nada mejor. O Pascal, París, 1650: la monarquía absoluta tiene sus problemas pero no hay nada mejor. Y habrían tenido razón, probablemente: no había, en cada uno de esos momentos, nada mejor. Lo que los dejó atrás —lo que hizo que los hombres ya no fueran propiedad de otros, o que un solo hombre dejara de tener derecho de vida y muerte sobre todos los demás por la gracia de Dios— fue la convicción de que esos regímenes eran peores que otros que todavía no se conocían, que sólo podían, entonces, ser imaginados, ser buscados.

En la Argentina, la democracia de delegación produjo el período presidencial más largo de nuestra historia, el de aquel candidato que ganó elecciones prometiendo una revolución productiva y pudo terminar la destrucción del aparato productivo, de la red de transportes, de la educación y la salud públicas, y dedicarse a la venta del patrimonio —agua, petróleo, aviones, teléfonos, energía— acumulados por generaciones de argentinos. Y produjo, como reacción, el desastre de la Alianza. Los progres argentinos —muchos de los que después se entusiasmarían con el kirchnerismo (véase «Progresismo», pág. 241)— habían votado a uno de los animales más contrahechos de esa larga historia de contrafácticos que es la política patria. Sus representantes, ensoberbecidos por un par de pequeños triunfos electorales, impacientes por llegar al gobierno sin tomarse el trabajo de construir una opción y un programa de gobierno, decidieron unirse a un abogado católico conservador en una fórmula electoral que sólo aparecía cohesionada por la promesa de una gestión «honesta» frente a la corrupción menemista: fue un gran momento de eso que algunos llamamos «honestismo» (véase pág. 169).
El gobierno de la Alianza duró dos años, y en ningún momento se entendió qué estaba haciendo. El doctor De la Rúa se había encaramado con la promesa de acabar con el peronismo de los noventa a través de una administración honrada y razonable, y había terminado perdiendo a su segundo Álvarez en una corruptela y convocando al primer neoliberal Cavallo para conducir la economía y, corralito mediante, había regalado a los bancos el dinero de millones. Y para colmo había intentado, en su manotazo de ahogado borrachín, recuperar el control matando a docenas de argentinos. Lo sabemos: tras su fuga tragicómica vinieron los cinco presidentes, la sarta de errores y mentiras, el desastre económico, la sensación —devenida certeza— de que ninguno de los supuestos representantes representaba más a nadie. Y todo era un caos: eran los días en que nadie sabía qué pasaría unos meses más tarde, en que Ezeiza rebosaba de fugitivos que escupían antes de dejar la patria «para siempre», en que la circulación económica parecía a punto de ser reemplazada por el trueque, en que más de la mitad de la población había caído bajo la línea de pobreza.
Llegó entonces el gran sobresalto de la democracia argentina. Por primera vez en casi dos décadas, el miedo a la alternativa dejó de tener sentido: de pronto, en esos días de enero, pareció que nada podía ser mucho peor que lo que había. Veinte años de delegación habían producido un país al borde del abismo. Con la democracia no se comía, no se curaba, no se educaba. Y el fenómeno era —con sus variantes—continental: en esos días, una encuesta del PNUD —Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo— decía que el 54,7% de los latinoamericanos «apoyaría a un régimen autoritario si resolviera sus problemas económicos». (Aunque aquella encuesta, como todos los discursos públicos democratistas, dividía al mundo posible en democracia y dictadura, sin plantear ninguna otra posibilidad: otra vez la misma trampa. Cuando una encuesta o un debate propone la dicotomía entre dictadura y democracia está tratando de establecer que no hay otras opciones. Que esas dos posibilidades son todo el universo. Y yo creo que las dos son grados de la misma idea: que el poder se delega, que el pueblo no gobierna ni delibera sino a través de quienes lo representan más o menos, por elección o por imposición: que la delegación del poder es la base de todo el mecanismo.)
La encuesta también decía que el apoyo a la democracia era mayor entre las capas «con más educación» —los más ricos, los que pueden permitirse el lujo de elegir un régimen político a partir de sus convicciones y no de su pancita. En cualquier caso, en la Argentina, la crisis se presentó sobre todo como el hartazgo frente a esa forma de la delegación, frente al engaño de sus políticos, frente a la idea de ser representados por representantes que sólo se representaban a sí mismos.

Recuerdo esos días tan extraños en que miles y miles cantaban que se vayan todos —siendo todos, por supuesto, todos los políticos— e imaginaban que estaban imaginando otras formas de vivir en un país. Eran días sorprendentes, intensos, en que muchos nos equivocamos pensando que estábamos a punto de algo nuevo. Yo, en mi error, llegué a armar un libro que se llamaba Qué País, donde postulaba que lo más importante de esa agitación era que habíamos recuperado la vieja pregunta por el país que queríamos, por el futuro. Y no de un modo teórico, sosegado, sino por mera necesidad: porque veíamos cómo se hundía el que teníamos, y era indispensable tratar de pensar otro (véase «Futuro», pág. 378).
Fueron los días de miles y miles en la calle, los días de las asambleas, de la inquietud de millones que veían que su país se derrumbaba, y sus vidas con él; los días de la inquietud de unos pocos que habían hecho muy buenos negocios en esos años democráticos, y que empezaron a temer lo que podría pasar si el tótem se caía. Durante unos meses, los poderosos argentinos intentaron todas las formas posibles de recuperación de su lugar: de su poder. Era obvio que tendrían que conceder un poco: el clamor era demasiado fuerte como para ignorarlo.
Sabemos que las experiencias diferentes de esos días no llegaron muy lejos. Ahora podemos pensar la crisis de 2001 como la versión local de ese formato inaugurado por la caída del Muro, en que una comunidad decide sacudirse un régimen sin tener un proyecto de reemplazo. No es una revolución sino una revuelta: el estallido sin más programa que acabar con un poder y «recuperar» unas libertades supuestamente perdidas, sin más precisiones. Un estallido que después deja en otras manos el manejo del resultado del vacío que acaba de crear —como pasa, estos días, en Túnez, en Egipto, en el resto de África del Norte.
Entonces, el intento asambleario no funcionó por varias razones: primero, supongo, porque nadie sabía bien cómo hacerlo; después, porque los pequeños partidos de la izquierda más conservadora se empeñaron en copar la novedad y reducirla a sus viejos esquemas; y, con el transcurso de los meses, porque los argentinos mostramos una vez más que somos impacientes y levemente frívolos y, al no ver resultados inmediatos, perdimos el interés por el asunto. O, mejor: nos asustamos y empezamos a buscar un papá bueno, uno que no fuera como todos, o sea: a creer que el problema no era el mecanismo de la delegación sino las personas en las que delegábamos. Que toda la culpa, una vez más, era del chancho o, mejor dicho, la piara.

jueves, 14 de julio de 2011

La ducha fría de la realidad




La Guerra Cultural de Fito, Galasso, Forster, Andrés Rivera, Horacio González y Aníbal.

                                                                                             


“Perder no es grave, el problema es la cara de b…que te queda”.
Vernet



Tío Plinio querido,
Como jefe de campaña de Macri, el cantante Fito Páez resulta más competente que Aníbal, El Premier.
Pero aparecen, de pronto, dos competidores. El novelista Andrés Rivera y el historiador Norberto Galasso. Para defenderlo.
Al asco que siente Fito, hacia la mitad de los porteños que cometieron la atrocidad de votar a Macri, debe sumarse la pena conmovedora que siente Norberto Galasso. Por la misma mitad. Asco más pena.
Se suman, también, los firuletes argumentales del crítico-funcionario Horacio González. Resultan tan inquietantes como las vacilaciones elaboradas del pensador Ricardo Forster.
Después de haberse dado la ducha, indeseablemente fría, de la realidad, ambos -González y Forster- merecen ensayar el consuelo espiritual.
Las líneas inspiradas que emanan, tío Plinio querido, del dramatismo de otra Carta Abierta.
Para esclarecimiento del sector decente de la sociedad.
Lo de Andrés Rivera, en cambio, es menos desopilante que el asco de Fito, el “moderado”, y la pena de Galasso.
Es una barbaridad teórica.
Para interpretar la debacle de Filmus, sostiene Rivera que Buenos Aires se encuentra “atravesada por el fascismo”.
Resulta perdonable tanta incomprensión del fascismo.
Rivera le falta -al fascismo-, el respeto.

Los indignados
Se asiste, tío Plinio querido, a los primeros escarceos de una Guerra Cultural. Provocada, unilateralmente, desde el bando de los indignados.
Una manga de presentables, intelectualmente frívolos. Se muestran indignados. Como los que se amontonaron en la Puerta del Sol. España.
Nuestros indignados fueron sólo vencidos en una pugna electoral.
No soportan, ni digieren, las imágenes del triunfo democrático del adversario. Las toman como ofensivamente burlonas. Insultantes. Humillantes.
Es la reacción hormonal, sin contención, de los indignados, ante el espectáculo eufórico de la victoriosa “ideología a-ideológica
Los kirchneristas, cristinistas, o meramente antimacristas, que se enojan, deberían recordar aquella máxima del filósofo positivista J.M. Vernet:
“Perder no es grave, el problema es la cara de b…que te queda”.

El error de la derrota
El error de la derrota es claramente perceptible, tío Plinio querido, en el rostro triste de Filmus. El Psicobolche Nostálgico.
Pero Filmus exhibió una reacción infinitamente más racional. Aguantó el deseo de descalificar a los porteños, que se equivocaron por no votarlo.
Tampoco reaccionó del todo mal Tomada, El Enternecedor. Apenas elaboró tonterías conceptuales.
Aunque se les notara, en los entresijos de la mirada grave, que se los habían roto.
Con virulencia, a los dos. Con la explícita crueldad de los votos.
Con generosidad de criterio, deben entenderse las manifestaciones negacionistas. Son espejos de la impotencia.
La sorpresa, por la inesperada diferencia abrumadora, fue fuertemente impactante.
Los 20 puntos de distancia se convirtieron, tío Plinio querido, en goleada.
Los kirchneristas entrañables. Los cristinistas gratificados. O los antimacristas por principios, creyeron, lícitamente, en el escenario que les plantearon, con apasionamiento romántico, los combatientes abnegados del Frente Encuestológico para la Victoria.
Pilare
s, tío Plinio querido, de la sociología estomacal.
Así como existe el poeta comprometido, o los cantantes comprometidos con los contratos de la transformación (Fito, Teresa, León o Victor), persiste, también, el sociólogo fervorosamente comprometido con la militancia en el Frente Encuestológico para la Victoria.

Biorritmo
La imagen de Mauricio, con su baile amarillo, resultó intolerable. Indigesta, para los indignados.
Entre globos de colores y saltos de barra brava. Con María Eugenia y Horacito. Con los réprobos Cristián y El Colorado.
Fueron imágenes lo suficientemente agresivas. Legitimaron que los defensores del “modelo” estallaran.
A pesar de todo conviene apostar, estratégicamente, por la indulgencia colectiva. Sin impulsar fusilamientos. Linchamientos. En la Guerra Cultural.
De última, las arcadas, la sensación de asco que confesó Fito, nunca podrán atenuarse con el triunfo de Filmus, en la ilusoria segunda vuelta.
Basta, técnicamente, para salir del paso y disolver el asco, con el recurso de la Hepatalgina.
Co
n treinta gotas de Reliverán.
La reacción, orgánicamente hormonal, de los Fitos, es una consecuencia. Ninguna causa.
Tiene que ver con la adquisición, al contado, del discurso transformador que el kirchnerismo les vende.
Las causas debieran hurgarse entre las estrategias berretas que marcan, en conjunto, los verdaderos “mariscales” de la derrota de Filmus.
Carlitos Zanini, el Ñoño, el Lopecito sin magia. Y Cristina, la abuela dulce del “Vestidito negro”.
La realidad de la caída se impuso, tío Plinio querido, con la impresión de una ducha muy fría. Agua helada sobre los cuerpos excitados. Tibios.
Dígale a tía Edelma que se tiene que anotar, con la Otilia -cada vez más fatal- en la onda cotidiana del biorritmo.
Le marcan, con rigor, los tres niveles del funcionamiento.
El nivel intelectual, el físico, y el emotivo.
El biorritmo, dígale, acierta siempre. Si se prende lo va a tener, en su correo, gratis. Cuando arranca el día.

Jorge Asís Digital