domingo, 22 de febrero de 2009

"Slumdog millionaire"







Si la misión del arte no consiste en copiar la naturaleza, sino en darle expresión, reproducir el alma, la fisonomía de las cosas y los seres, el film de Danny Boyle, según el crítico, sería un ejemplo de buena cinematografía.




La modernidad del melodrama
Enrique Lacolla

"Slumdog millionaire" es cine por todo lo alto. Una técnica deslumbrante puesta al servicio de una historia de gran intensidad existencial.
Hacía tiempo que el cine no proporcionaba una muestra de su vigor y de su explosiva capacidad para inventar imágenes provistas de sentido como lo hace en el caso del filme "Quién quiere ser Slumdog millionaire". O, más simplemente, "Slumdog millionaire". Algo así como ¿perro de albañal millonario?.

Por suerte, en este universo cinematográfico poblado de comicidad pasatista, de niños magos, de terrores parapsicológicos; de escepticismo, de violencia de cartón maché y de un sadismo desasido de toda proposición humana y expresivo de un nihilismo indiferente, de cuando en cuando irrumpen filmes como este. Cuya explosión de luz y color impacta como una granada.

Coproducción anglonorteamericana ambientada en la India, el filme de Danny Boyle es de una suculenta riqueza formal, que sabe henchir los datos de un melodrama Hollyood ?o Bollywood- style con un contenido humano cuya fusión con la técnica cinematográfica hace pensar en la eficacia con que Charles Dickens trataba unas historias en apariencia sensibleras que se elevaban, sin embargo, al nivel intangible de la obra de arte en razón de su compromiso afectivo con los personajes, de la dexteridad con que los trataba y de la densidad humana que emanaba de ellos.

El relato de "Slumdog millionaire" está llevado adelante con estupenda energía, con un torrente de imágenes de la India que no ahorran nada de la dureza e incluso el horror que habita a sus sectores más desamparados y que contrastan con la visión de la otra India, la potencia emergente que se perfila como uno de los colosos asiáticos y como un polo de poder en formación.

Es imposible remitirse al análisis de una película como esta sin señalar el parentesco, no necesariamente buscado, con el poderoso novelista inglés que mencionamos. Aquí hay la misma exposición de la brutalidad social vivida como cotidianeidad y el consiguiente esfuerzo de adaptación a esta de parte de quienes les toca vivir en medio de ella. Personas que a veces terminan hundiéndose en el desorden o bien consiguen sobrenadar a él.

Tampoco está fuera de lugar la referencia al cine de Frank Capra, habilidoso manipulador de emociones que era capaz de trenzar un drama en apariencia insoluble y desanudarlo al final, con algún expediente súbito y reconfortante. Pero en este caso hay que remarcar que lo que en Capra era un conformismo de última hora, acomodaticio respecto de un estado de cosas al que sugería se podía redimir a través de la bondad, en Boyle y su codirector indio Loveleen Tandan, la trama romántica, sentimental, melodramática y turbulenta en la que se enredan los protagonistas no se cierra con un gesto pacificador, sino con una explosión de alegría que no es una ruptura con el contenido esencial del filme, sino una especie de epifanía. Esto es, de rescate centrado en una afirmación existencial que no pasa por la simpatía blandengue sino que es expresiva de una rebelión fundada en la certeza de una vitalidad que fluye y que es capaz de arrostrar ?a nivel generacional y, porqué no, histórico?- todas las adversidades.

El argumento del filme nos describe la peripecia de tres huérfanos en Bombay-Mumbai. Dos son hermanos, el menor Jamal y el mayor Salim. A ellos se suma una niña, Látika. Todos son víctimas de una de las tormentas étnicas que periódicamente devastan la ciudad y de las cuales la minoría musulmana es la víctima preferida. Los tres han perdido a sus padres en el tumulto, y a partir de allí la película se enhebra en una serie de encuentros, desapariciones y reencuentros, durante cuyo transcurso Salim, enamorado de Látika desde un primer momento, revuelve cielo y tierra para encontrarla, hasta participar en un show de preguntas y respuestas televisivo en la esperanza de que, a través de él, su enamorada pueda ubicarlo y reunírsele. Contra toda expectativa Salim, que ha ascendido con mucho trabajo desde la mendicidad al rango de chico de los mandados en un ?call center?, acumula una portentosa cantidad de dinero, al que arriesga a todo o nada en cada programa. En la presunción, arteramente instigada por el conductor del programa, de que el muchacho esté trampeando con las preguntas, la policía le detiene y lo tortura para hacerlo confesar los mecanismos de la supuesta estafa en la que estaría envuelto.

Este planteo argumental aparece fragmentado en un discurso abarcador, que altera la continuidad temporal y remite incesantemente al pasado y al presente, utilizando el interrogatorio policial como nexo conductor del recuento de los relatos separados entre sí, que van y vienen sobre sí mismos sin que el espectador pierda por ello el hilo de los acontecimientos. El filme se estructura en una construcción formal que sigue el ritmo afiebrado de la vida de los personajes y de la ciudad terrible que habitan. Un montaje sincopado que refracta una banda sonora sensacional, una fotografía de colores restallantes y continuas variaciones de tono, una música que aprovecha los matices de la música oriental y los mezcla con la de Occidente, van derivando en escenas y tomas sorprendentes, que sin embargo en ningún momento caen en el rebuscamiento efectista.

Como insinuamos al principio, "Slumdog millionaire" contiene los elementos argumentales de un melodrama de Hollywood revestido por una audacia formal que los tapa o que, al menos, ciega al espectador respecto a estos. No se trata sin embargo de una manipulación, sino del rescate de los elementos válidamente humanos que habitaban a aquellas viejas historias, sacudiéndoles la hojarasca sentimentaloide. La India que nos muestra el filme de Boyle es la dramática India de hoy, donde conviven dos mundos separados por las barreras de las castas pero, sobre todo, por una diferenciación social abrumadora. Por un lado la India de la gente que malvive y muere en la calle, que alivia sus intestinos en la vereda: la India de la Madre Teresa, todavía; y por otro la India de los rascacielos espectaculares, del crecimiento económico sin tregua, de los autos de lujo, de las computadoras y del protagonismo estratégico que la iguala a las grandes potencias.

Por sus méritos intrínsecos, nos parece, "Slumdog millionaire" debería ser la principal recipiendaria de los premios Oscar. De entre lo visto hasta ahora de la producción del 2008, es la mejor película, ostenta la mejor dirección, el montaje articulado con mayor destreza y la fotografía de mayor plasticidad: la más abigarrada, fluida y rica de todas. Pero vaya uno a saber. La Academia tiene sus caprichos y se trata además de una película hablada en inglés pero en parte también en hindi. De lo que no cabe duda es que tardará mucho en borrarse de la memoria de quienes la hayan visto.

"Slumdog millionaire". Dirección: Danny Boyle. Codirección india: Loveleen Tandan. Guión: Simon Beaufoy, basado en la novela "A&Q", de Vikas Swarup. Intérpretes principales:Dev Patel, Freida Pinto, Madhur Mittal, Tanay Hemant Chheda, Tanvi Ganes Lonkar, Sashutosh Lobo Gajiwala, Ayush Mahesh Khedekar, Rubina Ali, Azharuddin Mohammed Ismail.)



Enrique Lacolla, periodista y escritor.

sábado, 21 de febrero de 2009

Alicia en el País de las Maravillas


El ensayo, transformado en el arma más eficaz para dirimir controversias, producto de nuestra polémica historia, se convierte en el género dominante, y no menor, de nuestra literatura.
Jaime Rest, ensayista destacado, analiza uno de los libros mas sorprendentes de la literatura universal, en el que se describe un peculiar mundo gobernado por leyes de una lógica muy particular y poblado de personajes tan chocantes como el Sombrero, el gato de Cheshire o la Duquesa, que ha fascinado a niños y adultos de todo el mundo.



LA LOCURA Y EL MÉTODO Por Jaime Rest
Though this be madness, yet there is method in’t.(Aunque esto sea locura, hay método en ella)
Hamlet, II, ii, 211


El anecdotario de la reina Victoria es abundante y en buena medida apócrifo. Pero muchos de los episodios registrados sirven para ilustrar la personalidad legendaria que se atribuye a esta augusta matrona, símbolo de la plenitud alcanzada por el imperio británico en el siglo XIX, así como facilitan una epigramática semblanza de sus más recordados súbditos, a los que se confiere la función de interlocutores en las historias referidas. Sirva de ejemplo un suceso que se ubica en 1867, cuya autenticidad es rubricada por algunos historiadores y biógrafos.
La ilustre monarca quedó gratamente sorprendida por un libro para niños recién aparecido y sugirió al afortunado escritor que le hiciese llegar un ejemplar dedicado de la primera obra nueva que publicase. Éste satisfizo la real solicitud pero inadvertida o deliberadamente el libro con que fue halagada la destinataria consistía en un abstruso manual de álgebra superior. El autor de tan insólito tributo era un hombre todavía joven, nacido en 1832, que sentía particular complacencia en urdir narraciones para entretenimiento infantil, pero que además se desempeñaba como profesor de matemáticas en un instituto oxoniense y distraía sus ocios en el intrincado estudio de la lógica simbólica.
Se llamaba Charles Lutwige Dodgson, si bien firmaba sus piezas de ficción con un seudónimo que había elaborado sobre su propio nombre: Lewis Carroll. (Según el mismo explica en su diario, el 11 de febrero de 1856, del apellido materno Lutwige derivó “Lewis” y de su nombre de pila, latinizado, extrajo “Carroll”).
El libro que fascinó a la reina se titulaba Alice’s Adventures in Wonderland y el que seguramente la desconcertó con dedicatoria tan imprevista era un tratado “elemental” sobre determinantes, cuya dificultosa lectura y cuyo inevitable grado de especialización se veían enmarañados adicionalmente por circunstancias de que el investigador que lo había redactado tenía una obsesiva preocupación en perfeccionar -y por lo tanto, en modificar- el sistema de signos empleados en las fórmulas algebraicas.
Cuando el escritor murió, a comienzos de 1898, su contribución a la literatura para niños había alcanzado un prestigio tan resonante que pareció justificar la publicación de la tradicional biografía oficial con que en Inglaterra se suele rendir tributo a los difuntos ilustres.
De inmediato, en el curso de ese mismo año, Stuart Dodgson Collingwood, sobrino del autor, dio a conocer su Life and Letters of Lewis Carroll. Sin embargo, habrían de transcurrir más de treinta años hasta que, al cumplirse el centenario del nacimiento, se intentara una evaluación novedosa de los alcances casi imprevistos que cabía inferir de producción tan original. Tal vez fue Walter de la Mare quien favoreció la nueva óptica, al difundir en 1930 un ensayo muy sugestivo, incorporado en una compilación de estudios sobre literatura victoriana tardía.
Pero en definitiva habría de ser Edmund Wilson el encargado de poner al descubierto las principales líneas que ofrecía el examen de estas obras tan admirables como insatisfactoriamente exploradas; en el breve artículo “C.L.Dodgson: the Poet Logician”, fechado el 18 de mayo de 1932 y recogido con abundante información adicional en The Shores of Light veinte años después, se trazan in nuce las pautas esenciales que debe seguir la indagación: el sentido subyacente en los juegos verbales; la importancia que reviste la interpretación psicoanalítica de los sueños; el valor enunciativo que se oculta en el empleo del nonsense; la gravitación que en los textos de Carroll poseen el lenguaje paródico y las nociones matemáticas.
Desde entonces, por espacio de más de cuatro décadas, muchos han aplicado estos criterios en el intento de explicar la insólita conjunción de disciplina intelectual y de absurdo que permitió a Carroll desarrollar simultáneamente dos tareas de apariencia tan antitética como son la literatura infantil y la investigación logicomatemática.
De tal forma, se constituyó un ciclo exegético cuyo primer eslabón fue la interpretación psicoanalítica de William Emspon, en un recordado capítulo de su libro Some Versions of Pastoral (1935), y cuyo aporte reciente más ambicioso lo proporcionó Gilles Deleuze en su Logique du sens (1969), estudio orientado a demostrar que bajo la apariencia disparatada de estos textos se encubre un juego de significados tal vez rigurosos. Por consiguiente, en razón del prestigio crítico que alcanzó Edmund Wilson, su voz fue escuchada a propósito del mismo asunto que G.K. Chesterton había señalado mucho antes con escasa o ninguna repercusión en los círculos eruditos.
En el volumen que se tituló The Defendant, aparecido en 1901, se incluía un lúcida “defensa del nonsense” en la que se argumentaba que el País de la Maravillas era una “comarca intelectual” habitada por profesores y teólogos que habían adoptado el disfraz de Humpty Dumpty o de la Liebre de Marzo. Además, con excepcional sagacidad, este comentario planteaba por primera vez una de las cuestiones fundamentales de la mentalidad victoriana, dividida entre la respetabilidad manifiesta y la trasgresión secreta o disimulada, según lo han demostrado de diverso modo las indagaciones de Steven Marcus y de Masao Miyoshi en fecha mucho más cercana.
Esta escisión de la personalidad se manifestaba, entre otros síntomas, por una profunda nostalgia de la niñez ideal, en la que todavía no se había puesto en evidencia tan conflictiva división; pero esta sensación de añoranza conducía a una ambigua posición adulta con respecto a la inocencia infantil, a la que se consideraba, por un lado, una suerte de inmadurez que debía ser estrechamente vigilada para que no se corrompiera y, por el otro lado, una virtud apetecible en sí misma que debía perpetuarse evitando que los niños crecieran.
Se configuraba, de tal modo, una mezcla de sentimentalismo e inflexibilidad que inducía a conmiserarse de los niños y a maltratarlos a un mismo tiempo, a la vez que se los proveía de materiales literarios supuestamente placenteros que, más allá de ciertas intenciones ejemplarizadoras de índole moral o religiosa, se consideraba que estaban exentos de toda validez adulta (es decir, desprovistos de cualquier presunta captación de la realidad). Tal como sugiere Chesterton, ni siquiera el autor de Alice in Wonderland estuvo a salvo de esa visión desgarrada que caracterizó a sus contemporáneos. Si bien Charles Lutwige Dodgson, diácono de la Iglesia de Inglaterra y pedagogo oxoniense, fue “muy serio y convencional, universalmente respetado, pero bastante pedante”, al mismo tiempo se sintió tan poderosamente arrebatado por su doppelgänger que no pudo resistir las tentaciones que cautivaban a Lewis Carroll.
Según las normas sociales honorables de entonces y aun de ahora, este último era una especie de Mr. Hyde que exhibía algunas proclividades siniestras, análogas a las de Humbert Humbert, el protagonista de la novela de Nabokov, si bien no parece haberse dejado seducir por sus respectivas Lolitas sino que se limitó a narrarles historias deslumbradoras y a fotografiarlas. Afortunadamente, en sus relatos no sólo volcó un inmenso caudal de fantasías oníricas sino que además introdujo las preocupaciones que absorbían su vigilia y, de esta forma, prácticamente demostró que la lógica es por antonomasia la ciencia del absurdo.
Los adultos victorianos no advirtieron las secretas claves de estas narraciones y las juzgaron meros ensueños desprovistos de todo valor que no fuera el destinado a entretener a los niños con el auxilio de pompas de jabón que estallaban al agotarse. (Acaso ni siquiera el mismo autor de Alice in Wonderland llegó a estimar en su totalidad los alcances de la aventura literaria que había emprendido).
Hoy día, en cambio, nos resulta imposible admitir, como se suponía en el siglo XIX, que un texto de esta índole pueda ser absolutamente inocente: el surrealismo, las teorías de Freud y Jung y una abundante reflexión sobre el valor enunciativo de los signos nos han tornado extremadamente perspicaces.
A juicio de Borges, lo que singulariza a Lewis Carroll es el hecho de que “nadie desconfió tanto del lenguaje” ni advirtió con tanta lucidez que “descubrir un razonamiento no es lo mismo que percibir un objeto físico”. Este es un buen punto de partida para analizar Alice in Wonderland.
Las palabras son la materia con que construimos nuestra imagen del universo, y la lógica, que supuestamente legisla la correcta organización de nuestros razonamientos, es la herramienta a la que se atribuye el prodigioso don de estructurar una fiel interpretación de los mecanismos que gobiernan no sólo nuestras ideas sino también la realidad misma del mundo en que nos hallamos insertos. Pero el formalismo lógico tradicional hace largo tiempo que se halla en crisis: en el siglo XIV, el nominalista Guillermo de Occam logró imponer la tesis de que no hay correspondencias necesarias entre el lenguaje (o el pensamiento) y la realidad; más tarde, Spinoza trató de escapar a comprobación tan inquietante, para lo cual apeló al rigor de las demostraciones geométricas: por último, desde Leibniz hasta nuestros días, sin excluir aportes de Frege y de Bertrand Russell, se ha intentado superar es misma dificultad reduciendo los enunciados lógicos a fórmulas algebraicas que pretenden soslayar las ambigüedades del habla cotidiana.
Puesto que los vocablos que se utilizan para designar cosas arrastran inevitablemente connotaciones que les otorgan un valor incierto y penumbroso, la lógica simbólica buscó en los signos matemáticos un auxilio para facilitar la depuración de nuestras operaciones intelectuales. Este procedimiento ha contribuido a perfeccionar los recursos de que se vale la investigación científica, pero al mismo tiempo ha engendrado una curiosa paradoja: sabemos que las palabras que designan las manifestaciones del mundo concreto enturbian nuestro conocimiento con matices deformadores, pero la pureza formal que emana de la lógica simbólica ha sido alcanzada a costa de sacrificar la denotación, la referencia directa a ese mismo mundo. Por lo demás, podemos enunciar juicios que tienen valor operativo o pragmático (por ejemplo “el fuego quema”), pero hemos quedado privados de la metafísica, de esa aptitud que aspira a desentrañar de manera inequívoca el fundamento verdadero de la realidad (o sea, que no estamos en condiciones de sostener que la naturaleza última del cosmos consista en arquetipos platónicos o en materia).
Lewis Carroll fue un apasionado explorador de la lógica simbólica y, por eso mismo, conocía los límites de la situación humana: cuanto se diga está viciado de confusión y cuanto se logra rescatar de la ambigüedad está condenado a ser un mero juego, una simetría elaborada en el vacío.
Sus humoradas se han convertido en un auténtico rompecabezas para filósofos, y el sesudo Bertrand Russell dedicó un párrafo íntegro en The Principles of Mathematics (III, 38) a refutar laboriosamente los argumentos que Carroll expuso en una graciosa conversación del veloz Aquiles con la tortuga que le ganó una carrera, diálogo en que el erudito quelonio demuestra la imposibilidad de aceptar la Primera Proposición de Euclides sin recorrer una serie infinita de pasos previos.
Henri Parisot ha observado que Lewis Carroll utiliza la lógica de aspectos más estrictos para elaborar razonamientos absurdos, “como si disfrutara de un perverso regocijo en ridiculizar la ciencia que enseñaba”.
Tal comprobación no debe sorprendernos ni tampoco admite ser considerada síntoma de una disposición perversa, puesto que este profesor de lógica acaso consideraba que dicha ciencia servía para disciplinar el pensamiento pero, al mismo tiempo, ponía en evidencia serias dudas de que el mundo funcionase de conformidad con normas que poseían un alcance pura y exclusivamente intelectual; en su opinión, nada permitía suponer que la res extensa pueda ser sometida justificadamente a los mismo principios que regulan la res cogitans.
Por lo tanto, la aplicación de la lógica a los hechos de la realidad física siempre resultará precaria y dudosa, ya que presumir que tales hechos deben tener necesariamente sentido no es una comprobación verificable sino una mera hipótesis utilizada por los investigadores científicos; en cambio, parece indudable que toda la actividad mental, en virtud de su misma naturaleza y por razones de economía biológica, está llamada a poseer sentido, a menos que supongamos que nuestras operaciones intelectuales puedan desenvolverse vanamente.
De lo cual se infiere, tal como quizás lo hizo Lewis Carroll adelantándose a la interpretación psicoanalítica de los procesos oníricos, que un sueño acaso resulta más coherente y significativo que muchos de los fenómenos, explicados o no, que tienen lugar en el mundo material. Aplicados a la realidad, los preceptos lógicos pueden conducirnos al callejón sin salida de las paradojas, pero estas son absolutamente usuales en el ámbito del pensamiento.
Las cosas permanecen en silencio, jamás nos hablan; son los hombres, cuyo entendimiento e imaginación se expresan incesantemente por medio del lenguaje articulado, quienes les atribuyen un habla significativa. En el universo humano todo es enunciado, y donde el enunciado prevalece indiscutido siempre hay la presunción del sentido, así se trate de los limericks de Edward Lear. Todas las formas en que se manifiesta la actividad del pensamiento poseen, en consecuencia, cierta articulación lógica, aun en el caso de una pesadilla o de un ritual esquizofrénico.
En esto, el más lúcido y sensato de los personajes de Alice in Wonderland es sin duda el Gato de Chesire, quien admite su propia demencia y la vincula a la relatividad de las operaciones mentales: “Para empezar, pongámonos de acuerdo en que los perros no están locos. ¿Verdad? Ahora bien, estás enterada de que un perro gruñe cuando está enojado y mueve la cola cuando está contento. Pues, sucede que yo cuando estoy contento gruño (Alicia le objeta que eso se llama ronronear) y cuando estoy enojado muevo la cola. Por ende, estoy loco.”
En Alice in Wonderland se introduce una multitud de equívocos verbales engendrados por la ambigüedad de las palabras. El más sencillo aparece en el capítulo III. Puesto que Alicia y sus compañeros de peripecias han quedado enteramente mojados después de nadar en el charco de lágrimas, al llegar a la orilla el Ratón se ofrece a contar una fábula que resulte “secante” (en inglés, el verbo to dry también posee, como su equivalente español en el uso coloquial rioplatense, el valor de causar tedio o aburrir). Procede, pues, a referir una historia muy larga que Alicia imagina con la forma de la cola del roedor, en virtud de que el narrador anuncia la exposición de “un largo relato” (a long tale) y la protagonista entiende “una larga cola” (a long tail), de modo que se produce la tan frecuente confusión suscitada por voces homófonas.
Parecido es el equívoco que se origina en el capítulo IX entre los diversos significados que posee un mismo término: se nos dice “los flamencos y la mostaza pican”, de lo cual se infiere que “son aves de idéntico plumaje”. A esta misma especie de situación pertenece el diálogo en el capítulo IX de Through the Looking- Glass and What Alice Found There, cuando Alicia pregunta por el criado que debe responder el llamado a la puerta y la Rana replica “¿Responder a la puerta? Pero ¿qué ha estado preguntado?”
Un caso más intrincado se presenta en el capítulo V de Through the Looking-Glass, la Reina Blanca anuncia a la heroína que puede obtener mermelada every other day (“día por medio”); pero si se toma al pie de la letra la fórmula inglesa precedente, jamás se conseguirá mermelada en la jornada que está transcurriendo pues today isn’t any other day (“hoy no es cualquier otro día”); por consiguiente, un respeto demasiado literal a la construcción idiomática empleada priva a Alicia de lograr el acceso a la recompensa apetecida. Inclusive en el capítulo VIII de este mismo libro, en su coloquio con el Caballero Blanco que se dispone a entonar una canción, la protagonista debe afrontar una cuestión que se origina en el campo de lo que actualmente llamamos metalenguaje, cuando su interlocutor le señala que hay que distinguir entre la cosa, el nombre de la cosa y el nombre que designa el nombre de la cosa.
Por otra parte, también es muy sugestivo en el capítulo VI de esta obra, el diálogo de Alicia con Humpty Dumpty, quien declara que todo nombre significa algo y que “cuando yo uso una palabra, esa palabra significa exactamente lo que decidí que significara”, afirmación de manifiesto sesgo nominalista; además, en el capítulo II se refiere la curiosa aventura de la foresta donde las cosas han perdido su nombre, foresta que a juicio de Martin Gardner se identifica con el universo mismo, cuyos objetos carecen de denominaciones hasta que el ser humano les adjudica nombres arbitrarios porque ello le facilita la tarea de dominar la realidad.
Agreguemos que en el capítulo inicial de su Symbolic Logic, Carroll se refiere a “las cosas y sus atributos”; estos nunca se manifiestan en ausencia de aquellas, pero de manera excepcional la sonrisa del Gato de Chesire (un atributo) subsiste cuando el Gato mismo (la cosa) ha desaparecido.
Resulta inútil buscar una página de Carroll en que este tipo de prestidigitación lingüística se halle omitida; sea como fuere, los pasajes mencionados bastan para exhibir el procedimiento: las palabras suelen seducirnos con valores traslaticios que logran extraviarnos. Uno de los aspectos del lenguaje que en apariencia fascinaba a Lewis Carroll era la capacidad de cosificar seres inexistentes y nociones abstractas.
Al menos, esta aptitud la encontramos tratada en sendos pasajes significativos de los libros de Alicia. En el capítulo IX de Alice in Wonderland surge, por ejemplo, ese animal fabuloso que se denomina Falsa Tortuga. En Inglaterra, la sopa de tortuga fue un plato predilecto de la cocina victoriana, pero en ausencia del ingrediente auténtico era posible preparar un sustituto de gusto análogo que se obtenía de carne de ternera; en consecuencia, el simple hecho de que se hablara de una “sopa de falsa tortuga”otorgó a tal designación un valor propio que justificaba la autonomía nominal de la Falsa Tortuga como ser con característica diferenciales, cuyo cuerpo de quelonio iba acompañado por cabeza, patas traseras y cola de vacuno (según las instrucciones que Carroll dio al dibujante John Tenniel para trazar la figura respectiva).
En cambio, en su encuentro con el Rey Blanco, en Trough the Lookin-Glass, éste encomienda a Alicia asomarse para ver si llegan los mensajeros; la niña responde: “A nadie veo en el camino”, ante lo cual su interlocutor reflexiona sorprendido: “¡Cuánto me gustaría tener tales ojos…! ¡Ser capaz de ver a Nadie! ¡Y a semejante distancia! Para decir la verdad, todo lo que me está permitido ver con esta luz es la presencia de gente real.”
Tal equívoco, por lo demás, tiene un lejano e ilustre precursor – quizás recordado por Carroll- en aquel episodio del canto IX de la Odisea homérica, en que Polifemo es persuadido por Ulises de que el nombre de éste es Nadie.
Cuando el héroe logra escapar y sus compañeros logran enceguecer al gigantesco adversario, Polifemo comienza a dar voces lamentándose de que “Nadie me ha tendido una celada mortal”, a lo cual responden muy comprensivamente los demás cíclopes: “Pues bien, si nadie te atacó y permaneces solo, entonces no hay manera de librarse de la penuria irremediable con que te ha herido Zeus. Cuanto puedes hacer es rogar a Poseidón, tu padre.”
La conjunción de lenguaje y realidad en el mundo de Carroll engendra toda suerte de conflictos. Según observaba el profesor Roger W. Holmes, tanto en el País de las Maravillas cuanto en la comarca del espejo se acumulan cuestiones e ingredientes de la lógica, de la metafísica, de la teoría del conocimiento y de la ética. A lo largo de los dos libros que protagoniza Alicia, se van desperdigando situaciones y comentarios que ilustran admirablemente “los principios lógicos, los usos y significados de las palabras, las funciones de los nombres, las perplejidades vinculadas al tiempo y al espacio, las dificultades que entraña la identidad personal, la condición de la sustancia con respecto a sus cualidades, el problema de la relación entre la mente y el cuerpo”. Hay varias referencias a juegos con el tiempo. Una de ellas es el episodio en que el dedo de la Reina Blanca sangra antes de haberse pinchado.
Otra corresponde a la merienda presidida por el Sombrero Loco, cuyos comensales se han convertido en manecillas de un reloj que tiene por cuadrante la mesa donde se sirve el té: para las manecillas la hora no cambia porque ellas son el eterno presente, cuya estimación circunstancial únicamente varía en los números indicados sobre el cuadrante. También hallamos situaciones especiales insólitas, como en la desesperada carrera que emprenden Alicia y la Reina Roja para “poder mantenerse en el mismo lugar”. En el encuentro con los mellizos Tweedledum y Tweedledee se introduce un siniestro vaticinio sobre el destino de los personajes soñados que se desvanecerán cuando el soñador despierte, pero al mismo tiempo se establece una disputa acerca de quién sueña a quién.
En el comienzo de Alice in Wonderland menudean las alusiones al enigma de la identidad personal, vinculadas a los cambios de tamaño que sufre la protagonista en su esfuerzo por adaptarse a las dimensiones de quienes habitan la región subterránea; este proceso culmina cuando la Oruga, de buenas a primeras, le espeta a la heroína la pregunta: “¿Quién eres tú?, y ésta sólo atina a responder vacilante: “Yo… yo, señor, casi no lo sé en este momento… por lo menos sé quién era cuando me levanté esta mañana, pero me parece que desde entonces he sufrido cambios varias veces.”
Interrogado por Alicia, que desea irse a otra parte, el Gato de Chesire, con su habitual sabiduría y aplomo, contesta que el itinerario “depende en buena medida del sitio al que quieras llegar”; a juicio de John Kemeny, esta reflexión plantea el problema fundamental de las relaciones entre la ciencia y los valores, sólo en el caso de haber tomado una decisión previa acerca de cuál es el objetivo que nos proponemos alcanzar, la ciencia podrá indicarnos el camino más adecuado para llegar a la meta escogida.
Por último, para abreviar la enumeración, cabe recordar que la Duquesa, en el seminal capítulo IX de Alice in Wonderland, observa que “todo tiene sentido”; la dificultad radica en que no siempre –casi nunca- nos hallamos “capacitados para atraparlo”. Suponemos que el mundo concreto está regido por leyes precisas y necesarias, pero nunca lograremos acceder definitivamente a ellas porque hemos quedado reducidos a la interpretación de datos empíricos: sólo conocemos una constelación de apariencias. La realidad del universo, tal como lo percibimos, se limita a lo que parece.
En una formulación laberíntica, la Duquesa le advierte a la heroína: “Nunca imagines que eres distinta de lo que puedes parecer, pues lo que tú fuiste o puedas haber sido no fue otra cosa que lo tú hayas estado pudiendo parecer a los demás”. Es un galimatías muy cómico pero posee un trasfondo muy ominoso: la verdadera naturaleza de las cosas se nos escapa porque nuestra inteligencia habita el mundo fantasmal de las representaciones.
La lógica se aplica en la correcta organización de las palabras que designan las cosas, en tanto que las cosas mismas quedan excluidas del enunciado; por consiguiente, estamos recluidos en una prisión del lenguaje que sólo permite hablar acerca de las palabras. La “experiencia de alienación”, que ha estado tan de moda en época reciente, no es para Carroll un hecho sociológico que se circunscribe a un determinado período histórico, sino que deriva del aislamiento ontológico que en todos los tiempos el hombre padeció en el instante mismo en que se propuso utilizar un lenguaje exacto e inequívoco para mentar la realidad.
Alicia ha penetrado en un mundo insólito; por lo menos, tan insólito como el de nuestra vida cotidiana. Incesantemente es bombardeada con preguntas de sus interlocutores o que ella misma se formula; por lo general son preguntas que dejan la impresión de exigir respuestas indubitables, pero que la protagonista desconoce.
Son los otros quienes se muestran como si dominaran los significados metafísicos y éticos. La heroína, en cambio, vacila: los objetos saben, pero el sujeto ignora. En consecuencia, Alicia tiene la sensación de que ha ingresado en un universo que no se presta a ningún escrutinio pero que, sin embargo permite barruntar la existencia de un orden irreprochable y necesario. Al llegar a este punto, Carroll prácticamente se ha convertido en el precursor de Kafka.
Alicia, al igual que Joseph K. en Der Prozess, es la víctima de un sistema absolutamente coherente pero cuyo funcionamiento integral jamás podrá interpretar. También hay una prefiguración del Borges que escribe en uno de sus cuentos: “Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a las leyes divinas – traduzco: a leyes inhumanas – que no acabamos nunca de percibir”.
Hasta aquí, tal vez, los propósitos deliberados del autor. Existe, empero, una nueva lectura posible que a Carroll difícilmente se le hubiera ocurrido. Las aventuras de Alicia en la madriguera y detrás del espejo tienen lugar en sueños.
La idea que generó esta presentación acaso pueda remontarse a la dilatada tradición onírica de la literatura europea, que desde el ciceroniano Somnium Scipionis se ha proyectado a través de los siglos con abundante proliferación, especialmente en la Edad Media. Durante largo tiempo se supuso que los sueños tenían valor profético, pero hoy día preferimos atribuirles aptitudes para revelar la personalidad del soñador.
Por desconcertantes que haya resultado la experiencia para Alicia, no debemos olvidar que se ha extraviado en el ámbito de su propia mente, en una comarca que de algún modo ella misma configuró: por lo tanto, la apariencia absurda de los sucesos quizás admita un ordenamiento significativo que nos descubra a la criatura por ende, en este caso, al creador.
El poeta Dante Alighieri concibió a un Dante peregrino del absoluto, al que imaginó en un viaje destinado a confirmar o, por lo menos, a robustecer sus convicciones religiosas, al margen de las cuestiones personales que lo habían llevado a cuestionar ciertos aspectos del comportamiento que la Iglesia exhibía en su tiempo; Lewis Carroll concibe en Alicia un emisario, al que imagina en un viaje destinado a indagar o, tal vez, a cuestionar los principios lógicos y semánticos que han permitido al hombre moderno construir su visión de la realidad.
Pero en este itinerario también se introduce un elemento psicológico al que el autor posiblemente no había conferido adecuada relevancia: que los conejos extraigan su reloj del bolsillo del chaleco, que los gatos se desvanezcan hasta que sólo quede su sonrisa, que los niños se transformen en cerdos son fantasías insólitas pero que no se hallan fuera del alcance de toda conjetura. La literatura psicoanalítica sobre Alice in Wonderland ha llegado a ser extensa e incluye por igual trabajos de críticos y de analistas: William Empson, Phyllis Greenacre, Paul Schilder y Martin Grotjahn, entre otros. Sin embargo, estos enfoques tienden a poner el acento en el examen de los símbolos aislados más bien que en la continuidad del relato, aspecto que es digno de la mayor atención: los episodios disparatados se articulan en una progresión narrativa que por sí misma puede infundirles coherencia.
A través de sus sueños, Alicia se evade del mundo en que vive, a mediados de la era victoriana. La heroína inventa una comarca de pura fantasía pero, sojuzgada por su educación, acaba por regresar al orden de la existencia cotidiana.
Un estímulo inconsciente la lleva a introducirse en un ámbito que la compense de las normas estrictas imperantes en la vigilia de su época. Pero la protagonista no puede desembarazarse plenamente de los preceptos que le fueron inculcados por los adultos: una niña de buena crianza debe adaptarse al código moral vigente en el lugar donde ingresa, aun cuando no consiga entenderlo.
Todo es muy desconcertante, pero su obligación no consiste en preguntar por qué sino en resignarse a la validez inapelable del comportamiento circundante que merece respeto. Es el posible sentido que cabe atribuir a sus ingentes esfuerzos por adquirir una estatura adecuada al tamaño de sus interlocutores.
No obstante, sin cesar se siente confundida por las actitudes que asumen los habitantes de la madriguera y las coteja con las enseñanzas que le fueron impartidas en el mundo de la superficie: si bien trata de escapar a los criterios vigentes en su propia sociedad, éstos nunca la abandonan ni le permiten adquirir una autonomía plena, una libertad sin condiciones.
En tal sentido, el relato presenta una clara división: Alicia entrevé desde el principio un jardín cuyo acceso desea hallar, pero hasta el capítulo VII su intento queda frustrado. Mientras la búsqueda no obtiene resultados, la heroína lucha desesperadamente por amoldarse a las insólitas condiciones del mundo subterráneo. Pero cuando alcanza la meta ansiada, su conducta sufre un cambio no sólo volitivo sino inclusive físico: cesa de adecuar sus dimensiones a las que poseen los restantes personajes y adquiere una postura despectiva y autoritaria.
Deja de respetar a los ocupantes de la madriguera y formula desdeñosas réplicas a las autocráticas resoluciones de la Reina. En definitiva, comienza a crecer inconteniblemente y acaba por imponerse a cuantos la rodean: algo la impulsa a reprimir el libre juego de la fantasía.
La aventura en el País de las Maravillas desemboca en la escena del tribunal con aspecto de Juicio Final, después de la cual la chiquilla despierta como si el superyó de su educación victoriana hubiese logrado finalmente desbaratar el intento de evasión. Sintomáticamente, la fábula concluye con las reflexiones de la hermana de Alicia, quién prevé a la protagonista convertida en mujer adulta, rodeada de sus propios hijos a los que habrá de referir su extraño viaje para regocijo del “corazón sencillo y afectuoso de la infancia”. En suma, también Alicia llegará a compartir la óptica adulta y se someterá complaciente a su conformismo.
Limitados a un plano de significados superficiales, los libros para niños de Lewis Carroll exhiben una cualidad deliciosamente disparatada. Pero en sus profundidades ocultan un caudal abrumador de otra especie de sorpresas: las que proceden del rigor lógico, de la reflexión filosófica, de la experiencia existencial.
O dicho de manera diferente, ponen de manifiesto un tipo especial de absurdo: el que puede extraerse de nuestra presencia en el mundo. El sedimento final de la lectura nos propone una opción inquietante: o bien la estricta adecuación a los preceptos lógicos que gobiernan el País de las Maravillas nos conduce al desatino o, en caso contrario, la suposición pragmática que prevalece en la realidad cotidiana nos precipita en un conformismo alienante.Quizás haya una perspectiva aún más apocalíptica: que estas alternativas, cada una por su lado, sean parejamente ciertas y nos sometan a la acción conjunta de su imperio.
En caso de difundir o citar este texto se solicita mencionar al autor y al editor, Jaime Rest, Mundos de la Imaginación, Monte Ávila Editores, Caracas 1978. Muchas gracias.

domingo, 15 de febrero de 2009

De las piedras de David a los tanques de Goliat



Este artículo fue publicado por primera vez hace algunos años. Su paño de fondo es la segunda intifada palestina, en 2000. Me atrevo a pensar que el texto no ha envejecido demasiado y que su “resurrección” está justificada por la criminal acción de Israel contra la población de Gaza. Por eso, ahí va.






Por José Saramago

Afirman algunas autoridades en cuestiones bíblicas que el Primer Libro de Samuel fue escrito en la época de Salomón, o en el período inmediato, en cualquier caso antes del cautiverio de Babilonia. Otros estudiosos no menos competentes argumentan que no sólo el Primero, sino también el Segundo Libro fueron redactados después del exilio de Babilonia, obedeciendo su composición a la denominada estructura histórico-político-religiosa del esquema deuteronomista, es decir, sucesivamente, la alianza de Dios con su pueblo, la infidelidad del pueblo, el castigo de Dios, la súplica del pueblo, el perdón de Dios. Si la venerable escritura procede del tiempo de Salomón, podremos decir que sobre ella han pasado, hasta hoy, en números redondos, unos tres mil años. Si el trabajo de los redactores fue realizado tras el regreso de los judíos del exilio, entonces habrá que descontar de ese número unos quinientos años, más arriba, mes abajo.
Esta preocupación de exactitud temporal tiene como único propósito ofrecer a la comprensión del lector la idea de que la famosa leyenda bíblica del combate (que no llegó a producirse) entre el pequeño David y el gigante filisteo Goliat, está siendo mal contada a los niños por lo menos desde hace veinte o treinta siglos. A lo largo del tiempo, las diversas partes interesadas en el asunto elaboraran, con el consentimiento acrítico de más de cien generaciones de creyentes, tanto hebreos como cristianos, toda una engañosa mistificación sobre la desigualdad de fuerzas que separaba los bestiales cuatro metros de altura de Goliat de la frágil complexión física del rubio y delicado David. Tal desigualdad, enorme según todas las apariencias, era compensada, y luego revertida a favor del israelita, por el hacho de que David era un jovencito astuto y Goliat una estúpida masa de carne, tan astuto aquél que, antes de enfrentarse al filisteo, buscó en la orilla de un riachuelo que había por allí cerca cinco piedras lisas que se metió en la alforja, tan estúpido el otro que no se dio cuenta de que David venía armado con una pistola. Que no era una pistola, protestarán indignados los amantes de las soberanas verdades míticas, que era simplemente una honda, una humildísima honda de pastor, como ya las habían usado en inmemoriales tiempos los siervos de Abrahán que le conducían y guardaban el ganado. Sí, de hecho no parecía una pistola, no tenía cañón, no tenía barrilete, no tenía gatillo, no tenía cartuchos, lo que tenía era dos cuerdas finas y resistentes atadas por las puntas a un pequeño trozo de cuero flexible en la parte cóncava en la que la mano experta de David colocaría la piedra que, a distancia, fue lanzada, veloz y poderosa como una bala, contra la cabeza de Goliat, y lo derrumbó, dejándolo a merced del filo de su propia espada, ya empuñada por el diestro fundibulario. No por ser más astuto el israelita consiguió matar al filisteo y darle la victoria al ejército del Dios vivo y de Samuel, fue simplemente porque llevaba consigo un arma de largo alcance y la supo manejar. La verdad histórica, modesta y nada imaginativa, se contenta con enseñarnos que Goliat no tuvo siquiera la posibilidad de ponerle las manos encima a David, la verdad mítica, emérita fabricante de fantasías, nos acuna desde hace treinta siglos con el cuento maravilloso del triunfo del pequeño pastor sobre la bestialidad de un guerrero gigantesco al que, finalmente, de nada podía servirle el pesado bronce del casco, de la coraza, de las perneras y del escudo. Por lo que podemos concluir del desarrollo de este edificante episodio, David, en las muchas batallas que hicieron de él rey de Judá y de Jerusalén y extendieron su poder hasta la margen derecha del río Eufrates, nunca más volvió a usar la honda y las piedras.
Tampoco las usa ahora. En estos últimos cincuenta años han crecido de tal manera las fuerzas y el tamaño a David que entre él y el sobrancero Goliat ya no es posible reconocer ninguna diferencia, hasta se puede decir, sin ofender la ofuscadora claridad de los hechos, que se ha convertido en un nuevo Goliat. David, hoy, es Goliat, pero un Goliat que ha dejado de cargar pesadas y en definitiva inútiles armas de bronce. El rubio David de antaño sobrevuela en helicóptero las tierras palestinas ocupadas y dispara misiles contra objetivos inermes, el delicado David de otrora tripula los más poderosos tanques del mundo y aplasta y revienta todo lo que encuentra por delante, el lírico David que cantaba loas a Betsabé, encarnado ahora en la figura gargantuesca de un criminal de guerra llamado Ariel Sharon, lanza el “poético” mensaje de que primero es necesario aplastar a los palestino para después negociar con lo que reste de ellos. En pocas palabras, en esto consiste, desde 1948, con ligeras variantes meramente tácticas, la estrategia política israelí. Intoxicados por la idea mesiánica de un Grand Israel que realice finalmente los sueños expansionistas del sionismo más radical; contaminados por la monstruosa y enraizada “certeza” de que en este catastrófico y absurdo mundo existe un pueblo elegido por Dios y que, por tanto, están automáticamente justificadas y autorizadas, en nombre también de los horrores del pasado y de los miedos de hoy, todas las acciones propias resultantes de un racismo obsesivo, psicológica y patológicamente exclusivista; educados y entrenados en la idea de que cualquier sufrimiento que hayan infligido, inflijan o puedan infligir a otros, y en particular a los palestinos, siempre estará por debajo de los que sufrieron en el Holocausto, los judíos escarban interminablemente su propia herida para que no deje de sangrar, para hacerla incurable, y enseñarla al mundo como si se tratase de una bandera. Israel hizo suyas las terribles palabras de Jehová en el Deuteronomio: “Mía es la venganza, y yo les daré su merecido”. Israel quiere que nos sintamos culpables, todos nosotros, directa o indirectamente, de los horrores del Holocausto, Israel quiere que renunciemos al más elemental juicio crítico y nos transformemos en dócil eco de su voluntad, Israel quiere que reconozcamos de jure lo que para ellos es ya un ejercicio de facto: la impunidad absoluta. Desde el punto de vista de los judíos, Israel no podrá nunca ser sometido a juicio, dado que fue torturado, gaseado y quemado en Auschwitz. Me pregunto si los judíos que murieron en los campos de concentración nazis, esos que fueron masacrados en los pogromes, esos que se pudrieron en los guetos, me pregunto si esa inmensa multitud de infelices no sentiría vergüenza de los actos infames que sus descendientes están cometiendo. Me pregunto si el hecho de haber sufrido tanto no sería la mejor causa para no hacer sufrir a otros.
Las piedras de David han cambiado de manos, ahora son los palestinos quienes las lanzan. Goliat está al otro lado, armado y equipado como nunca se ha visto a soldado alguno en la historia de las guerras, salvo, claro está, al amigo norteamericano. Ah, sí, las horrendas matanzas de civiles causadas por los terroristas suicidas… Horrendas, sí, sin duda, condenables, sí, sin duda, pero Israel todavía tiene mucho que aprender si no es capaz de entender las razones que pueden hacer que un ser humano se transforme en una bomba.

martes, 10 de febrero de 2009

Coetzee analiza a Mailer‏




Sí, soy vegetariano. Encuentro bastante repulsiva la idea de rellenar mi garganta con fragmentos de cadáveres, y me sorprende ver cuánta gente lo hace todos los días.-
J. M. Coetzee





Retrato del monstruo como joven artista
Originalmente en abc.es

En su doble biografía sobre los que fueron los dos carniceros más sangrientos y los peores monstruos morales del siglo XX, Stalin y Hitler (¿pero no aparece Mao ahí con ellos?, ¿y no se hace referencia a Pol Pot?), Alan Bullock reproduce, una junto a la otra, las fotografías de clase de unos jóvenes José y Adolfo tomadas en 1889 y 1899 respectivamente o, dicho de otro modo, cuando ambos rondaban los diez años. Contemplando los dos rostros, intentamos divisar cierta esencia, algún halo oscuro, algún malicioso indicio de los horrores que estaban por venir; pero las fotografías son antiguas, la definición es pobre, no podemos estar seguros y, además, una cámara no es una herramienta que sirva para adivinar.

Conciencia moral.
La prueba de la foto de clase -¿cuál será el destino de estos niños?, ¿cuáles llegarán más lejos?- es especialmente incisiva en el caso de Stalin y Hitler. ¿Es posible que algunos de nosotros seamos malos desde el momento en que abandonamos el útero materno? De lo contrario, ¿cuándo entra el mal en nosotros y cómo? O, por formular la pregunta de una manera no tan metafórica, ¿cómo es que algunos de nosotros nunca desarrollamos una conciencia moral que nos refrene? En relación con Stalin y Hitler, ¿radicó el fallo en el modo en que fueron criados? ¿En las prácticas educativas de Georgia y Austria de finales del siglo XIX? ¿O en realidad los niños desarrollaron una conciencia y la perdieron más tarde? En el momento en que eran fotografiados, ¿José y Adolfo todavía eran muchachos normales y agradables y se convirtieron en monstruos después, tal vez a consecuencia de los libros que leyeron, las compañías que frecuentaron o las presiones de su época? ¿O, al fin y al cabo, no tenían nada de especial ni antes ni después? ¿Acaso el guión de esta historia sencillamente requería dos carniceros, uno de Alemania y otro de Rusia, y si José Dzhugashvili y Adolfo Hitler no se hubiesen encontrado en el lugar adecuado en el momento adecuado la Historia habría encontrado otro par de actores igual de buenos (es decir, igual de malos) para interpretar los papeles?

La vida interior.
Éstos no son interrogantes que los biógrafos se alegren de afrontar. Existen límites para lo que siempre conoceremos como una realidad sobre los jóvenes Stalin y Hitler, sobre el ambiente de su hogar, su educación y sus primeras amistades e influencias. El salto desde la precaria documentación hasta la vida interior es enorme, un salto que historiadores y biógrafos (el biógrafo concebido como historiador del individuo) son comprensiblemente reacios a dar. Por tanto, si queremos saber qué ocurrió en esas dos almas infantiles, habremos de recurrir al poeta y la clase de verdad que ofrece, que no es la misma que la del historiador.

Y aquí es donde entra en escena Norman Mailer. Mailer nunca ha considerado la verdad poética como una verdad de índole inferior. Desde Un sueño americano y Advertisements for Myself hasta Los ejércitos de la noche y ¿Por qué fuimos a Vietnam?, pasando por La canción del verdugo y Marilyn: una biografía, Mailer no ha tenido reparo en seguir el espíritu y los métodos de la indagación ficticia para tener acceso a la verdad de nuestros tiempos, en una empresa que quizá sea más arriesgada que la del historiador, pero ofrece recompensas más sustanciosas. El tema de su nuevo libro es Hitler. Puede que éste pertenezca al pasado, pero ese pasado sigue vivo, o al menos no está muerto. En The Castle in the Forest [Random House], Mailer ha escrito la historia del joven Hitler y, más concretamente, la historia de cómo el joven Hitler se vio poseído por fuerzas malignas.

La ascendencia genealógica de Adolfo Hitler es intrincada y, según los criterios de Nuremberg, no del todo trigo limpio. Su padre, Alois, era hijo ilegítimo de una mujer llamada Maria Anna Shicklgruber. El candidato más probable a la paternidad, Johann Nepomuk Hüttler, también era abuelo, a través de otra relación, de Klara Pölzl, sobrina y tercera mujer de Alois, y madre de Adolfo. Alois Schicklgruber se inscribió como Alois Hitler (la ortografía fue elección suya) a los cuarenta años, unos años antes de casarse con Klara, que era mucho más joven que él. Sin embargo, nunca se acallaron del todo los rumores de que el verdadero padre de Alois -y, por tanto, el abuelo de Adolfo- era un judío llamado Frankenberger. Existían también oscuros indicios de que Klara era hija natural de Alois.

Una vez que entró en la vida política en los años veinte, Adolfo Hitler hizo todo lo posible por ocultar e incluso falsificar su genealogía. Puede que esto obedeciera a que creía tener un antepasado judío, o puede que no. A principios de los años treinta, los periódicos de la oposición trataron de desacreditar al antisemita Hitler señalando a un judío escondido en el armario de su familia; su empeño llegó a un abrupto final con el ascenso de los nazis al poder.
Secretos de familia. Gracias a su propio esfuerzo, Alois Hitler ascendió del campesinado a las categorías intermedias del servicio de aduanas austriaco. Con Klara tuvo tres hijos; también incorporó a la familia a dos hijos de un matrimonio anterior. Uno de ellos, Alois hijo, se escapó de casa para llevar una vida errante y en parte delictiva (y también bígama). El hijo del segundo Alois, William Patrick Hitler (de madre irlandesa), intentó chantajear sin éxito al Führer con los secretos de familia antes de emigrar en 1939 a Estados Unidos, donde, tras un periodo en el que se dedicó a dar conferencias como experto en su tío, se unió a la Armada.

En Mi lucha, el libro que escribió mientras estuvo en la cárcel en 1924, Hitler ofrece una versión extremadamente aséptica de sus orígenes. Nada sobre el incesto, nada sobre la ilegitimidad y, desde luego, nada sobre antepasados judíos o ni siquiera sobre hermanos. Por el contrario, se nos presenta una historia acerca de un chico inteligente que se resiste a un padre dominante (aunque amado) que pretende que siga sus pasos en el funcionariado. Decidido a ser artista, el niño suspende deliberadamente sus exámenes en la escuela, frustrando así los planes de su padre. En ese momento, el progenitor fallece providencialmente, y el niño, con el respaldo de su aún más amada madre, queda liberado para seguir su destino.

La historia sobre los malos resultados premeditados en el colegio es una racionalización manifiesta. Adolfo era un chico inteligente, pero no un genio, como a él le gustaba pensar. Convencido de que el éxito era un deber simplemente por ser quien era, desdeñó los estudios. Una vez que pasó de la escuela primaria a la Realschule, el instituto de formación profesional, fue quedando más rezagado con respecto a la clase y finalmente se le pidió que se marchara.

Sed de venganza.
El mundo habría sido un lugar más feliz si Alois padre se hubiese salido con la suya y Adolfo se hubiese convertido en un chupatintas en los confines más oscuros de la burocracia austriaca, pero no había de ser así. No cabe duda de que Alois castigaba a su hijo, como hacían la mayoría de los padres en aquella época, y los biógrafos han hablado mucho de esas palizas. En el caso de Stalin, las zurras a manos de su padre, un zapatero analfabeto, dieron pie a una ardiente sed de venganza por la que al final tuvo que pagar el pueblo ruso. En el caso de Hitler, si aceptamos el análisis de Erik Erikson, las palizas y demás muestras de poder paterno engendraron en el hijo una determinación de no convertirse en padre de familia, y en cambio asumir a ojos del pueblo alemán la identidad del hijo implacablemente rebelde, objeto de admiración para otros millones de hijos e hijas con el recuerdo de humillaciones pasadas ardiendo en su pecho. En cualquier caso, la lección parece ser que el castigo corporal es mala idea, que una cultura en la que el orgullo del joven varón es forzosamente humillado entraña el riesgo de provocar el retorno de los reprimidos multiplicados por millares.

Los conflictos entre Alois padre y Adolfo están presentes en la novela de Mailer, aunque, para variar, se ven tanto desde el lado del padre como del hijo. Se presenta al vilipendiado tirano doméstico Alois con comprensión, como un astuto funcionario de aduanas, un marido orgulloso de su virilidad a pesar de su avanzada edad, un dedicado pero desafortunado aficionado a la apicultura, y un hombre de escasa formación académica que trepa ansiosamente por la escala social. Las escenas en las que Alois se esfuerza por no hacer el ridículo durante reuniones con otros pueblerinos ilustres son dignas del Flaubert de Bouvard y Pécuchet.

Por el contrario, el Adolfo de Mailer es un niño desagradable, quejica y manipulador dividido por deseos incestuosos y celos edípicos y profundamente rencoroso. Desprende un mal olor del que no puede deshacerse; también tiene la costumbre de vaciar el intestino cuando tiene miedo. Su mayor barbaridad fue contagiar el sarampión deliberadamente a su encantador y muy querido hermano pequeño Edmund:
«"¿Por qué me besas?", pregunta Edmund.
"Porque te quiero."
?Besó a Edmund repetidas veces, un beso infantil lleno de babas, y Edmund se lo devolvió. Le alegraba mucho que, después de todo, Ali [Adolfo] le quisiera».
Edmund fallece de acuerdo con el plan; Adolfo se convierte en el triunfal dueño del nido.

Cuando el joven Adolfo dijo que quería ser artista, no era porque sintiera una devoradora pasión por el arte, sino porque quería ser reconocido como genio, y convertirse en un gran artista le parecía la vía más rápida para un joven anodino con poco dinero y ningún contacto para obtener ese reconocimiento. Para cuando entró en la política a finales de los años veinte, Hitler había abandonado sus pretensiones artísticas y encontró un modelo a seguir más agradable. Federico II de Prusia, o Federico el Grande, se había convertido en su ídolo: en los últimos meses de guerra, asediado en su búnker de Berlín, Hitler escuchaba para distraerse recitales extraídos de la biografía de Federico escrita por Thomas Carlyle, antidemócrata, germanófilo y principal propagandista de la teoría histórica del superhombre.

Un lugar en la historia.
Hitler estaba obsesionado con su lugar en la Historia, es decir, con la cuestión de cómo se verían en el futuro sus acciones del presente. «Para mí hay dos posibilidades», le dijo a Albert Speer: «Triunfar totalmente con mis planes o fracasar. Si lo consigo, seré uno de los hombres más importantes de la Historia. Si fracaso, seré condenado, rechazado y maldecido.»

En las novelas de Feodor Dostoievsky hay dos vagabundos al margen de la sociedad rusa: Raskolnikov en Crimen y castigo, y Stavrogin en Los endemoniados, que creen poder tomar un atajo para alcanzar el estatus de superhombre divorciando la bondad de la grandeza, y cometiendo lo que ellos consideran grandes crímenes, por ejemplo, matar a ancianas a hachazos o violar a niños.

La confluencia de la idea del genio -el ser humano con un poder creativo casi divino, muy por delante del rebaño- y la del superhombre, el hombre que ejemplifica y lleva a su máxima cota las cualidades de la era, que escribe la Historia en lugar de ser escrito por ella, contaminado también por la idea del gran delincuente, el rebelde cuyos actos luciferinos cuestionan las normas de la sociedad, tuvo un poderoso efecto formativo en el carácter de Hitler. En Mi lucha hay indicios de que se vio expuesto por primera vez a la teoría del superhombre a través de un profesor de Historia del colegio. Hitler se ratificó como genio cuando tenía quince años. En cuanto a los grandes crímenes (para los que se aceptan, como reconoce Stavrogin, los delitos aparentemente menores siempre que sean lo bastante sórdidos, mezquinos, perversos y viles), la vida en casa de los Hitler, al menos en la versión de Mailer, brindó al joven Adolfo suficientes oportunidades para practicarlos.

Sin distanciamiento.
Hitler carecía de la conciencia histórica y el distanciamiento de sí mismo necesarios para reconocer hasta qué punto estaba dominado por la teoría romántica del superhombre; tampoco es probable que, en caso de haberlo reconocido, hubiese querido zafarse de ella.

Es sabido que el marxismo pone en tela de juicio el poder de los agentes individuales para imponer su voluntad en la Historia. Al considerar incómoda esa tesis concreta del marxismo, Stalin, que al igual que Hitler aspiraba a ser famoso, recuperó la teoría del superhombre para la doctrina marxista en la forma de lo que más tarde daría en llamarse el culto a la personalidad. La ruta que siguió Stalin al pináculo de grandeza fue más directa que la de Hitler. El veredicto de la Historia dependía para Stalin de quién escribiera los libros para enseñarla. En consecuencia, utilizó su Breve curso sobre la historia del Partido Comunista Bolchevique, publicado en 1948 y de lectura obligatoria en las escuelas, para pronunciar el juicio de la Historia sobre sí mismo. Como comandante en jefe de las fuerzas armadas soviéticas, escribió: «Su genio le permitía adivinar los planes del enemigo y derrotarlo» a cada momento. En cuanto al arte de la paz:

«Aunque desempeñaba la tarea de líder del partido con habilidad consumada y contaba con el apoyo incondicional de todo el pueblo soviético, nunca permitió que su cometido se viese perjudicado por el menor atisbo de vanidad, engreimiento o adulación de sí mismo».

Sin un padre a su alrededor que le importunara y con una madre flexible que satisfacía sus necesidades, Adolfo se tomó un descanso de dos años después del instituto y se quedaba en casa leyendo toda la noche (Karl May, un autor alemán de historias sobre el salvaje Oeste, era uno de sus favoritos), se levantaba tarde, dibujaba y aporreaba el piano con desgana. Aquí es donde The Castle in the Forest toca a su fin.

Según sus editores, Mailer proyecta una trilogía que abarcará toda la vida terrenal de Hitler. El propio Mailer adelanta que el segundo volumen nos conducirá por los años treinta, y se centrará en la relación de Hitler con su sobrina Angelika (Geli) Raubal. Resulta que el romance con Geli ya fue abordado por Ron Hansen en Hitler?s Niece (1999), una novela fuertemente escorada bajo el peso de una investigación histórica no asimilada, pero que contiene un episodio -sobre las tendencias sexuales (imaginarias) de Hitler- digno de Mailer en su vertiente más escabrosa. Es de suponer que el segundo volumen de Mailer, si llega a escribirse, no sólo incluirá a Geli, sino también los años que Hitler pasó en la Viena de preguerra, así como su periplo por el ejército alemán, durante el cual experimentó su despertar político. No obstante, lo que implica The Castle in the Forest es que el maligno meollo del drama que se había de infligir al mundo estaba bien desarrollado en 1905, cuando Hitler tenía dieciséis años. Si buscamos la verdad sobre Adolfo Hitler, la verdad poética, parece decir Mailer, los años transcurridos desde su concepción y nacimiento hasta su escolarización ofrecerán material suficiente

Los primeros años.
Por supuesto, es un tópico que nuestro carácter se forme en los primeros años, que el niño sea el padre del hombre. Pero había miles de niños en Austria que amaban a sus madres y rechazaban a sus padres y además no iban bien en el colegio, y aun así no se convirtieron en asesinos en masa. A menos que uno se prepare para hacer un salto como el que hace Mailer, desde la fidelidad a la realidad hasta la introspección intuitiva, por mucho que se revisen los escasos documentos históricos sobre la infancia de Hitler, no se podrá descubrir qué era lo que tenía de especial, qué era lo que le diferenciaba de sus coetáneos.

Con el traslado de Hitler desde provincias a la capital en 1906, el cuadro cambia. Los archivos se hacen más abundantes. Podemos estudiar sus movimientos, seguir la pista a la gente que conoció, leer los libros y los periódicos que leyó, escuchar la música que él escuchó. Se hace posible un tipo diferente de novela biográfica.

En 1907 hizo el examen de ingreso en la Academia de Arte de Viena. Para su sorpresa y enfado, suspendió. El veredicto de los examinadores fue: «Prueba de dibujo insatisfactoria»; le aconsejaron que probase en arquitectura en su lugar. Como carecía de la preparación técnica para estudiar arquitectura, no pudo seguir su consejo. Así que se pasó el año siguiente vagabundeando por Viena, viviendo en pensiones, escribiendo cartas a casa en las que mantenía viva la ficción de que estaba estudiando en la academia, leyendo copiosamente, yendo a la ópera cuando se lo podía permitir. Wagner era su compositor favorito: aseguraba haber ido a treinta representaciones de Tristán e Isolda, como mínimo. En cuanto al sexo, se mantuvo casto, o al menos autosuficiente: le tenía horror a que le contagiasen la sífilis.

Cuando le reclamaron desde Linz por la enfermedad de su madre, la cuidó mientras agonizaba a causa de un cáncer. Tras la muerte de su madre, volvió a Viena y suspendió el examen de la Academia de Arte por segunda vez. El invierno era muy frío y, cuando se quedó sin fondos, tuvo que recurrir a un albergue de mendigos. Entonces, con la ayuda de un conocido, empezó a vender sus cuadros, y el futuro parecía más prometedor. Se instaló en un club de trabajadores, y llevó la vida de un artista a tiempo parcial que proveía al mercado turístico. En 1913 se fue de Viena para irse a Múnich, donde se estableció en el barrio bohemio. Puede que el traslado fuera una reacción a la llamada a filas del ejército austriaco.

Hilo ideológico.
Los años de Viena piden a gritos una novela de cierto tipo, una novela que hiciera por la Viena de Hitler lo que Los apuntes de Malte Laurids Brigge hizo por el París de Rilke o lo que Hambre hizo por el Oslo de Knut Hamsun: mezclar experiencia interior y exterior, darnos no sólo el mundo en el cual se movió el sujeto sino también lo que le hacía sentir y cómo respondía a él. Con el respaldo de investigaciones académicas como Hitlers Wien (1996), de Brigitte Hamann, el novelista que acepte el desafío no debería limitarse a seguir el hilo de la ideología nacional-socialista hasta sus orígenes, sino también hacernos comprender cómo y por qué logró entretejerse en la mente de Hitler.

Mencionaré tres de los aspectos del periodo de Hitler en Viena de los que podría partir el novelista con mentalidad histórica. En primer lugar, a pesar de pasar hambre a veces y caer en la desesperación, Hitler despreciaba el trabajo manual. En segundo lugar, odiaba Viena. En tercer lugar, en esta fase de su vida podría definírsele como artista e intelectual, si bien es cierto que mediocre.
Hitler despreciaba el trabajo manual porque pensaba que era incompatible con su categoría -una categoría muy endeble, si tenemos en cuenta su deficiente educación y el hecho de que sus padres fueron campesinos en sus orígenes- como miembro de la clase media-baja. Su hostilidad hacia el socialismo creció a partir de un nerviosismo bien fundado ante la idea de ser absorbido por el lumpenproletariado (harapiento) de los inmigrantes rurales sin trabajo que afluían a la capital procedentes de todos los rincones del imperio.

No le gustaba Viena porque allí le hicieron darse cuenta por primera vez de que, como perteneciente a la etnia germana, era miembro de una minoría -aunque poderosa- en un Estado multiétnico. En las calles tenía que codearse, e incluso competir, con gente que hablaba lenguajes ininteligibles, que vestía de diferente manera, que despedía un extraño olor: eslovenos, checos, eslovacos, húngaros, judíos. La xenofobia que al principio fue suspicaz y defensiva, una desconfianza provinciana y juvenil hacia los extranjeros, se endureció hasta convertirse en intolerante, agresiva y finalmente genocida.
La figura humana. Puede que Hitler no tuviera mucho de artista (siempre le dio problemas la figura humana, una debilidad elocuente), pero no se puede negar que, al menos en sus primeros años, fue un intelectual, o algo por el estilo. Leía incesantemente (aunque sólo lo que le gustaba), le interesaban las ideas (aunque sólo las que encajaban en las que ya tenía preconcebidas) y creía en su poder, y se involucró en las artes (aunque sus gustos eran inquebrantablemente provincianos y prematuramente conservadores).

De la riqueza de ideas nuevas a la que estaba expuesto, hizo una selección que hilvanó para componer la filosofía del nacional-socialismo. La pseudoantropología de Guido von List causó en él una honda impresión. List dividía la humanidad en una raza aria superior, originaria de las regiones más septentrionales de Europa, y una raza de eslavos con los que lamentablemente los arios se habían mezclado a lo largo de los siglos. Instaba a la recuperación del linaje ario puro por medio de la estricta segregación sexual de la raza eslava, a través de la creación de un Estado que estuviese compuesto de amos arios y eslavos no-arios gobernados por un Führer que estaría por encima de la ley.

Otro de los charlatanes bajo cuya influencia cayó Hitler fue Lanz von Liebenfels, fundador de la Orden de los Nuevos Templarios y editor de la revista Ostara, de la cual Hitler era ávido lector. Liebenfels era un misógino extremo que veía a las mujeres como seres inferiores atraídos por naturaleza hacia «los hombres oscuros de razas inferiores y con una sensualidad primitiva». Lo que Hitler sabía sobre la ciencia de las razas y la eugenesia, y que después importó a la política nacional-socialista, no procedía de lecturas científicas sino que venía filtrado por divulgadores y vulgarizadores como Liebenfels.

En conjunto, las aventuras de Adolf Hitler en el reino de las ideas proporcionan un relato con moraleja contra el hecho de dejar suelta a una persona joven e impresionable para que persiga su educación en un estado de libertad total. Durante siete años, Hitler vivió en una gran ciudad europea en una época de fermentación de la cual surgió parte del pensamiento más emocionante y revolucionario del nuevo siglo. Con ojo certero, seleccionó no las mejores, sino las peores ideas que había a su alrededor. Como nunca fue estudiante, con conferencias a las que asistir, listas de lecturas que seguir, compañeros con los que discutir, trabajos que redactar y exámenes que hacer, las ideas a medio cocinar que convirtió en suyas nunca se vieron desafiadas debidamente. La gente con la que se asoció tenía tan deficiente educación, y era tan voluble e indisciplinada, como él mismo. Nadie de su círculo tenía la superioridad intelectual necesaria para poner a las autoridades escogidas en su sitio como lo que en realidad eran: embaucadores de dudosa reputación, y hasta cómicos.

Normalmente, una sociedad puede tolerar, incluso mirar con benevolencia, a un sustrato de autodidactas y extravagantes en los márgenes de sus instituciones intelectuales. Lo que la carrera de Hitler tiene de singular es que a través de una concurrencia de acontecimientos en la cual la suerte tuvo algo que ver, fue capaz no sólo de divulgar su filosofía absurda entre sus paisanos alemanes, sino de ponerla en práctica en toda Europa, con consecuencias que todos conocemos.

Purgar al «volk».
Por su cuenta y riesgo, Hitler no se volvió político hasta finales de 1918, cuando después de oír que Alemania se había rendido con unas condiciones humillantes, prometió dedicarse a toda costa a recuperar para su patria el lugar en Europa que le correspondía por derecho. Decidió que para ese nuevo despertar, Alemania necesitaría un líder fuerte que primero estuviera preparado para purgar al Volk [pueblo, nación] de judíos, comunistas, homosexuales y otros elementos inferiores. Antes de 1918, Hitler era uno entre los miles de soñadores semieducados con la cabeza abarrotada de idioteces racistas y místicas; después de 1918 se convirtió en un auténtico peligro para la humanidad. ¿Podríamos decir, por lo tanto, que a finales de 1918, cuando él hizo su promesa de «a toda costa», estableció un pacto con el diablo y el mal entró en su alma?

Puede que para el historiador, esta pregunta tenga poco sentido. Pero para cualquiera que busque la cara del niño en la fotografía de 1899, consciente del sufrimiento que este mismo niño sembrará voluntariamente en el mundo con el paso del tiempo, tiene una fuerza convincente. «La mayoría de la gente culta», escribe Mailer a través de su anónimo narrador, «está deseando reprimir la noción de una entidad como el diablo. [...] Entonces, no hay que sorprenderse de que el mundo tenga una comprensión deficiente de la personalidad de Adolf Hitler. Lo detesta, sí, pero no lo entiende. Él es, después de todo, el ser humano más misterioso del siglo.»

Misión en el mundo. Por tanto, la pregunta «¿Cuándo entró el mal en el alma de Hitler?», tiene un significado concreto para Mailer. Su respuesta es: «En el instante de su concepción», en el mismo sentido en que Dios, según el dogma cristiano, estuvo presente, y entró, en el instante de la concepción de Jesús. En la historia de Mailer, el demonio tomó posesión de Adolf Hitler nueve meses antes de su nacimiento en 1889 hasta el día de su muerte, en 1945, para cumplir su misión en el mundo.

Guiño a milton.
Una respuesta de este tipo exige refuerzo teológico y metafísico, que Mailer (con un guiño a John Milton) no duda en aportar. En el relato de Mailer, al igual que hay un Dios, también hay un Diablo Jefe, a quien sus acólitos llaman el Maestro. Cada uno tiene una visión de lo que puede ser este mundo nuestro, pero como ninguno es todopoderoso, tampoco puede imponer la suya. El Tercer Reich, que duró doce años, representa uno de los triunfos del Maestro; no hay duda de que Dios también tiene sus victorias, aunque ninguna de ellas se muestra en el libro de Mailer.

La historia del joven Adolfo está narrada por uno de los diablos de rango intermedio en la organización infernal, un funcionario encargado de tenerle vigilado, asegurándose de que no se desvía de los caminos de la maldad. Adolfo no es el único encargo de este diablo: en 1895 tiene que hacer una pausa de cuarenta y cinco páginas para frustrar el benigno plan de Dios para los Romanov en Rusia, y en 1898, un descanso más breve para supervisar el asesinato de la emperatriz Isabel de Austria.

El tipo de existencia que llevan los inmortales nunca puede tener mucho significado para los seres mortales. El relato que proporciona Mailer, a través de su narrador, de una batalla de baja intensidad que ya dura millones de años entre las fuerzas celestiales y las infernales, y de enemistad entre departamentos dentro de la burocracia infernal, aunque esté hecho con bastante destreza, es el aspecto menos interesante de su novela. Pero al menos la respuesta que da a la pregunta sobre Adolfo en la fotografía de clase es acertada. Sí, Adolfo era malo incluso en 1899. Fue un niño malo antes de ser un hombre malo, y fue un bebé malo antes de ser un niño malo. Alois y Klara Hitler son retratos convincentes de personas que hacían todo lo que podían como padres, puesto que eran humanos y la naturaleza humana es débil, y también teniendo en cuenta que tenían fuerzas sobrehumanas en su contra; Adolfo es igualmente convincente como niño espeluznante y repelente. A pesar de las intervenciones sobrenaturales, Mailer no se rebaja a escribir una novela sobre lo sobrenatural, una novela gótica. Puede que las fuerzas oscuras hayan entrado en su alma, pero Adolfo sigue siendo imperturbablemente humano, uno de nosotros.

De entre los muertos.
Mailer es ahora octogenario. Quizá su prosa ya no sea tan eléctricamente vívida como hace cuarenta años, pero no ha perdido nada de su atrevimiento inmoral. Éstos son Alois y Klara en la cama:

«Con la boca llena de su savia, se volvió y abrazó su cara con toda la pasión de sus labios y rostro, preparado al fin para introducir en ella su sabueso [su pene], clavarlo en su piedad, sí, maldita sea tanta piedad, pensaba Alois -¡maldita esposa meapilas, maldita iglesia!-, él había vuelto de entre los muertos, una especie de milagro, estaba allí, con su orgullo igual que una espada. Esto era mejor que una tempestad en el mar. Y entonces superó ese momento, porque ella -la mujer más angelical de Braunau- sabía que se estaba entregando al Demonio, sí, sabía que estaba allí, allí, con Alois y con ella, los tres sueltos en el géiser que salía de él, y después de ella, ahora juntos, y yo estaba allí con ellos, yo era la tercera presencia, y me envolvieron en los berridos que los tres proferíamos cayendo juntos por las cataratas, Alois y yo llenando el útero de Klara Poelzl Hitler».

Hay que reconocérselo a Mailer: ayudarnos a entender a este «ser humano más misterioso del siglo» es, en efecto, una empresa oportuna. Pero, ¿en qué mejora exactamente su novela nuestro conocimiento? Al conducirnos a la mente de un niño antipático que se excita físicamente viendo a las abejas quemarse vivas y se masturba con el sonido de la tos hemorrágica de su padre, ¿está Mailer afirmando que empezamos a entender a Hitler cuando vemos que los actos malignos del hombre adulto no son de tipo distinto -aunque sí de una escala enormemente diferente- de los actos de su yo infantil, ambos expresión de una psicopatología intrincada, fea hasta un punto diabólico? ¿Está con ello retomando de hecho con otras palabras el argumento dostoyevskiano de que no hay grandes crímenes, de que los delirios de grandeza del criminal no son más que otra de las herejías del ateísmo? ¿Es toda la maldad esencialmente banal, y caemos en una de las astutas trampas del diablo cuando tratamos al mal con respeto, cuando nos lo tomamos en serio?

Cabeza de chorlito.
En otras palabras: ¿hasta qué punto son serias las intenciones del libro de Mailer sobre Hitler, que viene inmediatamente después de El Evangelio según el Hijo (1997), una biografía del representante en la Tierra de un Dios en absoluto todopoderoso, un joven atribulado que oye voces pero no siempre sabe con seguridad de dónde proceden? ¿Acaso el tono de The Castle in the Forest, que a veces es tan ligero que raya en lo cómico, da a entender que deberíamos tomarnos las peripecias celestiales e infernales con cierta reserva? ¿Por qué, a pesar del diablo que hay en él, no parece haber más razones para temer al joven Adolfo que a un perro resabiado y malicioso? ¿Y por qué el Dios de Mailer es un pasmarote tan ineficaz (los diablos lo llaman con desdén der Dummkopf [el cabeza de chorlito]?

La lección que Adolf Eichmann nos enseña, escribía Hannah Arendt en la conclusión de Eichmann en Jerusalén, es la de «la temible, más allá de toda palabra y pensamiento, banalidad del mal» (la cursiva es de Arendt). Desde 1963, cuando lo escribió, la expresión «la banalidad del mal» ha adquirido vida propia; hoy es un estereotipo con la misma aceptación general que tuvo «gran criminal» en la época de Dostoievski.

La palabra «criminal».
En el pasado, Mailer ha manifestado repetidamente su recelo hacia esta expresión. En su calidad de liberal laica, dice Mailer, Arendt se muestra ciega ante el poder del mal en el universo. «Suponer [?] que el mal en sí es banal me parece que demuestra una imaginación prodigiosamente pobre. Si Hannah Arendt tiene razón y el mal es banal, eso es infinitamente peor que la posibilidad opuesta de que el mal sea satánico»; peor en el sentido de que no hay lucha entre el bien y el mal y, por lo tanto, la existencia carece de significado.

No es exagerado decir que las diferencias entre Mailer y Arendt constituyen el trasfondo de The Castle in the Forest. ¿Pero le hace él justicia a ella? En 1946, Arendt mantuvo un intercambio epistolar con Karl Jaspers provocado por el uso que éste hacía de la palabra «criminal» para caracterizar las políticas nazis. Arendt disentía. En comparación con la mera culpa criminal, le escribió, la culpa de Hitler y sus secuaces «supera y hace tambalearse a todos y cada uno de los sistemas judiciales».

Jaspers se defendía: si afirmamos que Hitler era más que un criminal, nos arriesgamos a adscribirle esa «grandeza satánica» a la que aspiraba. Arendt se tomó a pecho esta crítica. Cuando escribió el libro sobre Eichmann, se propuso mantener viva la paradoja de que si bien las acciones de Hitler y sus secuaces pueden superar nuestra capacidad de entendimiento, no hay en su concepción profundidad de pensamiento, ni grandeza de intenciones. Eichmann, un hombre carente de interés desde el punto de vista humano, un burócrata de tomo y lomo, nunca fue consciente, en el pleno sentido filosófico de la palabra, de lo que estaba haciendo; lo mismo podría decirse, mutatis mutandis, del resto de la banda.

Política de exterminio.
Asumir que la frase «la banalidad del mal» resume el veredicto de Arendt sobre los delitos del nazismo, como parece hacer Mailer, implica pasar por alto la complejidad del pensamiento que hay tras ella: lo que es peculiar de esta banalidad cotidiana de una política de exterminio al por mayor, administrada burocráticamente y organizada industrialmente, es que también «va más allá de toda palabra y pensamiento», más allá de nuestra capacidad para entenderla o describirla.

Ante la magnitud de la muerte, el sufrimiento y la destrucción de los que el Adolfo Hitler histórico fue responsable, el entendimiento humano retrocede aturdido. De una manera diferente, nuestro entendimiento puede retroceder cuando Mailer nos dice que Hitler fue responsable del Tercer Reich sólo en un sentido mediato, que la responsabilidad última recayó en un ser invisible conocido como el Diablo o el Maestro. El problema aquí es la naturaleza de la explicación que se nos ofrece: «El Diablo le obligó a hacerlo» no apela al entendimiento, sólo a un cierto tipo de fe. Si uno se toma en serio la interpretación que Mailer hace de la Historia mundial como una guerra entre el bien y el mal, en la que los seres humanos actúan de apoderados de los agentes sobrenaturales -es decir, si uno asume esta interpretación al pie de la letra y no como una metáfora amplia y no muy original para un conflicto no resuelto e irresoluble dentro de las psiques humanas individuales-, se subvierte el principio de que los seres humanos son responsables de sus actos, y con él la ambición de la novela de buscar la verdad de nuestra vida moral y contarla.

Por suerte, The Castle in the Forest no exige ser interpretada al pie de la letra. Bajo la superficie, puede verse que Mailer se enfrenta a la misma paradoja que Arendt. Al invocar lo sobrenatural, puede parecer que afirma que las fuerzas que animaban a Adolfo Hitler eran más que meramente criminales; pero el joven Adolfo al que él da vida en sus páginas no es satánico, ni siquiera demoníaco, es simplemente un tipejo repugnante. Mantener viva la paradoja infernal-banal en toda su naturaleza angustiosamente inescrutable podría ser el logro supremo de esta muy notable contribución a la ficción histórica