viernes, 10 de diciembre de 2010

Defenestrar a Roca, una moda peligrosa





El progresismo suele adolecer de una manía: la de dibujar en blanco y negro a personajes y hechos que provienen de una realidad abigarrada y multifacética.



Escribe Enrique Lacolla




La actualidad argentina contiene estimulantes tendencias a una recuperación de los hechos históricos que hacen a la conformación de una conciencia nacional. La revalorización de la Vuelta de Obligado es un ejemplo, entre varios, en este sentido. No hay duda de que los méritos de los gobiernos Kirchner han sido altos en esta materia. La recuperación del revisionismo histórico está empujando hacia atrás a la historia oficial y esto es muy importante. Una conciencia del pasado fundada en conceptos vinculados a la realidad y no a la fábula en que fueron educadas muchas generaciones de argentinos, es un elemento básico para poner en pie cualquier proyecto de desarrollo y asentarlo sobre bases fuertes y provistas de la consistencia que se requiere para mantener un esfuerzo prolongado en el tiempo.
Pero falta bastante por hacer, y no todas las señales que emergen del espectro cultural que sostiene al gobierno son alentadoras en este sentido. Por ejemplo, hay en auge un progresismo difusamente teñido de un moralismo a la violeta que hace bandera con el tema de los pueblos originarios, extrapolándolo de los elementos de la realidad histórica y reduciéndolo a los contornos de otra fábula, distinta de la oficial, pero a su vez perdida en la niebla del humanismo genérico y de la mitificación del buen salvaje. Quizá como contrapartida del hecho de que muchos de los que la sostienen se identificaron en algún momento con otra estampa de matriz también romántica: la del buen revolucionario.
Hemos dicho en otras oportunidades que generar divisionismos aprovechando los particularismos étnicos es un arma muy bien aprovechada por el imperialismo para perseguir sus propios fines. Provocar falsos problemas y agitar polémicas estériles es una de ellas. El espíritu generoso, predispuesto a inflamarse ante la injusticia, es un atributo nobilísimo de la naturaleza humana, y pocos elementos pueden inducir con mayor eficacia a esta comunión flamígera que el maltrato a los pueblos aborígenes. Sobre todo si se ve el estado de abandono en que algunos gobiernos provinciales dejan a las reservas donde subsisten los pobladores que provienen de esa raíz. Pero no hay que confundir a los árboles con el bosque. Es necesario aproximarse a los datos de nuestra historia armados con una visión panorámica que comprenda los elementos que la integran y juzgue a quienes los protagonizaron en el conjunto de las circunstancias que caracterizaron a su tiempo.
De unos años a esta parte se ha puesto de moda atacar de manera inclemente al general Julio Argentino Roca. La embestida proviene de grupos progresistas que han encontrado su principal inspiración en Osvaldo Bayer, un escritor anarquista que tiene cuentas pendientes con la dictadura que lo exilió y que parecería haber encontrado en la figura de Roca al espécimen ideal para comprimir en él todos los rasgos del régimen criminal que abomina, que lo expulsó del país y que a muchos otros miles de argentinos les arrebató la vida.
Sea o no correcta esta apreciación psicológica, la verdad es que la prédica antirroquista de Bayer ha prendido en mucha gente, en especial entre los jóvenes. Hay una natural predisposición en la juventud a aferrarse a cualquier discurso que parezca resolver los enigmas de la realidad con unas pocas formulaciones simples. La demonización del “milico” y la identificación con unas víctimas ideales a las que se presume se encontraban indefensas y a las que por otra parte no supone riesgo alguno reivindicar puesto que están muertas o cuyos descendientes no representan un factor social de peso, resultan útiles para alimentar una agitación a la que el canon del humanismo abstracto provee de prestigio. Pero al hacer esto se corre el peligro de que muchos otros problemas concretos, provenientes del pasado y activos en el presente, sean dejados de lado.
Denunciar la ignorancia o el prejuicio superficial de estos planteos se constituye, entonces, en una obligación. Tal vez antipática, pero inevitable. Esta nota deviene entonces de la necesidad de rebatir una afirmación asombrosa por su inexactitud y por la sede en la cual fue formulada. Días pasados hubo ocasión de escucharla en un programa emitido por el Canal Encuentros, empresa televisiva que depende del Ministerio de Educación de la Nación y que está realizando una labor más que meritoria en el ámbito de la comunicación. Lo que hace doblemente pecaminosa la falta cometida.

Disparate
En un programa muy interesante titulado El Arte cuenta la Historia, dedicado a comparar los testimonios pictóricos del pasado latinoamericano con los datos de la realidad concreta que los había inspirado, de pronto saltó una frase que era un puro y simple disparate. Mientras se observaban unas bellas y clásicas pinturas de la Conquista del Desierto y la vida de frontera, el locutor en off sentenció, palabras más, palabras menos: “La expedición de Roca implicó un genocidio que costó la vida a 100.000 aborígenes”. ¡Cien mil muertos en un país que contenía menos de dos millones de habitantes!
La televisión es el reino del despropósito, pero deberían existir límites para estos, al menos en un canal oficial que se precia de renovar la visión del pasado y de indagar en sus raíces. El historiador Roberto Ferrero ha formulado una jugosa reflexión sobre el uso indiscriminado de la palabra “genocidio”, aplicada a la conquista del desierto. Dice Ferrero, en efecto, que se trata de “una ligereza semántica y política, porque, ¿qué es un genocidio? El exterminio deliberado de una etnia o de un grupo social por el solo hecho de serlo, y generalmente y casi siempre, ejercido sobre gentes imposibilitadas de defensa alguna. Los turcos exterminaron a un millón y medio de armenios, pero estos no victimaron uno solo de sus perseguidores. Eso era un genocidio. Los nazis exterminaron seis millones de judíos, sin que los judíos persiguieran o mataran un solo alemán. Eso también era un genocidio. Pero el caso de Roca y la Conquista del Desierto es totalmente distinto. No fue un genocidio, sino la culminación de una larguísima guerra…”
Según el profesor Carlos Martínez Sarasola, autor del libro Nuestros paisanos los indios, durante la guerra de fronteras que se extendió aproximadamente entre 1820 y 1882, la lucha costó la vida a unos 8.000 indios, pero en el mismo lapso se cobró la vida de unos 4.000 soldados y pobladores criollos, a los que hay que sumar las cautivas que los aborígenes arreaban a las tolderías. El malón de 1875 sólo en Azul asesinó a 400 vecinos, cautivó a 500 y capturó 300.000 animales que fueron luego vendidos, como era de práctica, en Chile. Estamos a una enorme distancia de los 100.000 muertos concebidos por el imaginativo guionista televisivo…

El imperativo geoestratégico
En las condiciones del país incompleto que era la Argentina por aquel entonces, la conquista del Desierto emanaba de una necesidad geopolítica y de una fatalidad que estaba en rigurosa relación con el papel que al país le correspondía en el mercado mundial. A la necesidad de asegurar la posesión de la tierra para la colonización agraria se sumaba la de garantizar las fronteras del inmenso desierto patagónico contra las ambiciones chilenas o de cualquier eventual aspirante trasatlántico. No se ve bien en base a qué código ético puede denunciarse el deseo de cumplir con esa necesidad como un rasgo racista. La historia no es el reino de la virtud abstracta ni de los buenos deseos; es un ámbito en el cual la virtud se identifica con la eficacia en procurar la salvaguarda del mayor número y en verificar un desarrollo que sea apto para crear nuevas oportunidades de realización comunitaria. El proceso argentino renqueó horriblemente en estos aspectos; pero fue precisamente la negativa a reconocer la misión que les competía, de parte de la burguesía comercial, de los ganaderos y de las élites ilustradas de Buenos Aires, lo que deformó al país. Encerrados en su mezquino interés, lejos de asumir a la nación en su conjunto, la concibieron apenas como un apéndice colonial de su confort portuario. La cuestión residía en suprimir la resistencia del criollaje (que no estaba compuesto por indios sino por un paisanaje decantado a lo largo de siglos a través del mestizaje de españoles y aborígenes) asentado en el suelo, provisto de conciencia patria y de intereses vinculados a un sistema de vida artesanal que Buenos Aires quería destruir, para hacer lugar a un modelo de país integrado al mercado mundial a través de la importación de manufacturas y de la exportación de productos primarios.
Para la época de la conquista del desierto la situación ya se había consolidado a favor de Buenos Aires, a través de las expediciones punitivas de Mitre contra el interior y del exterminio del último foco de resistencia iberoamericano a la penetración imperialista que fue el Paraguay de los López.(1) Pero no todo estaba jugado. En el ejército de línea, forjado en la guerra del Paraguay y forzado luego a actuar como instrumento de castigo contra el interior cuando este se sublevó contra la aventura paraguaya, había un fermento que provenía del origen provinciano de muchos de sus oficiales. Entre ellos el tucumano Roca ocupaba un lugar preeminente por su solvencia profesional y por el carácter ponderado que lo distinguía. El ejército fusionaba a hombres antes enfrentados en las filas de la Confederación y en las de Buenos Aires, aunque fuese porteño por su conducción superior. Como dice Alfredo Terzaga en su magistral Historia de Roca, ese ejército “que había sido ensanchado forzosamente para las necesidades de guerra, impresionado por la resistencia del pueblo hermano cuya masacre se le imponía, y testigo de la resistencia porfiada de los provincianos, comenzó a pensar en una solución distinta”. (2)
La solución distinta era, en un principio, la designación de Sarmiento para ocupar la presidencia, obviando la continuidad del mitrismo en la figura de su candidato Rufino de Elizalde; pero el diseño de país que empezaba a abrirse paso en las filas militares no contemplaba ya la subordinación mecánica a los dictados de Buenos Aires y tendía a interpretar al país como una totalidad a la que había que integrar. En ese esquema, que era también el de José Hernández y el de los sectores nacionales de la opinión ilustrada, el problema de la frontera sur comenzaba a plantearse como algo más que como una táctica defensiva o como una política contemporizadora para con los indígenas, en la cual se alternaban las transacciones y los choques, en una guerra de posiciones que solo servía para sacrificar a la milicada de leva en los fortines. Había que pasar a un proyecto estratégico dirigido a acabar con la frontera móvil. Había que dominar o liquidar a los salvajes para asegurar la propiedad de la tierra, frenar las aspiraciones chilenas a ocupar la Patagonia y expandir el capitalismo hasta el Río Negro y los Andes.
Todo esto no podía verificarse por medios asépticos. El moralismo “progre” se eriza de espanto ante la dureza de la expedición y de sus expedientes militares para acabar con la resistencia indígena, pero no toma en cuenta los factores que estaban en juego ni se conmueve por la liquidación del gauchaje en las provincias federales, “muy superior tanto en números absolutos como en la importancia económica y política del procedimiento”. (3)
Este último supuso la instalación del proyecto exportador agroganadero y portuario ligado a la dependencia semicolonial, mientras que la conquista del desierto supuso la obtención de 20.000 leguas de territorio y la abolición, en la práctica, del mito renunciatario que imaginaba que “el mal que aqueja a la Argentina es su extensión”, mito del que todavía se hacía eco, no mucho tiempo atrás, el ex ministro de Economía Domingo Cavallo cuando afirmaba con desparpajo que “algunas provincias argentinas son inviables”…
Elegir a Roca como chivo emisario para denostar a la oligarquía y atribuirle el papel de factótum de esta y de la consolidación del modelo dependiente de país, es una equivocación. Lo que es más grave: se trata de una equivocación a veces a sabiendas, que en el fondo intenta deprimir, fundándose en rasgos genéricos que eran propios de un momento de la historia y que se pueden encontrar en todos los argentinos de aquel entonces, el rol positivo que el general Roca cumplió al sofocar el intento secesionista porteño de 1880, nacionalizando el puerto de Buenos Aires en la más breve pero más sangrienta de las batallas de nuestras contiendas civiles del siglo XIX. Ahí se cerró la organización nacional, cortando el nudo gordiano que la había imposibilitado durante 70 años. Estuvo lejos de ser perfecta, pero el daño venía de antes. Es imposible no preguntarse si no se trata en el fondo de aquel hecho lo que no se le perdona a Roca.
Quienes despotrican desde la izquierda contra el conquistador del desierto a la vuelta de tantos años, harían bien en tratar de evaluar el sentido general de su misión, en especial durante la primera etapa de su carrera. Pero quizá no quepa pedirle margaritas al olmo. La tozudez de personajes como Bayer deriva de una confusión entre los datos objetivos de la historia y la subjetividad de una comprensión de esta que sólo toma en cuenta los datos de un humanismo genérico, preocupado sobre todo por las individualidades y que no divisa ni intenta divisar las líneas generales por las que discurren los procesos históricos. Pero lo que en un individuo puede no ser otra cosa que un berrinche, traspolado a una gran cantidad de gente, en especial de gente influenciable por su juventud y por la carencia de referencias anteriores, corre el riesgo de transformarse en un factor de confusión que hace perder el tiempo polemizando en torno de falsos problemas, mientras por otro lado alguien se roba la ropa.

Notas
1 - Dicho sea de paso, las expediciones punitivas contra el interior, posteriores a la victoria de Mitre en Pavón, arrojaron un saldo de 5.000 gauchos muertos, cifra que, dada la cantidad de habitantes que había por entonces, en términos contemporáneos equivaldría a que la última dictadura militar hubiera eliminado a 100.000 argentinos durante el período que duró su vigencia.

2 - Alfredo Terzaga, primer tomo de la Historia de Roca, ed. Peña Lillo, Buenos Aires 1976, pág. 230.

3 - Jorge Abelardo Ramos, Revolución y Contrarrevolución en la Argentina, tomo II, pág. 112.



martes, 7 de diciembre de 2010

EL DEDO Y LA LUNA








“Cuando el dedo señala la luna, el idiota mira el dedo”
Proverbio chino



 

Por: Ricardo Saldaña





Walter Benjamin sostenía que comprender no tenía nada que ver con situar el objeto de estudio en el mapa conocido de lo real, sino en intuir de qué manera ese objeto modificaría el mapa, volviéndolo irreconocible.

El universo político se ha visto conmovido por estos días por la caída de una cosmovisión, a raíz de la exhibición pública de cientos de miles de de radiografías, que transparentan las entretelas del entramado doméstico del funcionamiento de un grupo de estados soberanos. El tono predominante en su abordaje, desnuda la inadecuación de la estructura de análisis aplicada, frente al desafío que impone un cambio conceptual. No puede resultar sorprendente; gran parte del pensamiento proveedor de sus estructuras discursivas, parece no haber tomado nota aún del proceso de horizontalización de los vínculos y las comunicaciones que impuso la revolución tecnológica, así como su inevitable influencia en la diagramación de la estructura de poder.
Esta expresión de “cyber-anarquismo”, o uso libertario de la tecnología, conocida como WikiLeaks, se inscribe en lo que genéricamente se conoce como la “ética del hacker”, concepto que una década atrás le dio el nombre a un libro de Pekka Himanen, en cuyo prólogo, Linus Torvalds -creador del sistema operativo Linux- la definió como una militancia en favor de “poner en común la información y compartir su competencia y pericia, elaborando software gratuito y facilitando el acceso universal a la información y a los recursos de computación”. El concepto está en la base de los desarrollos informáticos enrolados en la vertiente del software libre (“open source”) y de la revolucionaria corriente de producción amateur de innovación colaborativa, orientada en dirección de la inteligencia colectiva, cuya construcción más reconocida y exitosa es WikiPedia. Thomas Friedman, en su bestseller “La tierra es plana”, considera que ambos procesos han contribuido decisivamente al aumento de nuestra capacidad individual para actuar a escala global. No hay duda que el fenómeno constituye un pensamiento de ruptura, que desafía tanto instituciones tradicionales como la propiedad intelectual, como los modelos convencionales de negocio. La obligada reformulación del formato comercial de la industria de la música, a partir de Napster y derivados, da testimonio de su innegable potencia. La analogía no es caprichosa. Así como ese software, sin perjuicio de su posterior condena judicial, representó -consideraciones éticas al margen- la primer fisura en el cerco de protección intelectual, que abrió camino a un incontenible proceso de desintermediación que sacó del juego a la industria discográfica, estamos hoy frente a una grieta en la muralla de silencio que ampara los manejos espurios de la política global, que han abierto estos nuevos bárbaros, como define Alessandro Baricco a los militantes de la cultura digital. Como no lo fue en el caso citado, no parece la mejor receta para evitar la incontenible avalancha, la estrategia de oposición frontal que parece haber adoptado el sistema de poder, si como sostiene el propio Baricco, toda identidad y todo valor no se salvan erigiendo una muralla contra la mutación, sino operando en el interior de la mutación.

LA CONVERSIÓN DIGITAL COMO PROCESO CIVILIZATORIO
Las reacciones observables permiten advertir una preocupante incomprensión de la profundidad del fenómeno. La mirada corta de la política bascula entre la subestimación y el escarnio. La primera vertiente expresa una negación paralizante, que teme animarse a descifrar las mutaciones, confiando vanamente en que los “corsi e ricorsi” de la historia recompensarán la esclerosis, rebautizándola como resistencia. La otra, equivale a criminalizar al bibliotecario. Julian Assange es un militante de la transparencia. Por qué se lo reverencia cuando denuncia crímenes contra la humanidad y se lo demoniza cuando le permite a los ciudadanos acceder al backstage de la política. Después de todo, acaso no se acepta con naturalidad que estos cables que hoy nos escandalizan sean desclasificados automáticamente dentro de 25 años. ¿Será que se acaba de consagrar la prescripción de la hipocresía?
Ya en 1963 McLuhan profetizaba que la III Guerra Mundial sería una guerra de guerrillas por el dominio de la información. El “cablegate” representa la exteriorización, revelada en un hecho puntual muy significativo, del desplazamiento del espectro del poder. Y lo hace en toda la línea, ya que también le tiende una emboscada a los medios con un doble golpe técnico y simbólico, reduciéndolos a meros propaladores, después de haberle prestado el inestimable servicio de potenciar su denuncia. También hubo redistribución de poder cuando Gutenberg abrió un espacio a la invención del realismo, al auge del racionalismo crítico y del humanismo, pero más aún, cuando cayó el costo del acceso a la información por la masificación del libro. Los 265 millones de palabras expuestas al escrutinio de los ciudadanos del mundo por el “hacktivismo” de Julian Assange, le están notificando brutalmente a la clase política que el cambio global también la ha alcanzado.
El episodio que nos ocupa revela dramáticamente que la estructura de poder mundial muestra una inadecuación al nuevo paradigma. Parece no haberse internalizado cabalmente que el tipo de tecnología que se desarrolla y difunde en una determinada sociedad, modela decisivamente su estructura material. La sociedad de la información está desplazando al industrialismo como matriz dominante de las sociedades del siglo XXI. Sin embargo, muchas de las viejas estructuras resisten el desplazamiento de las jerarquías por las redes. El “cablegate”, como en su momento el “9.11”, son dos expresiones de la paradójica indefensión de centros de poder presuntamente invulnerables frente a estructuras infinitamente más débiles en términos de recursos, pero cuya ventaja diferencial es su adhesión a los criterios que demanda la dinámica del funcionamiento en red.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Los americanos te entregan








WikiLeaks y el riesgo de la locuacidad con “La Embajada”.







Tío Plinio querido,
Es “La Embajada”. La única. De los Estados Unidos de Norteamérica.
Legitima la fascinación de disponer del “amigo americano”. Ante quien mostrarse, por ejemplo, como un ser confiable. Informado. Lo suficientemente útil.
A los (norte)americanos, tío Plinio querido, se los corteja. Como si fueran superiores de verdad. Serios. Ejemplares.
¡Cuánto que tenemos que aprender de ellos! Fueron colonizados por los cuáqueros. Nosotros, en cambio, colonizados por almaceneros.
Abelardo Ramos, de los pocos intelectuales que se extrañan, solía extenderse respecto del fenómeno. El cipayismo espiritual.
Alude a los políticos y consultores que suelen ponerse voluntariamente estúpidos, cuando se contactan con los diplomáticos de “La Embajada”.
Sienten que están cerca del poder. Que llegaron. Se van de boca. No contienen el efecto de la argumentación precoz. Se hablan encima.
En comidas sociales, en presencia de los diplomáticos americanos, hay argentinos que parecen competir en la carrera de informados. Suministran precisiones innecesarias. Pugnan por mostrarse rápidos y brillantes. Lo gravitante es despertar el interés del representante del país principal del Universo.

Superpotencia humillada
La superpotencia, tío Plinio querido, hoy está humillada. Ridiculizada.
Es víctima de su propia contradicción cultural. Entre la revolución permanente que signa la vanguardia de los avances tecnológicos, y los atributos de la libertad que inspira el sistema político. Las colisiones son inevitables. La libertad tiene que retroceder.
Con el “amigo americano”, siempre, tío Plinio querido, se pierde.
Más tarde o más temprano, los americanos siempre te entregan. Envuelto.
Son malos pagadores. Pero conste que nunca pagan los servicios que, en el fondo, tampoco piden. El cipayismo espiritual estimula la idea de ofrecerlos. Gratis.
Con los pantalones bajos. Con las nalgas del pudor, tío Plinio querido, al aire.
Después, en la primera de cambio, no tienen reparos en entregarlo. Usado y abandonado.
Le pasó a Somoza. A Sadam. Al cristiano Tarek Aziz. Como le pasó a Julio, el forzado especialista en defensa, que se lucía en la televisión de los 2000.
Durante el proceso militar, segundo lustro de los 70, era el joven académico que se contactaba habitualmente con el “amigo americano”. Diplomático del segundo nivel de “La Embajada”. La amistad le garantizaba la tarjeta de invitación para el coctel del 4 de Julio. Para ser, tío Plinio querido, hay que estar.
Nuestro especialista le pasaba al amigo americano los datos que tenía. Relativos a lugares clandestinos de detención. A las matanzas, producidas, separadamente, por el ejército. O la marina. Pontificaba sobre las hazañas y ambiciones de El Negro. Y el diplomático trasladaba, cablegráficamente, hacia Washington, los conocimientos que recibía. Sin poner una moneda ni pagar el café. Pero utilizaba el nombre de la fuente. Lo mandaba al frente. Cuando escribe el “amigo americano” no hay Garganta oculta que valga. Ninguna “fuente digna de crédito”. Ni siquiera el recurso del verbo condicional.
30 años después, las comunicaciones pasaron a la esfera pública. La trascendencia llegó aquí. El especialista sigue preso por aquella locuacidad que lo mostraba -como decía Arturo Jauretche- “absolutamente enfermo de importancia personal”.

Bolivia. Malvinas
Ninguna novedad que Berlusconi sea admirablemente fiestero. O la señora Merkel muy poco creativa. O Zapatero, un trasnochado. O El Furia, un paranoico. Giladas.
Pero bastan las giladas para que WikiLeaks quiebre la hipocresía tradicional. La que suele asumirse, de manera implícita, entre las sutilezas de la geopolítica.
Desfilan los grandes deschaves que hubieran cautivado a Sergio De Cecco y Armando Chulak, autores de “El gran deschave”. De funcionarios y analistas, adictos, aquí, al relax de la argumentación precoz.
Hasta aquí, para Argentina, lo único grave, del escándalo de WikiLeaks, alude al tema Bolivia.
Argentina con Bolivia quedó, tío Plinio querido, como un País Buchón. Ser buchón es muy feo.
El dilema de Malvinas, en cambio, tiene que ver con la visión del riesgo. Signa el nivel de ingenuidad de la inteligencia gringa. La mera existencia de la inquietud. El temor que los militares argentinos pudieran intentar alguna otra invasión. Clavar, sin ir más lejos, otra banderita. Justamente cuando las fuerzas armadas, en la actualidad, distan de encontrarse en condiciones operativas, al menos para confrontar con los focos de la hinchada de Chacarita.
Ni para imitar, sin ir más lejos, el ejemplo de los camaradas del Brasil. El copamiento de las favelas, en la lucha contra los narcos, dueños verdaderos de la “cidade maravilhosa”.

Buches
Aunque quieran mantenerla, la Secretaria de Estado, señora Hillary Clinton, tío Plinio querido, es un vegetal. Está políticamente frita.
Sirve para disculparse alguna otra semana más. Pero la renuncia de la Clinton, como Febo, asoma.
Atraviesa, la pobre, otra aproximación exitosa hacia el hundimiento en el ridículo. Es la tendencia que, a la pobre, la condena. Desde aquellos buches legendarios de Mónica Lewinsky, registrados en el erotismo clausurado del Salón Oval.
Pero las filtraciones que produce “El gran deschave”, en los rincones más pesados del mundo, signan dramas sin retorno.
En Rusia, donde Putin jamás les va a perdonar. “Tanta arrogancia y frivolidad”.
En el Cáucaso. Con la Georgia oportunamente estimulada, hoy traicionada, librada a su suerte. Como el Irak.
O el Pakistán nuclear, el santuario del terrorismo enriquecido, en su puja acelerada con la India más convenientemente preferible.
Tensiones demasiado cruciales para tratarlas con el desasosiego del mensajero objetivamente franco.
Del “amigo americano” que redacta indemnes memorandums, destinados a la burocrática indiferencia de los “desks”, dependencias del Departamento de Estado. Pero que, gracias a WikiLeaks, se divulgan en los diarios del mundo. Brindan la idea equivocada de una señora de Clinton interesada, incluso, en las bipolaridades. Cuando el firmante de los cables, generalmente nunca está al tanto de lo que suscribe.

Mentirosos acosados
No puede cerrarse esta carta sin aludir, tío Plinio querido, en “El gran deschave” de De Cecco y Chulak, a los mentirosos acosados.
A los cipayos espirituales que trafican la influencia imaginaria en La Embajada. Seres que se jactan de sus contactos en el Norte.
Los pobres mitómanos necesitan, imperiosamente, aparecer nombrados en algún cable. Pronto. Para justificarse.
Ánimo. Mañana, a lo mejor, tendrán suerte y podrán aparecer. Quedan aún como doscientos mil comunicaciones.
La dignidad puede perderse, pero la esperanza no.

Dígale a tía Edelma que la astrología china, con los países, tampoco falla.
Estados Unidos es Mono (de Fuego), de 1776. Y el año del Tigre, para el Mono, suele ser letal.
Aunque también para un Tigre insaciable de Metal, como El Furia, el año del Tigre de Metal le resultó -en versito- fatal.

(Jorge Asís Digital)




lunes, 29 de noviembre de 2010

Cultura pueblerina





Manuel Vázquez, revelación literaria del año, muestra "el otro rostro del kirchnerismo".




escribe Carolina Mantegari






Con su incontinencia comunicacional, el notable escritor Manuel Vázquez desnuda, con expresiva brutalidad -y para parafrasear a Ernesto Sábato- “el otro rostro del kirchnerismo”.

Derivaciones de un WikiLeaks doméstico. No necesariamente berreta.
Con reconocida generosidad, y a través de la copiosa literatura de e-mails, el Gallego Vázquez diseña, en trazos muy gruesos, el rostro que, en realidad, ya no debiera ser tan oculto. Costaba, eso sí, reconocerlo. Completa la complejidad estructural del fenómeno kirchnerista.
El kirchnerismo se extinguió un mes atrás. Debiera ser estudiado como la versión patológica de la superstición peronista. Sin embargo se mantiene, en estilo vegetal, por la continuidad del “efecto contagio”.
Los efectos residuales del fenómeno producen, paradójicamente, una superación.
Instiga a la creencia que, en la actualidad, se acabaron los vicios. Se terminaron el 27/10. Que persisten, apenas, y gloriosamente, las virtudes transformadoras.
La colorida narrativa de Vázquez se impone con la rotunda virulencia del lenguaje. Despunta como una teoría innovadora la interpretación de “la cultura pueblerina”. De “esta gente”. A lo Tolstoi. Como le cuenta el sujeto, Vázquez, en primera persona, a su interlocutor Lorente.
Vázquez aporta la profundización de los hábitos moralmente impugnables que aún sorprenden. Hasta -incluso- la indecencia intelectual. Porque sus caudalosos deschaves informáticos sólo pueden sorprender a los distraídos vocacionales. Los tardíos que nunca quisieron asumir la existencia del rostro desnudo, que Vázquez presenta en su total puerilidad. Con alguna influencia de Torrente Ballester.
Distraídos de la comunicación que tardaron en aceptar -al menos en sus páginas- que aquel rostro, francamente delictivo, se había apoderado de la Argentina.
Desde los inicios del 2005 que el Portal maltrata la problemática de “La marroquinería política” (Editorial Planeta, 2006). La estética dictada por los registros del cuero de los bolsos y de las valijas. Colmadas, en general, de espiritualidades materiales. Las que siempre ascendían hacia las previsibilidades incandescentes. Con la invalorable acción de los magos detectados. Los habilitados para convertir, aquellos bolsones que apilaban billetes sucios, en primorosos attachés de crocante papel europeo. Los que partían, invariablemente, los viernes. A los efectos de alcanzar el destino del sur, en el “Fort Knox” (cliquear), los fines de semana conmovedores. Entre paisajes que contienen el máximo secreto de la “cultura pueblerina”. A la que alude Vázquez, en textos memorables que superan el realismo de Cela.

Tenedor libre
El kirchnerismo, hasta el 27/10, funcionó con la dinámica del restaurante de tenedor libre.
Son comederos donde uno puede servirse el plato que desea. Repetirlo, incluso, hasta saciarse.
Si el comensal lo quiere, puede, incluso, conformarse, tan sólo, con la selección de gastronomías de la mesa presentablemente progresista. E ignorar, por maléficas y chicaneras, las propuestas restantes. Como si no existieran. Para atragantarse con los nutritivos “omelettes de derechos humanos”. Con los “filetes de militares presos, vuelta y vuelta”.
Es precisamente el tipo de cocina reelaborada que indujo a instalar, también, otra idea consagratoria del Portal que debió haber inspirado a Vázquez. Provocadora, como la idea de la propia marroquinería política.
“Roban, pero juzgan y condenan”.
La sentencia consolidaba, para siempre, los amoríos, nada desinteresados, del kirchnerismo. Con los sectores de la izquierda, racionalmente emotivos.
Con el “roban pero juzgan” o “pero condenan”, clausuraban la cultura de resignación de aquel efímero “roban pero hacen”. Con el que solían justificarse los desatinos, hoy comparativamente inofensivos, de los noventa.
Es necesario, para digerir los platos, adaptarse a los códigos que aluden a “los márgenes de la revolución posible”.
Se impone entonces tomar sólo aquellos sabores que convienen a la sensibilidad interesada del paladar. E ignorar olímpicamente el resto. Las “pastas a la Antonini Wilson”, inapelable operación de la CIA. O los niños envueltos del pobre Uberti.
La versión progresista del restaurante de tenedor libre contuvo brillantes instrumentadores.
Pueden encontrarse, en especial, afuera de la superstición del peronismo. Entre las organizaciones, sin ir más lejos, “sociales”. O las emblemáticamente humanitarias. Con las dos señoras, dignamente enfrentadas entre sí.
Desde aquí, se dijo, también, que la liquidación de invierno que hizo Menem, con aquel liberalismo de la UCD, fue superada por la liquidación de El Furia. Con el intento de destrucción moral de las Madres de la Plaza de Mayo. A las que convirtió, a fuerza de efectivo y favores, en meras ornamentaciones. Pañuelos insustituibles que complementaban las ceremonias de los actos. Más grave aún, El Furia las transformó en promisorias empresarias. Se aguarda, aún encarnado, al propio Vázquez potencial.
En la versión progresista del tenedor libre resultaron fundamentales los comunicadores súbitamente entusiasmados de la Secretaría de Estado de Página 12. A los que se sumaron, en la primera de cambio, desde la Subsecretaría de Miradas al Sur, y de todas las patrióticas publicaciones gerenciadas por el señor Szpolski.
Deben destacarse, como magníficos instrumentadores del tenedor libre, a los vibrantes intelectuales de Carta Abierta, la organización de látex que trata de entender confusamente la señora Sarlo. En el último tramo ingresaron, a la algarabía del tenedor libre, los simpáticos mediáticos de la televisión. Resultaron verdaderamente fundamentales para la recuperación de El Furia. Se dedicaron a entrevistar, en la Televisión Pública, a los periodistas-funcionarios de la Secretaría de Estado, a los plásticos de Carta Abierta y a los artistas que suponían participar, de pronto, del acotamiento de una revolución.

Empachos
En el mismo restaurante de tenedor libre, Clarín y La Nación también se empachan. Movilizados por la gratificante literatura del prosista Manuel Vázquez, que detalla las cometas fabulosamente internacionales. Con las intrigas condimentadas en las Brochettes del Número Uno. Los Papillots a la Córdoba de Jaime, o el Cocido español de Lorente. En esta mesa suele prescindirse, en cambio, de las preferencias de la gastronomía revolucionaria. Para detenerse, exclusivamente, sólo en el suspenso de los platos picantes. Con consumidores que ignoran, recíprocamente, a los comensales que adscriben al delirio de los “márgenes de la revolución posible”. Los que prefieren deleitarse con la mesa de los dulces. Diversos Mousse de Encuestas. Demuestran que La Elegida gana, de lejos, en primera vuelta. Porque las derivaciones de la literatura de Vázquez, después del 27/10, se sumergen en el vacío. Con el destino triste de las mesas de saldos.

Complejidad
Cuesta entender que en el tenedor libre del kirchnerismo, la existencia de una gastronomía se encuentra justificada por la otra.
Puede evaluarse, como recomendación final, que suelen acentuarse, en la práctica, los aspectos progresistas, sólo para recaudar mejor. Es la clave de aquello que Mainhard, filósofo positivista, catapulta como ladri-progresismo.
El Portal descubrió, tempranamente, la magnitud de la complejidad de la patología kirchnerista. Fue cuando Oberdán Rocamora contó, en el 2005, acerca de determinado funcionario que se amparaba en Planificación. Recibía las cometas en una oficinita del ministerio, donde se destacaba el retrato del Padre Mujica.
Cuando un empresario, con pretextos fundamentados, quiso poner sólo la mitad de lo que había pactado, nuestro funcionario le dijo:
“Con la plata para la causa popular no se jode”.
La complejidad del fenómeno se agravaba porque el funcionario -pobre- no se quedaba con un miserable peso. Subía, el aporte, hacia la incandescencia espiritual. Para el destino de viernes del sacralizado conductor de la revolución posible. En Fort Knox.
De los ”funcionarios decentes del gobierno estructuralmente corrupto”, que se extinguió el 27/10.
Hoy habita, como tantos giles, en la mesa de quesos.

miércoles, 27 de octubre de 2010

¿Por qué no hay grandes chefs mujeres?

El territorio de la cocina está dominado por los hombres: se llevan los premios más codiciados de la gastronomía mundial, la televisión celebra sus excentricidades, la prensa los trata como artistas de vanguardia y hasta los utensilios de los restaurantes parecen diseñados para ellos.Las chefs, en cambio, reciben más aplausos mientras más inofensivas y caseras luzcan, y nunca llegan a ser igual de famosas. ¿Acaso existe una conspiración universal contra las cocineras?

  un ensayo de Charlotte Druckman



Mi inquietud empezó cuando hace años noté que el listado anual de la revista Food & Wine sobre los diez mejores nuevos chefs siempre incluía a una mujer símbolo. Y con el tiempo se acentuó. En el 2007, los jueces de la famosa Guía Michelin condecoraron a la chef francesa Anne-Sophie Pic con tres estrellas, haciéndola la cuarta mujer en la historia de su país en recibir el mismo honor (había pasado más de medio siglo desde que la última de sus compatriotas recogió esa tercera bengala). El año siguiente, en el

Reino Unido, se consideró una noticia importante cuando diez mujeres chefs ganaron estrellas de Michelin, aunque fuera sólo una por cabeza.
El tabloide Telegraph anunció: «Puede ser el comienzo del fin para el macho, boca sucia, y desafiante maestro chef masculino. El número de mujeres con estrellas Michelin casi se ha duplicado en apenas doce meses».
En el 2009 llegó la gala de los premios James Beard –el máximo trofeo del mundo de la gastronomía–, a la cual se le asigna cada año un tema. El motivoescogido fue: «Las mujeres en la comida», pero ya que sólo dieciséis de los noventa y seis nominados de la noche fueron mujeres, parecía una broma cruel. Al final, sólo dos de esas mujeres se fueron victoriosas, de los diecinueve ganadores en total.
Luego, la editorial Phaidon anunció la publicación de su nuevo libro de cocina Coco: 10 maestros del mundo escogen 100 chefs contemporáneos, en el cual la chef –y escritora– Alice Waters y nueve de sus camaradas masculinos escogieron cada uno diez chefs jóvenes cuyo trabajo admiraban. En conjunto, estas autoridades culinarias pusieron menos de diez mujeres en la lista, menos del diez por ciento del talento total.
Por último, en la competencia Top Chef Masters del canal de televisión Bravo, un mísero trío de entre veinticuatro «maestros» americanos fueron mujeres. En serio.
Y todo eso hundió en el fondo de mi estómago la certeza de que las mujeres chefs no obtienen el mismo reconocimiento o aclamación de la crítica que reciben sus colegas masculinos.
Nadie duda de las habilidades de las mujeres en la cocina. Ellas tienen la habilidad y la creatividad. ¿Entonces cuál es el problema? La pregunta me recordó algo que leí en una clase de historia del arte en la universidad, un ensayo titulado: «¿Por qué no ha habido grandes artistas mujeres?», de la famosa crítica e historiadora Linda Nochlin.
Ese texto marcó un hito no sólo porque exponía una pregunta tan dura –en realidad un juego retórico–, sino también porque al exponer esta pregunta Nochlin forzó a los académicos y feministas a cuestionar sus propios métodos de análisis. Ella sostuvo que la pregunta era intrínsecamente defectuosa debido a que presupone una deficiencia en las mujeres y en consecuencia perpetúa las dificultades de las pintoras y escultoras para alcanzar el estatus de artista, o peor aún, el de gran artista.
Gran parte del problema, sostuvo Nochlin, se encuentra en cómo nosotros, como cultura, definimos los términos «gran» y «gran artista», y también cómo quienes examinamos estos términos –académicos, periodistas, críticos, y teóricos– formamos o defendemos nuestras definiciones y las establecemos como la norma.
En teoría, hemos avanzado mucho desde la noción de que el lugar de la mujer está en la cocina doméstica y que el único lugar apropiado para un hombre es una cocina profesional. Pero en la práctica, las cosas pueden ser resumidas en la siguiente ecuación: mujer: hombre que cocina : chef.
Antes de que alguien diga: «eso es pura semántica», debo anotar que siempre ha habido una fuerte distinción entre los términos «cocinero» y «chef». El último término es la versión corta del francés chef de cuisine (literalmente: «jefe de cocina») y se relaciona directo al oficio de preparación de comida. Tú te puedes convertir en chef sólo después del entrenamiento o aprendizaje culinario formal. En cambio, «cocinero» es un término genérico, se refiriere a cualquiera que prepara comida, así sea profesionalmente o en casa. El que estas palabras supongan asociaciones de género que son aceptadas de manera natural es una de las tantas razones por las que el ensayo de Nochlin es relevante para la industria de la comida de hoy. Si seguimos su modelo, es muy claro que no necesitamos preguntar por qué este matiz semántico existe, sino de dónde viene, y si es que nosotros somos cómplices en perpetuarlo.
Fui a las revistas Food & Wine y Gourmet para ver si ellos podían explicar este elefante blanco en la cocina: la gran división culinaria entre el hombre y la mujer.
Las respectivas directoras (por coincidencia mujeres) compartieron la opinión de que dar atención especial a las mujeres sería corroborar que existe una diferencia entre una persona con pene que blande una espátula y su contraparte libre de pene. Ese miedo es lo que Nochlin deliberadamente sacudió con el provocativo titulo de su ensayo. «¿Por qué no ha habido grandes artistas mujeres?» es una pregunta capciosa, una trampa que presume la necesidad de defender o justificar a las mujeres, un acto que se inserta en las discrepancias entre ambos géneros.
Evidencia de esa trampa fue revelada con valentía en el panel: «Confusión de Género: Desenredando los mitos del género en la cocina de restaurante», realizado en el Centro Astor, un laboratorio académico de la gastronomía en Nueva York. La cita se centró en un experimento: una comida de seis rondas, cada una representada por dos platos a base de un ingrediente temático. Los miembros del panel tenían que adivinar cuál plato de cada ronda había sido preparado por una mujer y cuál por un hombre, basados sólo en cómo se veían y a qué sabían. Por supuesto, mientras el jurado predecía y luego probaba los platos, era imposible saberlo. A veces adivinaban, a veces no. Hacían bromas para romper el hielo sobre ciertos ingredientes con formas fálicas para cocteles y trataban de no avergonzarse a sí mismos mientras explicaban por qué creían que una mujer había hecho el plato A y un hombre el plato B. Tuvieron mejor suerte cuando buscaron pistas en la historia personal y capacitación de cada chef.
Los panelistas entendieron de inmediato que determinar quién ha producido el gimlet de ruibarbo o la ensalada de sardinas crocantes no era la pregunta más interesante. Por el contrario, ¿por qué asumieron que ciertas florituras y sabores eran femeninos? El verdadero mensaje de la tarde fue que hombres y mujeres no cocinan de un modo distinto; es sólo que juzgamos su comida en diferente forma. Este prejuicio opera en dos niveles. Flores comestibles en un plato pueden significar «femenino», mientras que capas colocadas con precisión y salsas garuadas pueden ser consideradas «masculinas». Pero, cuando el sexo de un chef es conocido, también podemos describir su plato más neutral con vocabularios diferentes. El panelista Gwen Hyman, quien escribe sobre género en la política y en la comida, recordó a la audiencia aquella vieja y arraigada frase: «Las mujeres cocinan con el corazón, mientras que los hombres cocinan con la cabeza, porque las mujeres tienen corazones y los hombres tienen cerebros». Así que, si un chef varón sirve un plato de Espaguetis a la boloñesa, éste es alabado con palabras como «descarado», «rico», «intenso», «llamativo»; en cambio, el mismo plato preparado por una mujer suele ser elogiado como una comida «hogareña», «confortable» y «preparada con amor». El primer sentido se convierte en una afirmación agresiva, una declaración de ego, mientras que el último es un testamento de la comida casera.
Conversaciones sobre el uso de ciertos adjetivos o adornos particulares y lo que revelan sobre el género pueden derivar en una suerte de masturbación mental. Lo mejor es reconocer que estas atribuciones en apariencia inocuas (por ejemplo, creer que si un coctel es servido con una cañita, entonces debe ser el trabajo de una mixóloga) son en realidad, en palabras de Nochlin, parte de un sistema de «importantes símbolos, indicios y señales que tienen un impacto directo sobre cuánto (o cuán poco) éxito las mujeres artistas (o chefs, en este caso) pueden obtener». Nochlin se pregunta: ¿qué define la grandeza? Para nuestro propósito, debemos preguntar de manera específica: ¿qué es lo que hace a un Gran Chef? La respuesta revela que nuestros adjetivos de grandeza, cuando se refieren a los chefs, son aquellos considerados «masculinos» o que no suelen estar asociados con las mujeres. En los Estados Unidos, el éxito de los chefs ha sido históricamente medido más por la perspicacia del negocio, su celebridad y sentido comercial que por lo que sucede en la estufa: a quién le importa si tu panna cotta tiene un aspecto femenino; en vez de eso, dime si tienes múltiples restaurantes. ¿Se puede traducir tu personalidad a una audiencia más amplia? ¿El concepto de tu restaurante es algo que puede ser duplicado? ¿Tienes un estilo que complemente y trascienda tu propuesta culinaria, sea como un extremista serio (un nerd científico como Grant Achatz o un purista devoto de la técnica y de los ingredientes como Thomas Keller o Tom Colicchio), un maestroempresarial francés (Daniel Boulud, Alain Ducasse o Eric Ripert), un glotón que no se arrepiente y que ama la cámara (Mario Batali), un genio rebelde que va en contra de lo establecido (David Chang o Anthony Bourdain)?
Y luego pregúntate a ti mismo: ¿puedes pensar en una contraparte femenina para todo eso?
Food & Wine sobre los diez mejores nuevos chefs siempre incluía a una mujer símbolo.
Y con el tiempo se acentuó. En el 2007, los jueces de la famosa Guía Michelin condecoraron a la chef francesa Anne-Sophie Pic con tres estrellas, haciéndola la cuarta mujer en la historia de su país en recibir el mismo honor (había pasado más de medio siglo desde que la última de sus compatriotas recogió esa tercera bengala). El año siguiente, en el Reino Unido, se consideró una noticia importante cuando diez mujeres chefs ganaron estrellas de Michelin, aunque fuera sólo una por cabeza.
La superestrella femenina más prominente en esta arena es más una antagonista que un complemento de estos arquetipos masculinos. Lidia Bastianich es una triple (no) amenaza: dueña de restaurantes, autora de libros de cocina, y personalidad de la televisión.
Tiene cuatro restaurantes italianos. El Felidia, de Manhattan –que abrió originalmente en 1981 con su ex esposo y que ahora opera sola– es el que más se asocia con ella. No estoy segura de que la gente entienda que ella tiene otros tres. Está el Becco, también en Nueva York, y luego los restaurantes de Pittsburgh y Kansas City (confesión: yo tampoco tenía idea de que estos lugares existían hasta que hice la investigación para esta historia). Aparte del Felidia, el tiempo de Bastianich está repartido entre sus roles de madre y, hasta cierto punto, el de patrocinadora. Su hijo, Joseph Bastianich (más conocido como Joe), es el prolífico socio de negocios del gurú de la cocina Mario Batali. Juntos, estos dos hombres han construido un imperio que abarca múltiples restaurantes a través de Estados Unidos, libros de cocina, una línea de utensilios, una tienda de vinos italianos, un show de viajes, y, en el horizonte, un mercado italiano de productos exclusivos. Lo que la gente quizás no sepa es que Lidia Bastianich también es socia en al menos una de estas empresas, el restaurante Del Posto, un bastión de la alta cocina italiana. Mientras Joe Bastianich recibe todo el crédito por el éxito en los negocios de su familia, Lidia Bastianich es identificada como la equivalente italiana de Julia Child, la célebre cocinera, escritora y conductora de televisión estadounidense de los años sesenta. Al igual Nadie duda de las habilidades de las mujeres en la cocina. ¿Entonces cuál es el problema? ¿Por qué no hay grandes chefs mujeres? La pregunta me recordó un ensayo titulado: «¿Por qué no ha habido grandes artistas mujeres?», de la historiadora Linda Nochlin. Ese texto marcó un hito no sólo porque exponía una pregunta tan dura, sino porque forzó a los académicos y feministas a cuestionar sus propios métodos de análisis que Child, Lidia Bastianich cocina con amor desde una cocina casera para su audiencia de la cadena PBS y es conocida por hacer comentarios como «la comida para mí fue como un link para conectarme con mi abuela, con mi infancia, con mi pasado. Y lo que he descubierto es que para todos, la comida es un conector a sus raíces, a su pasado, en formas diferentes. Te da seguridad». Bastianich es una súper-mamá, y su último programa de televisión, La mesa familiar de Lidia, enfatiza esta faceta con sus encantadoras viñetas de la chef mientras enseña a sus nietos cómo hacer pasta. Ésta no es la Lidia Bastianich dueña de restaurantes o la ganadora de múltiples premios James Beard (de cuya ceremonia de gala fue anfitriona en el 2009). Ésta es Lidia Bastianich, la gran cocinera y chef casera. A pesar de que su comida en la televisión parece rústica y simple, en realidad ella fue una de los primeros chefs en elevar y refinar la cocina italoamericana.
Comer en sus restaurantes revela a una chef consagrada de una manera abrumadora. ¿Entonces, por qué la falta de conexión entre lo que está detrás de las cámaras y lo que vemos en nuestras pantallas? A Bastianich no se le permite ser las dos cosas al mismo tiempo y somos llevados a pensar que ella puede atraer a las masas sólo cuando encarna el papel de una nonna italiana, su lado «femenino». Ella tiene todas las cualidades de un Gran Chef, menos un elemento crucial: no es hombre.
Lo que nos lleva de nuevo al principio en la búsqueda por contrapartes femeninas para los grandes reyes masculinos.
En el artículo «¿Dónde están las mujeres chefs?», de la página web de la revista Gourmet, la escritora Laura Shapiro busca estas contrapartes femeninas y se termina perdiendo. Ella observa a dos chefs, un varón y una mujer, que a pesar de seguir caminos similares, tuvieron resultados diferentes:
Cuando Gabrielle Hamilton abrió un pequeño, incómodo lugar llamado Prune en 1999, su menú idiosincrásico llamó la atención, y su restaurante se convirtió en un éxito, al punto de que hoy ella es una figura muy admirada de la escena gastronómica. Cuando David Chang abrió un pequeño, incómodo lugar llamado Momofuku Noodle Bar en el 2004, su menú idiosincrásico llamó la atención y su restaurante se convirtió en un éxito, y hoy él es una figura muy admirada de la escena, con numerosos premios, gran cantidad de perfiles en revistas, dos restaurantes más, y un público que lo idolatra. Como sea que cuenten las diferencias de estas dos trayectorias, tienen que incluir algo más que la comida.
Aquí es donde ciertas asociaciones de ideas empiezan a cobrar fuerza: cabeza vs. corazón y el chef vs. el cocinero. Si se piensa que las mujeres trabajan con el corazón y los hombres con la cabeza, ¿cuál de ellos será tomado más en serio en el contexto de negocios? ¿O como un renegado admirable? Un chef es, en el sentido más básico, el líder de una cocina profesional. Además de esto, un chef es una persona arriesgada, la cara de una compañía o de un concepto, una personalidad de la televisión, y, por encima de todo, un experto. Ser un cocinero, en cambio, supone hacer un trabajo de obrero, ser un engranaje de algo mayor. El chef es un profesional con el entrenamiento apropiado y asciende en los ránkings de un sistema militarizado. El cocinero ha aprendido por sí mismo, por lo general en casa y casi por instinto.
Si esto suena simplificado, te recomiendo que mires cómo se representan los logros de las mujeres chefs que han alcanzado relativo éxito. Empezarás a ver que este asunto del sexo tiene mucho que ver. Alice Waters es otro ejemplo. Madre de la «comida lenta» estadounidense, Waters es representada como una cuidadora. Ella se ha definido a sí misma como una cocinera francófila autodidacta, cuya meta inicial era abrir «un lugar pequeño y simple donde pudiésemos cocinar y hablar de política», un restaurante «nacido de la contracultura». Su rol es el de una educadora, alguien que cuida, una protectora de lo natural y «del planeta».
Estas características son estereotipos femeninos. Decidida a encontrar las equivalentes femeninas de los Changs, Batalis, o Kellers de este mundo, Shapiro va al único lugar donde hay un notable número de restaurantes cuyos propietarios son mujeres chefs: el área de la bahía de San Francisco. Alice Waters, por supuesto, es considerada responsable del florecimiento de esta escuela de chefs de la Costa Oeste, mujeres propietarias de restaurantes pequeños e independientes que sirven comida de tipo casero inspirada por ella. Cuando la gente habla sobre mujeres chefs que son exitosas, las buscan en California para probar que el fenómeno en verdad existe. Mientras la Costa Este es enemiga de las empresarias del batido, la Costa Oeste es vista como un semillero de poder femenino.
Pero veamos esto más de cerca. Por lo general, los chefs del área de la bahía son propietarios de un restaurante cada uno, y es un asunto casual: los chefs, al igual que los restaurantes, no son marcas conocidas o aclamadas internacionalmente. Quizás los jueces de la organización Michelin nunca han escuchado de ellos.
Sus clubes nocturnos son atractivos locales, apreciados por otros chefs y por expertos en cocina de los alrededores. También vale la pena notar el espíritu comunal evocado cuando se describe a este grupo de mujeres de la Costa Oeste. Su éxito es limitado por su contexto, el cual todavía se siente muy encasillado en la gran estructura del género.
Shapiro pudo haber encontrado un esquema más convincente si hubiese extendido su ámbito un poco más al sur, a Los Ángeles, donde profesionales como Nancy Silverton y Suzanne Goin han trabajado silenciosamente hasta convertirse en favoritas del medio, lo que uno llamaría las chefs de los chefs. Sin embargo, ambas han mantenido perfil bajo.
Silverton, querida por sus habilidades en la pastelería, abrió en 1989 su primera sede, Pastelería La Brea, junto a su entonces esposo y chef Mark Peel, con quien después abrió Campanile. Hace poco se asoció con Mario Batali y Lidia Bastianich para abrir Mozza y Hostería Mozza. Goin, por su parte, lanzó su primer restaurante, Lucques, en 1998. Cuatro años después siguió con AOC, y en el 2005 abrió The Hungry Cat, con su esposo, el chef David Lentz. Hace algunos meses, Goin y una socia abrieron una nueva empresa, Tavern, un local de comida para llevar y pastelería.
Silverton y Goin han recibido premios James Beard y han escrito libros de cocina, son propietarias de múltiples establecimientos, cada uno de los cuales ha sido colmado de elogios. Puedes encontrarlas en revistas de comida, o, en el caso de Goin, haciendo un cameo mediocre como juez en el programa Top Chef. Pero aun con toda la publicidad que han recibido están lejos de acercarse a la celebridad. Las habilidades culinarias de Goin pasan desapercibidas por su atractivo físico y su elegante estilo de vida. Ella y su esposo fueron fotografiados por Annie Leibovitz para un perfil en la famosa revista Vogue que exclamaba: «¿Cómo es que la celebrada chef Suzanne Goin puede estar rodeada de la más sabrosa comida y aun así tener una figura como la de Audrey Hepburn? ¿Se puede preocupar tan poco por las tendencias de la moda y siempre verse bien?».
Es como si la idea de una mujer atractiva y con estilo que puede manejar una cocina profesional, quizás mejor que muchos hombres, fuera un sueño insostenible e imposible. De alguna manera, salir en Vogue parece socavar sus dones en la cocina. Un chef varón no sería discutido de esta manera. Cuando la revista Esquire hizo un perfil sobre David Chang, el autor no se puso a escribir sobre su marca de ropa favorita o su peso.
Luego está el artículo de Cookie, una exclusiva revista ilustrada para padres sofisticados. Allí, Suzanne Goin es mostrada como una devota madre de gemelas, en el cobertizo de su casa, con sus bebés, su esposo y el perro. El artículo hurga en el tipo de comida que ella prepara para sus hijas de quince meses y la encuentra antes de un viaje familiar de una semana a la playa. Una indicación nos dice que Goin «ha cambiado sus prioridades». Esta chef sacrificó «días de dieciocho horas y años sin tiempo libre» para alcanzar su máxima meta, una vida en la que «la familia triunfe sobre el mundo de los restaurantes». Volvemos al punto: ¿qué tan seguido lees historias como ésta sobre chefs hombres? ¿Y hay alguna mención a si el esposo de Goin deriva su atención lejos del restaurante o cambia sus prioridades? No.
A pesar de la calidad de la cobertura que reciben Goin o Silverton en relación a sus colegas en el norte, estas mujeres tienen más credibilidad como restauradoras y, en mayor medida, como chefs serias. Y sin embargo, lo que sí comparten con las damas del área de la bahía de San Francisco es la poca dimensión de su fama. Fuera de Los Ángeles, en el centro de los medios de comunicación de Nueva York y en el círculo íntimo de la gastronomía, estas mujeres del sur de California son casi desconocidas. Cuando un forastero común y corriente va al restaurante Mozza, lo hace porque ha escuchado que allí preparan una pizza matadora o porque es un local del famoso chef Mario Batali. No van a rendir homenaje a la chef Nancy Silverton.
Nos quedamos con la primera propuesta de Shapiro: «Estoy pensando en una pregunta que siempre me molesta cuando leo historias sobre chefs que ganan premios, chefs que abren espectaculares restaurantes, chefs que inician un programa de televisión más: felicitaciones, pero ¿por qué todos ustedes son hombres? ¿Dónde están las mujeres?». Y la respuesta decepcionante: están en California. ¿Por qué digo decepcionante?
Porque a pesar de los logros en la Costa Oeste, estas mujeres no han podido seguir la «receta» para ser consideradas grandes chefs. Como Shapiro misma admite, no han podido ser colmadas de premios o fundar establecimientos de comida de naturaleza «espectacular» (lo que sea que eso signifique).
A pesar de que en general estoy de acuerdo con las afirmaciones de Shapiro, tengo un problema con la pregunta sobre los medios de comunicación. Sólo prende el Food Network: las mujeres están por todos sitios. El problema no es la falta de tiempo al aire. Es la calidad de ese tiempo y la manera en que las mujeres son representadas: como cocineras, no como chefs. Como caras bonitas que hacen comidas fáciles para familias o fiestas casuales. Por ejemplo, Paula Dean, una mamá gallina sureña que grazna: «¡Me gradué magna cum laude (con honores) de la cocina de mi abuela!»; Giada De Laurentiis, una seductora y escotada vecina a la que le gusta cocinar simples platos italianos para su familia y amigos; Rachel Ray, una mujer común, despreocupada, que cocina en treinta minutos o menos, y que es cualquier cosa menos una chef (e insiste en no serlo); Sandra Lee, una mujer excéntrica, decoradora de mesas y bebedora de cocteles, que cocina con productos «semicaseros» y combina sus utensilios con sus atuendos; Ina Garten, una proveedora convertida en gurú de la vida que ama hacer fiestas y preparar bocadillos sofisticados; y especialmente Anne Burell, la única «profesional» del grupo: a pesar de que ella es la asistente de Mario Batali en el exitoso programa televisivo Iron Chef, en su propio show ella baja el nivel de los platos de su restaurante y no se muestra en el uniforme blanco, sino en escotadas chompas cuello V y tras la barra de una cocina de tipo casero. De hecho, todas estas mujeres tienen una cocina hogareña como fondo.
Hace dos años la escritora especializada Elaine Louie escribió un articulo para la sección Dining In/Dining Out de The New York Times titulado: «Cocinando sin desaliños: La apariencia que echa chispas», en el que ella señala al cuello V como una tendencia para las cocineras televisadas. Ella citó opiniones inexpresivas pero expertas de personalidades de la moda como Simon Donan, director creativo de las tiendas Barney’s de Nueva York:
(Él) definió el estilo actual como «chic, jovial y al día» y dijo que resuelve con éxito el dilema que encaraban las mujeres en el mundo de la cocina. «Ellas tienen que mostrar competencia, pero no se pueden ver mal». Según Donan, la era antigua de la ama de casa al estilo Betty Crocker y Julia Child está fuera de moda, porque la cultura ya no acepta ese tipo de dejadez feliz. «Todos tienen que tener un poco de sensualidad -aseguró-. Pero el truco es que no la dejes ir demasiado lejos, porque si tu apariencia se vuelve demasiado sexual, entran a escena los temas de higiene.
La apariencia, conjetura Louie, puede que se haya iniciado con la diosa británica de la comida Nigella Lawson, la original y versátil ama de casa que sugestivamente lame salsa de chocolate de su dedo antes de meter tortas en el horno. Louie también buscó a un editor de Vogue, quien señaló el potencial de un buen escote como un antídoto a los depresivos delantales y al «mojigato» cuello redondo. Luego está Nick Sullivan, editor de moda de la revista Esquire, quien destaca el estilo retro y el atractivo de Nigella Lawson –esa suerte de invocación tipo: «ven a mi casa y lame mi cuchara»– como un aura esencial para transmitir maternidad .Elaine Louie, la autora del artículo, nunca cuestiona lo que todo esto significa, y se limita a decir que en el actual uniforme de las personalidades femeninas de cocina en la televisión, «lo sexy se encuentra con lo útil».
Ella no se molesta en escribir sobre lo que están usando las estrellas masculinas, o si ellos están mostrando sus bíceps en la cocina.
Hablando de hombres, el Food Network los suele retratar como chefs serios, expertos, aventureros, competitivos. Excepto por la joven y atractiva chef Cat Cora, una presencia necesaria para llenar el espacio vacío, todos los integrantes del programa Iron Chef son hombres. Bobby Flay, una de las fuerzas de hierro, también participa en retos de otro programa llamado Throwdown, mientras que su colega Michael Symon tiene dos responsabilidades con Dinner Iimposible, otro programa de suspenso contra el reloj. Guy Ferry, quien se presenta como una estrella de rock, recorre el país haciendo paradas burlescas en restaurantes humildes. Como detalle irónico, el único chef de pastelería en el canal es hombre, pero es presentado como un chico rudo y rebelde. Por otro lado, Alton Brown es un dedicado nerd de la ciencia. El niño bonito Tyler Florence podría haberse aparecido en los hogares de la serie Amas de casa desesperadas para resolver
sus emergencias culinarias, pero su retrato habría sido más como un príncipe encantado listo para rescatarlas que como un padre de familia protector.
En su nuevo programa, Tyler’s Ultimate, Florence está en una cocina residencial (de estilo industrial), pero sigue en el papel de gurú educador que ha encontrado y perfeccionado «la receta». Allí no hay espacio para las comidas caseras rápidas y tampoco hay una mesa arreglada para una última escena con los amigos o la familia.
La siguiente parada es una nueva escuela llamada Chefs Vs. City , un programa que se anuncia como «el tour definitivo de comida», en el que Aaron Sánchez, una autoridad de la cocina mexicana y dueño de múltiples restaurantes, y su cohorte Chris Cosentino, experto en menudencias, retan a los locales a encontrar las mejores guaridas alrededor de la ciudad.
Estos hombres son disidentes sin miedo a nada. Las mujeres, diosas domesticadas.
Pero en las cocinas de los restaurantes, las mujeres que quisieran ser tomadas más en serio suelen adoptar el estilo de prostitutas vírgenes a favor de la androgenidad. Son generalmente poco femeninas, con cabello corto y sin maquillaje, por lo general bastante musculosas y hasta masculinas en apariencia. Es como si la única manera de ganar legitimidad en el mundo de la gastronomía fuera esconder toda señal de femineidad. Una prueba palpable es Suzanne Goin, quien al ser representada como «femenina» (comparada por Vogue con la legendaria actriz Audrey Hepburn o representada como una ama de casa feliz y con un toque gourmet por Cookie) es al mismo tiempo minimizada como un talento culinario que merece ser reconocido. Los chefs hombres son intrínsecamente sexys; las mujeres chefs no lo son. Esta suposición se basa en los programas de cocina que, poniendo hermosas amas de casa en la pantalla, refuerzan las identificaciones del hombre como chef y la mujer como cocinera.
La mayoría de los patios de las casas del siglo XXI son espacios llenos de testosterona, agresivos, y dominados por el hombre. Ésa es la realidad diseminada por el chef Anthony Bourdain, quien describe la rudeza de una cocina de restaurante y sus bruscos hombres. En el popular libro Calor, Bill Bufford cuenta su experiencia en la cocina de la galera Babbo, propiedad del célebre chef Mario Batali, y sus propias confrontaciones con el niño malo Marco Pierre White. Su mensaje: la cocina es un lugar donde sólo los fuertes sobreviven.
La competencia es constante. Las mujeres no son necesariamente bienvenidas ahí, no porque no puedan cocinar, sino porque no son tomadas en serio como competidoras.
Cuando se le preguntó cuál es la diferencia entre hombres y mujeres en la cocina, Batali dijo: «Es la naturaleza de la mujer ser mejor, porque ellas no cocinan para competir, ellas cocinan para alimentar a la gente. En Italia, los mejores chefs nunca son hombres, siempre es la abuela». El punto de vista de Batali es desconcertante. Las abuelas de las que él habla sí cocinan para alimentar a la gente, pero también es cierto que algunas mujeres cocinan para competir. Sus observaciones hacen que surja otra pregunta. Si a la mayoría de mujeres no les gusta competir, ¿significa que no pueden ser Grandes Chefs? ¿Tienes que ser un competidor para tener el éxito de Batali? Al parecer sí es necesario para sobrevivir en una de sus cocinas.
La idea generalizada de que incluso en asuntos profesionales las mujeres hacen el amor y los hombres la guerra está encarnada en la adoración del experto Nick Sullivan por la cocinera Nigella Lawson. «Él hace un contraste entre el estilo cálido y abrigador de Lawson en la cocina y el estilo de Gordon Ramsey, el cual describe como una “guerra”», explica el artículo de Louie. A Ramsey, astro de la gastronomía británica, se le ha dado un programa de televisión donde su experiencia culinaria le permite poner a prueba a los chefs, provocarlos y decidir sus destinos. Sus tendencias tiránicas y berrinchudas son celebradas, lo hacen aun más irresistible. Mientras tanto, en silencio y en otro canal, Nigella, el ama de casa, cubre con amor un pastel para el cumpleaños de su hijo, con un ligero movimiento de caderas.
El sistema está organizado bajo esa lógica de la rudeza. Las cocinas de los restaurantes serios están organizadas de acuerdo a un régimen militarizado.
Y no es por accidente. Aunque su existencia se remonta al siglo XIV, Georges-Auguste Escoffier es citado a menudo como el chef que trajo el sistema de barracas a la industria de los restaurantes al final del siglo XIX. El sistema es en extremo jerárquico: en lo más alto del orden está el chef de cuisine, que actúa como un sargento instructor para mantener el staff en línea a como dé lugar; los de menos rango y los novatos son muchas veces sujetos a iniciación. Al figurar como relativamente nuevas en la élite de la cocina profesional, las mujeres muchas veces se encuentran en posiciones serviles. Y ya que se asume de entrada su falta de habilidad o deseo de competencia, sus iniciaciones suelen ser más severas que las de los varones.
Más problemático aun que esa organización militarizada son las ergonomías de las cocinas de restaurantes de línea francesa, su funcionamiento, lo que crea un ambiente tan tenso como extenuante. A las mujeres no se les da ninguna facilidad. Ellas tienen que soportar las mismas condiciones: el calor, las ollas pesadas, los utensilios amontonados hasta el techo, estar de pie todo el día. Para comenzar, las mujeres tienen menos masa muscular, y además no suelen ser igual de altas o fuertes que sus compañeros varones. Así que, a pesar de que el sistema no es amistoso con nadie, resulta más duro para las mujeres.
Si se les fuese a dar carta libre, ¿las chefs inventarían un sistema operacional alternativo o utilizarían el espacio de la cocina de otro modo? Es probable. Allison Vines-Rushing, ganadora del Premio a la Nueva Estrella James Beard del 2004 –y propietaria junto a su esposo de MiLa, un restaurante de Nueva Orleans, y Dirty Brid To-Go, una cantina de pollo frito en Manhattan–, recuerda con gusto la cocina de su antiguo restaurante, Longbranch: «Pintamos las paredes de azul para hacerlo más casero… era lo opuesto a un local industrial». Ella también hizo ajustes estructurales para acomodarse a lo estrecho del espacio.
Anita Lo, chef ejecutiva y dueña de Annisa, en el bohemio Greenwich Village de Manhattan, también diseñó una cocina no-estandarizada luego de haber trabajado en restaurantes tradicionales de alta cocina. A pesar de que no tenía muchas opciones debido al tamaño de su local, escogió una cocina en forma de L en lugar del tradicional diseño rectangular con pasillo central. De esa manera ella podría participar en el trabajo y sentirse como parte del equipo. «La mayoría de chefs ejecutivos no está en la cocina –explicó–. Ellos se paran en la barra de pruebas y se aseguran de que los platos se vean bien antes de salir. Pero yo quería estar ahí, cocinando. Las mujeres tendemos a preferir el trabajo en equipo». Este pequeño detalle denota un significativo cambio de mentalidad.
¿Serían percibidas esas cocinas modernas, nada militarizadas, como amateurs a los ojos de los jueces de organizaciones como la de James Beard o Michelin incluso si la comida que elaboran es sensacional?
Y lo que es más: ¿pueden las mujeres que eligen no obedecer las mismas reglas de los hombres, que son igual de ambiciosas en lo mismas reglas de los hombres, que son igual de ambiciosas en lo culinario, pero prefieren diferentes estilos de vida –un ritmo más lento, un espíritu más comunal en la cocina, maternidad, menos horas frenéticas, o un restaurante donde pueden cocinar a diferencia de diez en los que sólo pueden observar de lejos– competir por los mismos trofeos que sus contrapartes masculinas? Mientras el éxito sea calculado por el status quo masculino, es muy probable que las mujeres permanezcan desapercibidas.
Alexandra Guarnaschelli, chef ejecutiva del exclusivo restaurante Butter de Nueva York, está de acuerdo con Laura Shapiro en que «cuando las mujeres chefs obtienen atención de los medios, siempre es por resistirse a la norma. ¿Qué tal si simplemente nos volvemos parte de la norma? ¿Podemos calificar para el estatus de la norma?». Sus comentarios me hicieron recordar algo que Linda Nochlin dijo hace dos años en una entrevista con respecto a las expectativas sobre el arte de las mujeres: «La idea de la “mujer como excepción” siempre ha sido popular. La gente no sabe exactamente qué hacer con ella. Es como un ave extraña que ha hecho algo inusual». Categorizar un talento femenino –artístico, culinario, o de cualquier otro tipo– como una excepción, un espectáculo, la remueve de cualquier esfera comparativa. Después de todo, ¿cómo puedes comparar una excepción con aquellos que siguen las reglas? Si ella es la mujer extraña, no puede ser considerada de acuerdo a los estándares de su profesión; sólo puede ser juzgada en comparación con otras extrañezas. Y luego, por el hecho de ser excéntrica, en sentido estricto se convierte en incomparable.
Así que resistirse a la norma y llamar la atención por diferencia no ayuda al éxito de la mujer.
Por desgracia, la norma no es una opción. La pregunta continúa: ¿pueden las mujeres calificar para el estatus de «grandeza»? ¿Puede el modelo de la Costa Oeste –pequeños y exitosos restaurantes independientes dirigidos por chefs mujeres– convertirse en otro paradigma? ¿Pueden contar un poco más el talento y el sabor? ¿Debe la tradicional combinación de entrenamiento, experiencia y comportamiento ser el único criterio con el que la grandeza puede ser medida? El problema, por supuesto, no es calificar para la norma o para un estatus de grandeza.
Tampoco expandir y redefinir los estándares para hacerlos más inclusivos. Eso es lo que Nochlin estaba tratando de hacer cuando le volteó la mesa a sus compañeros académicos: son las preguntas, y la manera en que están planteadas, lo que necesita ser corregido.
En la industria de la comida, el retrato de la mujer chef en el medio y las dinámicas internas derivadas del diseño de la cocina profesional tienen que cambiar. El criterio para escoger el «Mejor novato» parece favorecer la experiencia culinaria masculina. ¿Es verdad que no hay mujeres chefs salvajemente creativas e innovadoras?
¿Qué tal una «Nueva estrella»? La fundación James Beard entrega un premio anual al «chef de treinta años o menos que muestra un talento impresionante y que posiblemente tenga un impacto significativo en la industria en los años venideros». ¿Cómo son medidos los términos «talento impresionante» e «impacto significativo»? En los últimos dieciocho años sólo cuatro mujeres han recibido este honor; la más reciente, Allison Vines-Rushing, obtuvo el suyo en el 2003.
Los requerimientos de selección necesitan ser reevaluados. Pero no necesariamente en los términos de Nochlin. Cuarenta años después de que su ensayo apareció, es tiempo para una reevaluación. No podemos limitarnos a identificar el problema –que las mujeres son consideradas incapaces de hacer las mismas cosas que los hombres, o que ellos hacen lo mismo, pero de una manera diferente–. La definición misma del término «problema» está en discusión, y la pregunta resulta igual de relevante que cuando Nochlin la hizo por primera vez. De todas maneras, algunas cosas sí han cambiado. Nochlin escribió:
Las mujeres deben considerarse a sí mismas como sujetos iguales, y deben estar dispuestas a observar su situación de frente, sin autocompasión o excusas; al mismo tiempo deben mantener un alto grado de compromiso emocional e intelectual necesario para crear un mundo en el que los logros equitativos no sólo serán posibles, sino también fomentados con decisión por las instituciones sociales.
Hoy en día, las mujeres chefs han asumido su condición de igualdad y han enfrentado la situación. Pero dado que se mantienen aisladas y encasilladas por los medios, por instituciones culinarias, y a veces por sus colegas masculinos, las mujeres no tienen influencia, números o respeto para cambiar la realidad de las cocinas de los restaurantes. Las mujeres que deben cuestionar su culpabilidad o capacidad para generar el cambio son aquellas con influencias, miembros de instituciones sociales como los medios de comunicación y las organizaciones del mundo gastronómico. Es mejor tratar y fracasar que no hacer nada. Ya estamos en el 2010. El statu quo es inaceptable.

Este texto fue publicado originalmente bajo el título «Why Are There No Great Women Chefs?», en la revista Gastronomica 10, No. 1 (Invierno 2010), pp. 24-31.


(c) 2010 by the Regents of the University of California. Published by the University of California Press.

lunes, 18 de octubre de 2010

Desaparecer a los desaparecidos









Escribe Martín Caparrós




Nuestra dictadura militar produjo, se sabe, numerosas víctimas: la palabra memoria es una de ellas. Memoria puede significar, en castellano, tantas cosas; ahora, en el idioma de los argentinos, Memoria es un sustantivo femenino que quiere decir sólo una: “el recuerdo de los crímenes cometidos por la dictadura militar 1976-1983, y de sus víctimas”. Tenemos la obligación de la Memoria. Pero incluso esa Memoria, que se pretende monumental, inconmovible, cambia: los recuerdos se van modificando según cuándo, cómo, para qué. Esa Memoria —el gran relato argentino de las últimas décadas— tuvo, hasta ahora, tres fases bien distintas. Las tres tuvieron un elemento común: fueron escritas por los derrotados. Desde el principio los ricos argentinos, que conservaron su poder gracias a la intervención militar, tuvieron que aceptar que esa intervención —cuyos modos no podían defender— fuera demonizada y, así, la forma del relato y la Memoria no quedó en manos de los que ganaron sino de los que perdimos.

La cuestión es larga y complicada; para tratar de entenderla en estas pocas líneas quiero intentar una periodización de sus etapas; el planteo es sintético y las fechas, como siempre, aproximadas.1977-1995: el militante como víctima. Cuando las primeras Madres de Plaza de Mayo empezaron a recorrer despachos y vicarías pidiendo por sus hijos, lo último que podían hacer era reconocer la militancia de esos jóvenes —que, además, en muchos casos ignoraban—. Así que los presentaron como ingenuos que cayeron víctimas de la maldad extrema de un aluvión de perros sanguinarios.Esta forma pasó a su vez a los organismos de derechos humanos y cristalizó en el Nunca Más: en ese texto, los secuestrados y asesinados son personas que no tienen historia previa, que sólo se narran en la medida en que son secuestrados y asesinados. Por eso el discurso común empezó a llamarlos, colectivamente, los desaparecidos. Y por eso eligió para enseñar su historia en las escuelas esa construcción titulada La noche de los lápices, donde un grupo de jóvenes militantes revolucionarios es presentado como un grupo de alumnos que pide un boleto más barato.Todo el acento estaba puesto en la maldad incomprensible de los malos; al disimular la elección política de los reprimidos, la versión diluía la finalidad política de la represión. Además, muchos seguían pensando que si identificaban a las víctimas como militantes justificaban —de algún modo— su destino trágico: era la forma progre, defensiva del algo habrán hecho, por algo será.1996-2003: el militante como militante. Frente a eso hubo quienes empezaron a decir, tiempo después, que recordar a todas esos hombres y mujeres como objeto de las decisiones de sus verdugos y no como sujetos de sus propias decisiones era un modo de volver a desaparecer a los desaparecidos —en la medida en que se los privaba de su historia, se los transformaba en otros—. Se emprendieron entonces ciertos esfuerzos por recuperar las historias de quienes hasta entonces sólo habían sido víctimas; se empezó a saber más sobre sus vidas y elecciones, y se empezó a decir que la mayoría de las víctimas de la dictadura lo fueron porque habían elegido pelear por una forma de sociedad radicalmente distinta de la que defendían los militares. Esa nueva forma de la Memoria permitió dar a esas historias un sentido más general —más político—, y permitió también recordar que los asesinos no mataban por perversión sino por preservar una forma social y económica, que triunfó y fue la base de la Argentina contemporánea. Esa parte era la más difícil de aceptar: implicaba admitir que nuestro país es el que es porque aquellos militares derrotaron a aquellos militantes: que su dictadura no fue un paréntesis en nuestra historia sino la fundación de nuestra sociedad actual, que vivimos los resultados —¿los frutos?— de ese proceso, y que los triunfadores de hoy les deben sus triunfos. También quedó pendiente una discusión más seria y documentada sobre los proyectos y prácticas de los militantes revolucionarios, sus aciertos y errores. 2004-2010: el militante como héroe indefinido. Nadie sabe bien cómo fue que de pronto se les ocurrió, pero cuando llegaron al gobierno los Kirchner empezaron a reivindicar a los militantes setentistas como su referencia histórica, su precedente heroico. Para eso tuvieron que falsear esas historias: como no tenían ninguna intención de retomar las convicciones socialistas que los habían llevado a la muerte, los transformaron en unos raros activistas socialdemócratas: revindicaron su militancia pero la vaciaron de su contenido y su proyecto. Así, esos militantes podían ser usados como mito de origen de un gobierno que trataba de reconstruir el Estado burgués argentino para que pudiera funcionar dentro del capitalismo globalizado —y conservar su poder. Un ejemplo claro y temprano de esta operación se produjo cuando el presidente Kirchner inauguró unas aulas y unos metros de asfalto en Vedia, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, y dijo que le emocionaba ir allí porque en los setentas había conocido a “varios desaparecidos” de ese pueblo, con quienes “hablábamos de cómo íbamos a hacer un país más justo, un país mejor” y que “cuando soñábamos, no imaginábamos que yo iba a venir como Presidente a cumplir con lo que ellos hubieran querido para Vedia”. Sus compañeros habían muerto peleando por el socialismo y él decía que lo que habrían querido para Vedia eran esos metros de pavimento y esas aulas. La Memoria sirvió, durante este período, para justificar escaramuzas del gobierno contra otros sectores con los que estuvo aliado y de pronto peleó, como el grupo Clarín. Con su estrategia, los Kirchner crearon una confusión fundamental: que ahora los montoneros mandan, que este gobierno es la concreción de las voluntades de aquellos hombres y mujeres. Es sorprendente: cualquier análisis veloz de las ideas políticas de unos y otros muestra la diferencia abismal entre esos militantes que querían un mundo sin ricos y estos ricos empresarios que no paran de hacer plata. Pero en una sociedad sin proyecto, donde cualquier posibilidad de construcción fue reemplazada por el pragmatismo más barato, la retórica puede ocupar el lugar de la política, y algunos intelectuales se conformaron con ese poco de oratoria y cerraron los ojos a la realidad que la rodea: se dejaron arrullar. Ellos ayudaron también a que el equívoco se difunda y se amplifique; por sus grietas se filtra la última fase —por ahora— de la Memoria. 2010: el militante como monto patotero. La última fase acaba de empezar y, por lo tanto, no es fácil nombrarla todavía. Aparecen las primeras pistas: el uso de la Memoria como arma arrojadiza —en conflictos como el de Papel Prensa, donde una medida antimonopólica justa no se justifica por su propia justicia sino por el origen supuestamente espurio de la empresa— ha terminado por soliviantar a muchos, y catalizó el cambio incipiente en las formas de pensar los setentas. Cuando la presidenta vuelve a poner en circulación a David Graiver y a su testaferro amenazado por “Peñalosa y el doctor Paz” revive, sin la menor crítica, la zona más nefasta de la historia montonera: la de una conducción que manejaba su dinero de secuestros con la ayuda de un banquero muy dudoso, una conducción mesiánica que terminó traicionando a sus propios militantes. Lo cual permite a los portavoces de la derecha revisar las formas predominantes de la Memoria. Durante años la presión social los obligó a aceptar esa imagen del joven bienintencionado que murió por sus convicciones; ahora, gracias a las maniobras torpes del gobierno, sienten que pueden relanzar la imagen de la militancia setentista que sus medios armaron en 1975 para justificar la matanza: los militantes como seres violentos, peligrosos, falsos, resentidos, llenos de odios y codicia, que merecían lo que estaba por pasarles. Para eso retoman la operación que siempre intentaron: centrarse en algunos dirigentes siniestros y pretender que sus conductas eran las de todos, opacando la honestidad y buena voluntad de la gran mayoría. Cuando ya parecía imposible, los sectores que ganaron, con el golpe de 1976, la batalla social, económica y política, empiezan su contraataque cultural, y ahora quieren controlar también las formas de la Memoria. Se lo deben a la truchada de los Kirchner. Que ni siquiera supieron manejarla con destreza; una vez más escupieron para arriba: con sus errores y exabruptos arruinaron su versión de la historia, se cargaron el mito de origen que se habían atribuido. Ahora, en esta nueva imagen (re)emergente, los montoneros de ayer se parecen a los Kirchner de hoy: gritan consignas justicieras mientras hacen negocios turbios con banqueros —y vuelven a ser, por lo tanto, un blanco fácil—. Este gobierno ha vuelto, de otro modo, a desaparecer a los desaparecidos.

jueves, 7 de octubre de 2010

Vargas Llosa, escritor superior






El Premio Nobel se rescata, otra vez, para la literatura.


escribe Carolina Mantegari






Por tercera vez, en los últimos quince años, los suecos se olvidan de la geopolítica y aciertan con los méritos rigurosamente literarios.
De nuevo, se rescata el Premio Nobel para un gran escritor. Mario Vargas Llosa, de Perú.
Conste que los suecos acertaron, también, en el 2003, con J. M. Coetzee. Es el sudafricano de “Esperando los bárbaros” (hoy se reeditan hasta sus textos iniciales, como “Juventud”). Como acertaron en 1999, con Günter Grass, quien, aparte del clásico “Tambor de hojalata”, legara el metafórico “Toda una historia”. Es acaso el texto indispensable para aproximarse a la tragedia. Al dramatismo de los altibajos de la peripecia alemana.
(Para rescatar otro genio que obtuviera el Nobel, habría que trasladarse hacia 1988. Con el egipcio Naguib Mahffuz).
En el medio, abundaron las condecoraciones excesivas. Para la monotonía infatuada de José Saramago (1998). Es el portugués que contrapone el pesimismo existencial con el optimismo que debiera desprenderse de su izquierda indescifrable. O hacia la críptica nadería del francés Jean Marie le Clezio (2008). Es el típico escritor para elogiar. Para presumir desde la biblioteca, pero no para leer. O hacia una pasable novelista de aeropuertos como Doris Lessing, la inglesa de Irán. O hacia el excelente prosista de almanaques, como el turco Orhan Pamuk.

Zavalita
El Premio Nobel retoma la jerarquía con Mario Vargas Llosa. La crítica prefiere subrayar la trascendencia iniciática de “La ciudad y los perros”, de 1962. Pero habría que rastrear, a nuestro juicio, en el relato “Los cachorros” (1967). Es aquí donde Vargas Llosa despliega su brillante manejo de los tiempos verbales, junto a una alternancia en los puntos de vista que ya lo muestran como un escritor no sólo de vanguardia. Sino, simplemente, superior. La destreza alcanza su pináculo en la obra más imponente, “Conversación en La Catedral”, de 1969. Aquel Zavalita que solía preguntarse “¿cuándo es que comenzó a joderse el Perú?”, era perfectamente multiplicado en los países del subcontinente, globalmente “jodido”.
A los 33 años, podía decirse que Vargas Llosa ya se había ganado hasta el derecho al silencio. Sin embargo continuó con divertimentos amenos. Casi intrascendentes, como “Pantaleón y las visitadoras”, de 1973. O la atractiva frivolidad de “La Tía Julia y el escribidor”. A través de su personaje boliviano, aquí podían percibirse los rasgos de cierto sentimiento anti-argentino, que aún se extiende merecidamente entre los vecinos solidarios.
Para esta crítica, Vargas Llosa retoma la senda del gran novelista sólo en 1981. Con “La guerra del fin del mundo”. Es donde se sumerge en el “sertao” del Brasil y la historia de Canudos. La que fascinó, en su momento, a Guimaraes Rosa.
Interesan, especialmente, los altibajos lícitos en Vargas Llosa. Después de alguna genialidad siempre necesitó recrear sublimes tonterías. Como la “Historia de Mayta”, inspirado en un trotskista decadente. O las tibiezas eróticas del “Elogio de la Madrastra”. Insignificancias por el estilo. Para alcanzar otra cumbre estilística en los 2000. A través de “La fiesta del chivo”. Es la obra que agota, desde la república Dominicana, la onda redituable de la explotación temática de los grandes dictadores. Procede del “Tirano Banderas”, del español Ramiro del Valle Inclán (1926).
Ante la moda de los dictadores sucumbieron los novelistas de la magnitud del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, con “Señor Presidente”. O el paraguayo Augusto Roa Bastos, con “Yo el supremo” (secreto inspirador del “Soy Roca” de Félix Luna). Y hasta aquel panegírico ligeramente insoportable de García Márquez, “El otoño del Patriarca”.
En la modalidad, felizmente en extinción, intentó entrometerse el argentino Tomas Eloy Martínez. Con suerte bastante relativa. En “La novela de Perón”.

La utopía del capitalismo
Queda el merodeo por la trayectoria ideológica de Vargas Llosa, que suele espantar al progresismo fotogénicamente presentable.
Queda la candidatura presidencial de 1990. Es, en definitiva, la única obra que Vargas Llosa le debe a la posteridad. Cuando la versión casi patológica del maduro Zavalita se transforma, a los 54 años, en una víctima de su propia literatura. Y se lanza, en los mitines de Lima, de Ayacucho o de Tacna, a defender la gloria del libre mercado y la espiritualidad de los bancos. A ponderar -digamos- la utopía última del capitalismo. Aquí pierde la elección, el autor, ante la cara de chino del japonés Fujimori. Contra uno de sus posibles personajes literarios más marginales. De lejos, es el menos logrado.
Por último, el Premio Nobel representa el exclusivo reconocimiento para Mario Vargas Llosa. Por los riesgos asumidos en su aventura individual. Aunque finja la concesión generosa de extenderlo hacia la lengua española. O mucho peor, a la literatura hispanoamericana. Donde abundan los exponentes que lo desprecian. Por los posicionamientos coyunturales. Opiniones “baladíes”, diría Borges.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Treinta años de "Flores"




Prólogo de la Edición Aniversario de Planeta, de "Flores robadas en los jardines de Quilmes".



escribe Jorge Asís, especial para Editorial Planeta y JorgeAsísDigital





En la frontera de los 30 años, me sentí -34 años atrás- en condiciones de encarar un precipitado balance generacional. Escribí “Flores robadas en los jardines de Quilmes” entre noviembre de 1975, y octubre de 1978. Entre las virulencias del final de Isabel y la consolidación del Proceso de Videla. La pasión por la cronología me induce a registrar que 1979 entero lo pasé entre rechazos honorables. Los que, simultáneamente, me fortalecían. Las editoriales “no podían” publicarme las “Flores”. Debía entenderlo. Sin embargo los rebotes elegantes trascendían. Y -reitero- me enaltecían. Evoco, incluso, alguna ironía de Carlos Marcelo Thiery, compañero en la redacción de Clarín (que inspirara un posterior libro fatídico):

“Asís se obstina en encerrarse a escribir libros que nadie nunca le va a editar”.
Pero se creaba, paulatinamente, el marco propicio. La favorable expectativa. Mientras tanto, asomaba la levedad de una apertura respiratoria. Evoco aquel sarcasmo de un texto que felizmente nunca publiqué: “¡Vendrá Viola y seremos felices!”. Cuesta aceptar, hoy, que el traspaso del general Videla hacia el general Viola representaba, para la época, un avance. Como una rendija. Desde donde se perfilaba la luz (pero no debo caer en la traición de exagerar. Nunca escribí con mayor libertad interior. Sin urgencias. Tenía la certeza de saber que nadie esperaba mis textos).
Para la trágica frivolidad del momento histórico, entre los escasos iniciados que habían tenido acceso a las “Flores”, la novela era calificada de “dura”. Imposible de ser editada. Thiery, en definitiva, tenía razón. Debo aceptar también que la victimización me resultaba gratificante. Sobre todo para aquellos que me creían víctima (en adelante traté de apartarme de todo aquello que pudiera parecerse a la queja. Aquel que se queja, en la Argentina, pierde, en especial en materia de consideración interior).
Pero por intermedio de Jorge Lafforgue, en febrero de 1980, el original -las dos carpetas de “Flores”- desembocó entre los mármoles de la Editorial Losada. Debo renovar, aquí, como siempre que tengo la oportunidad, el agradecimiento hacia dos formidables escritores muertos. Pertenecían a ”la Casa”. A Losada. Suelo emocionarme al evocar aquel apoyo de Beatriz Guido, narradora hoy menos frecuentada por la proverbial estupidez de la vida literaria. Y de mi eterno amigo Elvio Romero, “el poeta de los inventos”.
La tirada iba a ser de recatados tres mil ejemplares. Pero de pronto apareció Hugo Levin, de la Distribuidora Galerna (cuya editorial también la había explicablemente rechazado). Con su intuición comercial. Sorprendió Levin con la compra anticipada, antes que el libro saliera, y en firme, de mil ejemplares. Entonces Losada, pese a la cintura de mármol, decidió hacer cinco mil.
En julio de 1980, después que me entregaran los primeros diez ejemplares, partí -enviado por el diario-, hacia Roma. Por mi cuenta, y como siempre que pude, pasé después a París. Conste que sin la hegemonía cultural del celular, ni la dependencia comunicacional de la notebook. Desde una cabina del Boulevard Saint Germain, a la que debía ponerle monedas de cinco francos, me entero que “Flores”, en la Argentina, era best seller. Puedo mentir y afirmar que no podía creerlo. Pero estaba seguro que la iba a embocar.
Las ediciones, en adelante, se multiplicaban. De repente, era el protagonista infatuado del “fenómeno Asís”. Me enfrentaba a la imprevisibilidad del éxito que deseaba. Y que esperaba. Lo había construido con paciencia oriental. El éxito finalmente iba a condicionar, a través de sus derivaciones, mi literatura. O que sea dicho sin el menor efectismo dramático. Tal como lo había diseñado, iba a condicionar mi vida.
La respuesta, favorablemente masiva, de los lectores, contrastaba severamente con la adversidad, casi general, de las críticas. Las admiraciones me capitalizaban. Pero crecía, con superior magnitud, la fervorosa denostación. La conjunción interminable de impugnadores. Podía amontonarlos, desde mi provocativa altivez, en clasificaciones imaginarias. Impugnaciones por motivos éticos. Devaluaciones por códigos estéticos. Florecían, sobre todo, hasta expandirse, los que menoscababan por haberme consagrado durante un período indigno. “La Dictadura”.
La historia política de la publicación de “Flores” es, a mi criterio, ilustrativa de la realidad, tanto como el propio libro. A través de sus peripecias pueden interpretarse los altibajos institucionales del país. Las imposturas surcadas por las veleidades del oportunismo, en el que era especialista vocacional. Conste que debí crear, invariablemente, entre situaciones límite. Aludía al equilibrio improbable entre la aprobación y el rechazo. Los equívocos usuales me permitían la jactancia de clasificar también mi obra a partir de los períodos institucionales del país. Marco referencial.
Primero, está la obra desde antes de 1976. Se extiende desde “La manifestación” hasta “Fe de ratas”.
Segundo, la obra desde el 76 al 83. Abarca desde “Flores” hasta los “Cazadores de Canguros” (e incluyo las centenares de crónicas de Oberdán Rocamora).
Tercero, la obra compuesta en la etapa más adversa de mi trayectoria literariamente vital. Período, el alfonsinismo, personalmente “rimbaudiano”. Comprende desde el 84 al 89. O sea desde el extraordinariamente diabólico “Diario de la Argentina” -que nadie más va a reeditar- hasta “El Cineasta y la partera”.
Cuarto, la obra de los enteros años 90. Escrita, en general, en Europa. Precisamente es la menos conocida. Consecuencia de las imposturas generadas en los tropiezos de los ciclos anteriores. De la dinamitación de tantos puentes cruzados, que me clausuraban las posibilidades del regreso.
Si a los 30 años me sentí en condiciones de encarar un balance, anticipo que a los 64 años me siento preparado para redactar mis memorias.
Son 45 años de literatura, periodismo y política.
“Flores robadas” tuvo la suerte maléfica de haberse convertido en el éxito de transición, entre las rupturas del facto y las aperturas de la democracia. Tuvo, aparte, la desdicha involuntaria de no haber conseguido que se la leyera como una novela. Libro “duro”, pero sólo hasta su publicación. Consumido desesperadamente, en la antesala del epílogo del proceso militar. Para transformarse, en 1982 -después de Malvinas-, en un libro “blando”. “Casi concesivo”. “Literatura del consentimiento”, como escribió alguien. O agravios peores, como “éxito del nazismo”. ”Literatura neofascista”.
Del “fenómeno” intenso hacia el escarnio irreparable. El trayecto lo explica, con claridad, el proyecto de llevarlo al cine. En principio tampoco era posible la filmación. De todos modos, el productor me pagaba puntualmente, pero para no producirlo. En 1983, cuando perfectamente podía filmarse, en un rapto de pragmatismo lúcido, el productor me dijo:
“Ahora que todos vuelven, Asís, no tiene sentido hacer una película sobre los que se van”.
Pasaron ediciones innumerables. Distintas editoriales. Colecciones de bolsillo. Pero 30 años después, “Flores” -independiente de mí- insiste.
Merece, acaso, después de tanto tiempo, que pueda ser leída como lo que es. Literatura. Narrativa. Ejercicio del lenguaje (”mi distrito es la palabra”). La novela que signa el precipitado balance generacional de la época que, aún, nos paraliza. Aparte de haber condicionado, para siempre, la existencia del personaje polémico que la escribió. Al que, su prestigio, paradójicamente suele jugarle en contra de su obra. Pero aquel autor, Jorge Asís, tanto en primera o en tercera persona, fue racionalmente feliz al escribirla. Como lo es hoy, después de 30 años, al sentirla irreverente, divertida, desopilante, conmovedora. Viva.

Jorge Asís,
julio del 2010.