martes, 7 de diciembre de 2010

EL DEDO Y LA LUNA








“Cuando el dedo señala la luna, el idiota mira el dedo”
Proverbio chino



 

Por: Ricardo Saldaña





Walter Benjamin sostenía que comprender no tenía nada que ver con situar el objeto de estudio en el mapa conocido de lo real, sino en intuir de qué manera ese objeto modificaría el mapa, volviéndolo irreconocible.

El universo político se ha visto conmovido por estos días por la caída de una cosmovisión, a raíz de la exhibición pública de cientos de miles de de radiografías, que transparentan las entretelas del entramado doméstico del funcionamiento de un grupo de estados soberanos. El tono predominante en su abordaje, desnuda la inadecuación de la estructura de análisis aplicada, frente al desafío que impone un cambio conceptual. No puede resultar sorprendente; gran parte del pensamiento proveedor de sus estructuras discursivas, parece no haber tomado nota aún del proceso de horizontalización de los vínculos y las comunicaciones que impuso la revolución tecnológica, así como su inevitable influencia en la diagramación de la estructura de poder.
Esta expresión de “cyber-anarquismo”, o uso libertario de la tecnología, conocida como WikiLeaks, se inscribe en lo que genéricamente se conoce como la “ética del hacker”, concepto que una década atrás le dio el nombre a un libro de Pekka Himanen, en cuyo prólogo, Linus Torvalds -creador del sistema operativo Linux- la definió como una militancia en favor de “poner en común la información y compartir su competencia y pericia, elaborando software gratuito y facilitando el acceso universal a la información y a los recursos de computación”. El concepto está en la base de los desarrollos informáticos enrolados en la vertiente del software libre (“open source”) y de la revolucionaria corriente de producción amateur de innovación colaborativa, orientada en dirección de la inteligencia colectiva, cuya construcción más reconocida y exitosa es WikiPedia. Thomas Friedman, en su bestseller “La tierra es plana”, considera que ambos procesos han contribuido decisivamente al aumento de nuestra capacidad individual para actuar a escala global. No hay duda que el fenómeno constituye un pensamiento de ruptura, que desafía tanto instituciones tradicionales como la propiedad intelectual, como los modelos convencionales de negocio. La obligada reformulación del formato comercial de la industria de la música, a partir de Napster y derivados, da testimonio de su innegable potencia. La analogía no es caprichosa. Así como ese software, sin perjuicio de su posterior condena judicial, representó -consideraciones éticas al margen- la primer fisura en el cerco de protección intelectual, que abrió camino a un incontenible proceso de desintermediación que sacó del juego a la industria discográfica, estamos hoy frente a una grieta en la muralla de silencio que ampara los manejos espurios de la política global, que han abierto estos nuevos bárbaros, como define Alessandro Baricco a los militantes de la cultura digital. Como no lo fue en el caso citado, no parece la mejor receta para evitar la incontenible avalancha, la estrategia de oposición frontal que parece haber adoptado el sistema de poder, si como sostiene el propio Baricco, toda identidad y todo valor no se salvan erigiendo una muralla contra la mutación, sino operando en el interior de la mutación.

LA CONVERSIÓN DIGITAL COMO PROCESO CIVILIZATORIO
Las reacciones observables permiten advertir una preocupante incomprensión de la profundidad del fenómeno. La mirada corta de la política bascula entre la subestimación y el escarnio. La primera vertiente expresa una negación paralizante, que teme animarse a descifrar las mutaciones, confiando vanamente en que los “corsi e ricorsi” de la historia recompensarán la esclerosis, rebautizándola como resistencia. La otra, equivale a criminalizar al bibliotecario. Julian Assange es un militante de la transparencia. Por qué se lo reverencia cuando denuncia crímenes contra la humanidad y se lo demoniza cuando le permite a los ciudadanos acceder al backstage de la política. Después de todo, acaso no se acepta con naturalidad que estos cables que hoy nos escandalizan sean desclasificados automáticamente dentro de 25 años. ¿Será que se acaba de consagrar la prescripción de la hipocresía?
Ya en 1963 McLuhan profetizaba que la III Guerra Mundial sería una guerra de guerrillas por el dominio de la información. El “cablegate” representa la exteriorización, revelada en un hecho puntual muy significativo, del desplazamiento del espectro del poder. Y lo hace en toda la línea, ya que también le tiende una emboscada a los medios con un doble golpe técnico y simbólico, reduciéndolos a meros propaladores, después de haberle prestado el inestimable servicio de potenciar su denuncia. También hubo redistribución de poder cuando Gutenberg abrió un espacio a la invención del realismo, al auge del racionalismo crítico y del humanismo, pero más aún, cuando cayó el costo del acceso a la información por la masificación del libro. Los 265 millones de palabras expuestas al escrutinio de los ciudadanos del mundo por el “hacktivismo” de Julian Assange, le están notificando brutalmente a la clase política que el cambio global también la ha alcanzado.
El episodio que nos ocupa revela dramáticamente que la estructura de poder mundial muestra una inadecuación al nuevo paradigma. Parece no haberse internalizado cabalmente que el tipo de tecnología que se desarrolla y difunde en una determinada sociedad, modela decisivamente su estructura material. La sociedad de la información está desplazando al industrialismo como matriz dominante de las sociedades del siglo XXI. Sin embargo, muchas de las viejas estructuras resisten el desplazamiento de las jerarquías por las redes. El “cablegate”, como en su momento el “9.11”, son dos expresiones de la paradójica indefensión de centros de poder presuntamente invulnerables frente a estructuras infinitamente más débiles en términos de recursos, pero cuya ventaja diferencial es su adhesión a los criterios que demanda la dinámica del funcionamiento en red.

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