martes, 1 de febrero de 2011

Curioso antihumanismo



Quizás lo que nunca se dijo claramente acerca de Cioran, el pensador rumano afincado en París hasta su muerte, es que fue uno de los primeros en afirmar que el hombre es una causa detestable, más bien un depredador convencido de poseer cualidades bondadosas.


Por Abel Posse*



 La ética, hasta ahora, parece haber sido la respuesta inventada por el hombre ante la sospecha (y ya la evidencia) de sus malas inclinaciones. Después de una intensa lectura de la obra de Cioran y de algunos diálogos con él, me pregunté cuál es el secreto de su atracción intelectual en el mundo cultural europeo de las últimas tres décadas. Es un creador de inquietudes. Más que un filósofo “importante”, Cioran fue un desacorde fascinante. Una figura contracultural.
Aparentemente, su negación de la filosofía académica y su defensa de un pensar independiente hasta el borde de lo anárquico podrían parecer más bien un episodio final del modernismo romántico. Pero, ¿por qué inquieta Cioran? ¿Por qué crea adeptos más bien rechazándolos con temas antipáticos para la tradición prohumanista del pensamiento occidental? Se deslizó durante décadas como un antifilósofo, creador de adeptos entre escritores y lectores de soledad rebelde.
Lo que nos deja Cioran después de la lectura de algunos libros centrales, como La tentación de existir, La caída en el tiempo o El aciago demiurgo es la sensación de que el hombre bien merecería ser tratado como un animal descastado, un indigno cósmico en lugar de la criatura “hecha a imagen y semejanza de Dios” a que nos tiene acostumbrados la cultura judeocristiana en Occidente. Es como si el concepto del hombre, a partir de Cioran, empezase a ser una pieza de discordia y el protagonista del mundo, el hombre, pasase a ser un tonto o un exaltado que malogra y destruye todo lo que toca, sean sus pares o el planeta mismo que habita.
El factor criminal del ser humano tuvo su verdadera revelación en el siglo XX: a través de la tecnología, se puso de manifiesto la faz inmoral, pérfida, del hombre exaltado por el humanismo. Fue el siglo de los campos de concentración, el Gulag, del cotidiano genocidio Norte-Sur, de Hiroshima y de todo que sabemos y sobrellevamos ya casi con vergüenza. Hoy hay que hablar del desequilibrio ecológico, la contaminación, el definitivo avasallamiento del ritmo de la biosfera, de los animales y las plantas, a manos de una especie triste, neurótica, infatuada, que ni siquiera tiene placer en sus crímenes. No es extraño que el ensayo La tentación de existir sea una crítica de ese supuesto previo, a la vida humana y al elogio de la bondad del hombre que baña de hipocresía la cultura optimista de Occidente, en todo a lo que hace a su protagonista estelar.
Dice Cioran: “Habiendo agotado mis reservas de negociación, y quizá la negociación misma, ¿ por qué no debería yo salir a la calle a gritar hasta desgañitarme que me encuentro en el umbral de una verdad, de la única válida?”. Esa verdad que conmueve a Cioran lo pondrá al margen de los insoportables bienpensantes del mundo. La solitaria repulsa de Emile Cioran se origina en este hecho central, de descalificar al hombre como ente privilegiado, loable, admirable y siempre salvable. A la vez que condena la tarea de esos filósofos, creadores y habitantes de un renovado optimismo que niega la evidencia. Cioran es el primer filósofo que deja de ser oficialista del partido del hombre. Se pone más allá de esa obligatoria y engreída “conciencia de humanidad”. Rompe el contrato de arrogancia humanista, invita a que nos unamos y comprendamos la opinión que podrían tener de nosotros nuestras víctimas: las plantas, los mares, los tigres de Bengala, las aves, los ríos y, finalmente, la humanidad que soporta la creatividad y el comando de la política y de los grandes intereses.
El filósofo de la Rue de l’Odéon, el señor calmo de los ojos celestes, murió en París después de su larga batalla solitaria ironizando a los filósofos “públicos”, como los calificó Kierkegaard (otro rebelde solitario), creadores de sistemas perfectos y siempre efímeros. Le devolvió al pensar la frescura de la rebeldía y del lenguaje de la reflexión íntima.
Fue de la familia de Montaigne, de Pascal, y más cercanamente, de Schopenhauer. Un creador de obra fragmentaria, con un lenguaje exacto y seductor al que leemos con la misma sorpresa y admiración que puede despertar un texto de Borges.

*Escritor y diplomático.







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