martes, 10 de febrero de 2009

Coetzee analiza a Mailer‏




Sí, soy vegetariano. Encuentro bastante repulsiva la idea de rellenar mi garganta con fragmentos de cadáveres, y me sorprende ver cuánta gente lo hace todos los días.-
J. M. Coetzee





Retrato del monstruo como joven artista
Originalmente en abc.es

En su doble biografía sobre los que fueron los dos carniceros más sangrientos y los peores monstruos morales del siglo XX, Stalin y Hitler (¿pero no aparece Mao ahí con ellos?, ¿y no se hace referencia a Pol Pot?), Alan Bullock reproduce, una junto a la otra, las fotografías de clase de unos jóvenes José y Adolfo tomadas en 1889 y 1899 respectivamente o, dicho de otro modo, cuando ambos rondaban los diez años. Contemplando los dos rostros, intentamos divisar cierta esencia, algún halo oscuro, algún malicioso indicio de los horrores que estaban por venir; pero las fotografías son antiguas, la definición es pobre, no podemos estar seguros y, además, una cámara no es una herramienta que sirva para adivinar.

Conciencia moral.
La prueba de la foto de clase -¿cuál será el destino de estos niños?, ¿cuáles llegarán más lejos?- es especialmente incisiva en el caso de Stalin y Hitler. ¿Es posible que algunos de nosotros seamos malos desde el momento en que abandonamos el útero materno? De lo contrario, ¿cuándo entra el mal en nosotros y cómo? O, por formular la pregunta de una manera no tan metafórica, ¿cómo es que algunos de nosotros nunca desarrollamos una conciencia moral que nos refrene? En relación con Stalin y Hitler, ¿radicó el fallo en el modo en que fueron criados? ¿En las prácticas educativas de Georgia y Austria de finales del siglo XIX? ¿O en realidad los niños desarrollaron una conciencia y la perdieron más tarde? En el momento en que eran fotografiados, ¿José y Adolfo todavía eran muchachos normales y agradables y se convirtieron en monstruos después, tal vez a consecuencia de los libros que leyeron, las compañías que frecuentaron o las presiones de su época? ¿O, al fin y al cabo, no tenían nada de especial ni antes ni después? ¿Acaso el guión de esta historia sencillamente requería dos carniceros, uno de Alemania y otro de Rusia, y si José Dzhugashvili y Adolfo Hitler no se hubiesen encontrado en el lugar adecuado en el momento adecuado la Historia habría encontrado otro par de actores igual de buenos (es decir, igual de malos) para interpretar los papeles?

La vida interior.
Éstos no son interrogantes que los biógrafos se alegren de afrontar. Existen límites para lo que siempre conoceremos como una realidad sobre los jóvenes Stalin y Hitler, sobre el ambiente de su hogar, su educación y sus primeras amistades e influencias. El salto desde la precaria documentación hasta la vida interior es enorme, un salto que historiadores y biógrafos (el biógrafo concebido como historiador del individuo) son comprensiblemente reacios a dar. Por tanto, si queremos saber qué ocurrió en esas dos almas infantiles, habremos de recurrir al poeta y la clase de verdad que ofrece, que no es la misma que la del historiador.

Y aquí es donde entra en escena Norman Mailer. Mailer nunca ha considerado la verdad poética como una verdad de índole inferior. Desde Un sueño americano y Advertisements for Myself hasta Los ejércitos de la noche y ¿Por qué fuimos a Vietnam?, pasando por La canción del verdugo y Marilyn: una biografía, Mailer no ha tenido reparo en seguir el espíritu y los métodos de la indagación ficticia para tener acceso a la verdad de nuestros tiempos, en una empresa que quizá sea más arriesgada que la del historiador, pero ofrece recompensas más sustanciosas. El tema de su nuevo libro es Hitler. Puede que éste pertenezca al pasado, pero ese pasado sigue vivo, o al menos no está muerto. En The Castle in the Forest [Random House], Mailer ha escrito la historia del joven Hitler y, más concretamente, la historia de cómo el joven Hitler se vio poseído por fuerzas malignas.

La ascendencia genealógica de Adolfo Hitler es intrincada y, según los criterios de Nuremberg, no del todo trigo limpio. Su padre, Alois, era hijo ilegítimo de una mujer llamada Maria Anna Shicklgruber. El candidato más probable a la paternidad, Johann Nepomuk Hüttler, también era abuelo, a través de otra relación, de Klara Pölzl, sobrina y tercera mujer de Alois, y madre de Adolfo. Alois Schicklgruber se inscribió como Alois Hitler (la ortografía fue elección suya) a los cuarenta años, unos años antes de casarse con Klara, que era mucho más joven que él. Sin embargo, nunca se acallaron del todo los rumores de que el verdadero padre de Alois -y, por tanto, el abuelo de Adolfo- era un judío llamado Frankenberger. Existían también oscuros indicios de que Klara era hija natural de Alois.

Una vez que entró en la vida política en los años veinte, Adolfo Hitler hizo todo lo posible por ocultar e incluso falsificar su genealogía. Puede que esto obedeciera a que creía tener un antepasado judío, o puede que no. A principios de los años treinta, los periódicos de la oposición trataron de desacreditar al antisemita Hitler señalando a un judío escondido en el armario de su familia; su empeño llegó a un abrupto final con el ascenso de los nazis al poder.
Secretos de familia. Gracias a su propio esfuerzo, Alois Hitler ascendió del campesinado a las categorías intermedias del servicio de aduanas austriaco. Con Klara tuvo tres hijos; también incorporó a la familia a dos hijos de un matrimonio anterior. Uno de ellos, Alois hijo, se escapó de casa para llevar una vida errante y en parte delictiva (y también bígama). El hijo del segundo Alois, William Patrick Hitler (de madre irlandesa), intentó chantajear sin éxito al Führer con los secretos de familia antes de emigrar en 1939 a Estados Unidos, donde, tras un periodo en el que se dedicó a dar conferencias como experto en su tío, se unió a la Armada.

En Mi lucha, el libro que escribió mientras estuvo en la cárcel en 1924, Hitler ofrece una versión extremadamente aséptica de sus orígenes. Nada sobre el incesto, nada sobre la ilegitimidad y, desde luego, nada sobre antepasados judíos o ni siquiera sobre hermanos. Por el contrario, se nos presenta una historia acerca de un chico inteligente que se resiste a un padre dominante (aunque amado) que pretende que siga sus pasos en el funcionariado. Decidido a ser artista, el niño suspende deliberadamente sus exámenes en la escuela, frustrando así los planes de su padre. En ese momento, el progenitor fallece providencialmente, y el niño, con el respaldo de su aún más amada madre, queda liberado para seguir su destino.

La historia sobre los malos resultados premeditados en el colegio es una racionalización manifiesta. Adolfo era un chico inteligente, pero no un genio, como a él le gustaba pensar. Convencido de que el éxito era un deber simplemente por ser quien era, desdeñó los estudios. Una vez que pasó de la escuela primaria a la Realschule, el instituto de formación profesional, fue quedando más rezagado con respecto a la clase y finalmente se le pidió que se marchara.

Sed de venganza.
El mundo habría sido un lugar más feliz si Alois padre se hubiese salido con la suya y Adolfo se hubiese convertido en un chupatintas en los confines más oscuros de la burocracia austriaca, pero no había de ser así. No cabe duda de que Alois castigaba a su hijo, como hacían la mayoría de los padres en aquella época, y los biógrafos han hablado mucho de esas palizas. En el caso de Stalin, las zurras a manos de su padre, un zapatero analfabeto, dieron pie a una ardiente sed de venganza por la que al final tuvo que pagar el pueblo ruso. En el caso de Hitler, si aceptamos el análisis de Erik Erikson, las palizas y demás muestras de poder paterno engendraron en el hijo una determinación de no convertirse en padre de familia, y en cambio asumir a ojos del pueblo alemán la identidad del hijo implacablemente rebelde, objeto de admiración para otros millones de hijos e hijas con el recuerdo de humillaciones pasadas ardiendo en su pecho. En cualquier caso, la lección parece ser que el castigo corporal es mala idea, que una cultura en la que el orgullo del joven varón es forzosamente humillado entraña el riesgo de provocar el retorno de los reprimidos multiplicados por millares.

Los conflictos entre Alois padre y Adolfo están presentes en la novela de Mailer, aunque, para variar, se ven tanto desde el lado del padre como del hijo. Se presenta al vilipendiado tirano doméstico Alois con comprensión, como un astuto funcionario de aduanas, un marido orgulloso de su virilidad a pesar de su avanzada edad, un dedicado pero desafortunado aficionado a la apicultura, y un hombre de escasa formación académica que trepa ansiosamente por la escala social. Las escenas en las que Alois se esfuerza por no hacer el ridículo durante reuniones con otros pueblerinos ilustres son dignas del Flaubert de Bouvard y Pécuchet.

Por el contrario, el Adolfo de Mailer es un niño desagradable, quejica y manipulador dividido por deseos incestuosos y celos edípicos y profundamente rencoroso. Desprende un mal olor del que no puede deshacerse; también tiene la costumbre de vaciar el intestino cuando tiene miedo. Su mayor barbaridad fue contagiar el sarampión deliberadamente a su encantador y muy querido hermano pequeño Edmund:
«"¿Por qué me besas?", pregunta Edmund.
"Porque te quiero."
?Besó a Edmund repetidas veces, un beso infantil lleno de babas, y Edmund se lo devolvió. Le alegraba mucho que, después de todo, Ali [Adolfo] le quisiera».
Edmund fallece de acuerdo con el plan; Adolfo se convierte en el triunfal dueño del nido.

Cuando el joven Adolfo dijo que quería ser artista, no era porque sintiera una devoradora pasión por el arte, sino porque quería ser reconocido como genio, y convertirse en un gran artista le parecía la vía más rápida para un joven anodino con poco dinero y ningún contacto para obtener ese reconocimiento. Para cuando entró en la política a finales de los años veinte, Hitler había abandonado sus pretensiones artísticas y encontró un modelo a seguir más agradable. Federico II de Prusia, o Federico el Grande, se había convertido en su ídolo: en los últimos meses de guerra, asediado en su búnker de Berlín, Hitler escuchaba para distraerse recitales extraídos de la biografía de Federico escrita por Thomas Carlyle, antidemócrata, germanófilo y principal propagandista de la teoría histórica del superhombre.

Un lugar en la historia.
Hitler estaba obsesionado con su lugar en la Historia, es decir, con la cuestión de cómo se verían en el futuro sus acciones del presente. «Para mí hay dos posibilidades», le dijo a Albert Speer: «Triunfar totalmente con mis planes o fracasar. Si lo consigo, seré uno de los hombres más importantes de la Historia. Si fracaso, seré condenado, rechazado y maldecido.»

En las novelas de Feodor Dostoievsky hay dos vagabundos al margen de la sociedad rusa: Raskolnikov en Crimen y castigo, y Stavrogin en Los endemoniados, que creen poder tomar un atajo para alcanzar el estatus de superhombre divorciando la bondad de la grandeza, y cometiendo lo que ellos consideran grandes crímenes, por ejemplo, matar a ancianas a hachazos o violar a niños.

La confluencia de la idea del genio -el ser humano con un poder creativo casi divino, muy por delante del rebaño- y la del superhombre, el hombre que ejemplifica y lleva a su máxima cota las cualidades de la era, que escribe la Historia en lugar de ser escrito por ella, contaminado también por la idea del gran delincuente, el rebelde cuyos actos luciferinos cuestionan las normas de la sociedad, tuvo un poderoso efecto formativo en el carácter de Hitler. En Mi lucha hay indicios de que se vio expuesto por primera vez a la teoría del superhombre a través de un profesor de Historia del colegio. Hitler se ratificó como genio cuando tenía quince años. En cuanto a los grandes crímenes (para los que se aceptan, como reconoce Stavrogin, los delitos aparentemente menores siempre que sean lo bastante sórdidos, mezquinos, perversos y viles), la vida en casa de los Hitler, al menos en la versión de Mailer, brindó al joven Adolfo suficientes oportunidades para practicarlos.

Sin distanciamiento.
Hitler carecía de la conciencia histórica y el distanciamiento de sí mismo necesarios para reconocer hasta qué punto estaba dominado por la teoría romántica del superhombre; tampoco es probable que, en caso de haberlo reconocido, hubiese querido zafarse de ella.

Es sabido que el marxismo pone en tela de juicio el poder de los agentes individuales para imponer su voluntad en la Historia. Al considerar incómoda esa tesis concreta del marxismo, Stalin, que al igual que Hitler aspiraba a ser famoso, recuperó la teoría del superhombre para la doctrina marxista en la forma de lo que más tarde daría en llamarse el culto a la personalidad. La ruta que siguió Stalin al pináculo de grandeza fue más directa que la de Hitler. El veredicto de la Historia dependía para Stalin de quién escribiera los libros para enseñarla. En consecuencia, utilizó su Breve curso sobre la historia del Partido Comunista Bolchevique, publicado en 1948 y de lectura obligatoria en las escuelas, para pronunciar el juicio de la Historia sobre sí mismo. Como comandante en jefe de las fuerzas armadas soviéticas, escribió: «Su genio le permitía adivinar los planes del enemigo y derrotarlo» a cada momento. En cuanto al arte de la paz:

«Aunque desempeñaba la tarea de líder del partido con habilidad consumada y contaba con el apoyo incondicional de todo el pueblo soviético, nunca permitió que su cometido se viese perjudicado por el menor atisbo de vanidad, engreimiento o adulación de sí mismo».

Sin un padre a su alrededor que le importunara y con una madre flexible que satisfacía sus necesidades, Adolfo se tomó un descanso de dos años después del instituto y se quedaba en casa leyendo toda la noche (Karl May, un autor alemán de historias sobre el salvaje Oeste, era uno de sus favoritos), se levantaba tarde, dibujaba y aporreaba el piano con desgana. Aquí es donde The Castle in the Forest toca a su fin.

Según sus editores, Mailer proyecta una trilogía que abarcará toda la vida terrenal de Hitler. El propio Mailer adelanta que el segundo volumen nos conducirá por los años treinta, y se centrará en la relación de Hitler con su sobrina Angelika (Geli) Raubal. Resulta que el romance con Geli ya fue abordado por Ron Hansen en Hitler?s Niece (1999), una novela fuertemente escorada bajo el peso de una investigación histórica no asimilada, pero que contiene un episodio -sobre las tendencias sexuales (imaginarias) de Hitler- digno de Mailer en su vertiente más escabrosa. Es de suponer que el segundo volumen de Mailer, si llega a escribirse, no sólo incluirá a Geli, sino también los años que Hitler pasó en la Viena de preguerra, así como su periplo por el ejército alemán, durante el cual experimentó su despertar político. No obstante, lo que implica The Castle in the Forest es que el maligno meollo del drama que se había de infligir al mundo estaba bien desarrollado en 1905, cuando Hitler tenía dieciséis años. Si buscamos la verdad sobre Adolfo Hitler, la verdad poética, parece decir Mailer, los años transcurridos desde su concepción y nacimiento hasta su escolarización ofrecerán material suficiente

Los primeros años.
Por supuesto, es un tópico que nuestro carácter se forme en los primeros años, que el niño sea el padre del hombre. Pero había miles de niños en Austria que amaban a sus madres y rechazaban a sus padres y además no iban bien en el colegio, y aun así no se convirtieron en asesinos en masa. A menos que uno se prepare para hacer un salto como el que hace Mailer, desde la fidelidad a la realidad hasta la introspección intuitiva, por mucho que se revisen los escasos documentos históricos sobre la infancia de Hitler, no se podrá descubrir qué era lo que tenía de especial, qué era lo que le diferenciaba de sus coetáneos.

Con el traslado de Hitler desde provincias a la capital en 1906, el cuadro cambia. Los archivos se hacen más abundantes. Podemos estudiar sus movimientos, seguir la pista a la gente que conoció, leer los libros y los periódicos que leyó, escuchar la música que él escuchó. Se hace posible un tipo diferente de novela biográfica.

En 1907 hizo el examen de ingreso en la Academia de Arte de Viena. Para su sorpresa y enfado, suspendió. El veredicto de los examinadores fue: «Prueba de dibujo insatisfactoria»; le aconsejaron que probase en arquitectura en su lugar. Como carecía de la preparación técnica para estudiar arquitectura, no pudo seguir su consejo. Así que se pasó el año siguiente vagabundeando por Viena, viviendo en pensiones, escribiendo cartas a casa en las que mantenía viva la ficción de que estaba estudiando en la academia, leyendo copiosamente, yendo a la ópera cuando se lo podía permitir. Wagner era su compositor favorito: aseguraba haber ido a treinta representaciones de Tristán e Isolda, como mínimo. En cuanto al sexo, se mantuvo casto, o al menos autosuficiente: le tenía horror a que le contagiasen la sífilis.

Cuando le reclamaron desde Linz por la enfermedad de su madre, la cuidó mientras agonizaba a causa de un cáncer. Tras la muerte de su madre, volvió a Viena y suspendió el examen de la Academia de Arte por segunda vez. El invierno era muy frío y, cuando se quedó sin fondos, tuvo que recurrir a un albergue de mendigos. Entonces, con la ayuda de un conocido, empezó a vender sus cuadros, y el futuro parecía más prometedor. Se instaló en un club de trabajadores, y llevó la vida de un artista a tiempo parcial que proveía al mercado turístico. En 1913 se fue de Viena para irse a Múnich, donde se estableció en el barrio bohemio. Puede que el traslado fuera una reacción a la llamada a filas del ejército austriaco.

Hilo ideológico.
Los años de Viena piden a gritos una novela de cierto tipo, una novela que hiciera por la Viena de Hitler lo que Los apuntes de Malte Laurids Brigge hizo por el París de Rilke o lo que Hambre hizo por el Oslo de Knut Hamsun: mezclar experiencia interior y exterior, darnos no sólo el mundo en el cual se movió el sujeto sino también lo que le hacía sentir y cómo respondía a él. Con el respaldo de investigaciones académicas como Hitlers Wien (1996), de Brigitte Hamann, el novelista que acepte el desafío no debería limitarse a seguir el hilo de la ideología nacional-socialista hasta sus orígenes, sino también hacernos comprender cómo y por qué logró entretejerse en la mente de Hitler.

Mencionaré tres de los aspectos del periodo de Hitler en Viena de los que podría partir el novelista con mentalidad histórica. En primer lugar, a pesar de pasar hambre a veces y caer en la desesperación, Hitler despreciaba el trabajo manual. En segundo lugar, odiaba Viena. En tercer lugar, en esta fase de su vida podría definírsele como artista e intelectual, si bien es cierto que mediocre.
Hitler despreciaba el trabajo manual porque pensaba que era incompatible con su categoría -una categoría muy endeble, si tenemos en cuenta su deficiente educación y el hecho de que sus padres fueron campesinos en sus orígenes- como miembro de la clase media-baja. Su hostilidad hacia el socialismo creció a partir de un nerviosismo bien fundado ante la idea de ser absorbido por el lumpenproletariado (harapiento) de los inmigrantes rurales sin trabajo que afluían a la capital procedentes de todos los rincones del imperio.

No le gustaba Viena porque allí le hicieron darse cuenta por primera vez de que, como perteneciente a la etnia germana, era miembro de una minoría -aunque poderosa- en un Estado multiétnico. En las calles tenía que codearse, e incluso competir, con gente que hablaba lenguajes ininteligibles, que vestía de diferente manera, que despedía un extraño olor: eslovenos, checos, eslovacos, húngaros, judíos. La xenofobia que al principio fue suspicaz y defensiva, una desconfianza provinciana y juvenil hacia los extranjeros, se endureció hasta convertirse en intolerante, agresiva y finalmente genocida.
La figura humana. Puede que Hitler no tuviera mucho de artista (siempre le dio problemas la figura humana, una debilidad elocuente), pero no se puede negar que, al menos en sus primeros años, fue un intelectual, o algo por el estilo. Leía incesantemente (aunque sólo lo que le gustaba), le interesaban las ideas (aunque sólo las que encajaban en las que ya tenía preconcebidas) y creía en su poder, y se involucró en las artes (aunque sus gustos eran inquebrantablemente provincianos y prematuramente conservadores).

De la riqueza de ideas nuevas a la que estaba expuesto, hizo una selección que hilvanó para componer la filosofía del nacional-socialismo. La pseudoantropología de Guido von List causó en él una honda impresión. List dividía la humanidad en una raza aria superior, originaria de las regiones más septentrionales de Europa, y una raza de eslavos con los que lamentablemente los arios se habían mezclado a lo largo de los siglos. Instaba a la recuperación del linaje ario puro por medio de la estricta segregación sexual de la raza eslava, a través de la creación de un Estado que estuviese compuesto de amos arios y eslavos no-arios gobernados por un Führer que estaría por encima de la ley.

Otro de los charlatanes bajo cuya influencia cayó Hitler fue Lanz von Liebenfels, fundador de la Orden de los Nuevos Templarios y editor de la revista Ostara, de la cual Hitler era ávido lector. Liebenfels era un misógino extremo que veía a las mujeres como seres inferiores atraídos por naturaleza hacia «los hombres oscuros de razas inferiores y con una sensualidad primitiva». Lo que Hitler sabía sobre la ciencia de las razas y la eugenesia, y que después importó a la política nacional-socialista, no procedía de lecturas científicas sino que venía filtrado por divulgadores y vulgarizadores como Liebenfels.

En conjunto, las aventuras de Adolf Hitler en el reino de las ideas proporcionan un relato con moraleja contra el hecho de dejar suelta a una persona joven e impresionable para que persiga su educación en un estado de libertad total. Durante siete años, Hitler vivió en una gran ciudad europea en una época de fermentación de la cual surgió parte del pensamiento más emocionante y revolucionario del nuevo siglo. Con ojo certero, seleccionó no las mejores, sino las peores ideas que había a su alrededor. Como nunca fue estudiante, con conferencias a las que asistir, listas de lecturas que seguir, compañeros con los que discutir, trabajos que redactar y exámenes que hacer, las ideas a medio cocinar que convirtió en suyas nunca se vieron desafiadas debidamente. La gente con la que se asoció tenía tan deficiente educación, y era tan voluble e indisciplinada, como él mismo. Nadie de su círculo tenía la superioridad intelectual necesaria para poner a las autoridades escogidas en su sitio como lo que en realidad eran: embaucadores de dudosa reputación, y hasta cómicos.

Normalmente, una sociedad puede tolerar, incluso mirar con benevolencia, a un sustrato de autodidactas y extravagantes en los márgenes de sus instituciones intelectuales. Lo que la carrera de Hitler tiene de singular es que a través de una concurrencia de acontecimientos en la cual la suerte tuvo algo que ver, fue capaz no sólo de divulgar su filosofía absurda entre sus paisanos alemanes, sino de ponerla en práctica en toda Europa, con consecuencias que todos conocemos.

Purgar al «volk».
Por su cuenta y riesgo, Hitler no se volvió político hasta finales de 1918, cuando después de oír que Alemania se había rendido con unas condiciones humillantes, prometió dedicarse a toda costa a recuperar para su patria el lugar en Europa que le correspondía por derecho. Decidió que para ese nuevo despertar, Alemania necesitaría un líder fuerte que primero estuviera preparado para purgar al Volk [pueblo, nación] de judíos, comunistas, homosexuales y otros elementos inferiores. Antes de 1918, Hitler era uno entre los miles de soñadores semieducados con la cabeza abarrotada de idioteces racistas y místicas; después de 1918 se convirtió en un auténtico peligro para la humanidad. ¿Podríamos decir, por lo tanto, que a finales de 1918, cuando él hizo su promesa de «a toda costa», estableció un pacto con el diablo y el mal entró en su alma?

Puede que para el historiador, esta pregunta tenga poco sentido. Pero para cualquiera que busque la cara del niño en la fotografía de 1899, consciente del sufrimiento que este mismo niño sembrará voluntariamente en el mundo con el paso del tiempo, tiene una fuerza convincente. «La mayoría de la gente culta», escribe Mailer a través de su anónimo narrador, «está deseando reprimir la noción de una entidad como el diablo. [...] Entonces, no hay que sorprenderse de que el mundo tenga una comprensión deficiente de la personalidad de Adolf Hitler. Lo detesta, sí, pero no lo entiende. Él es, después de todo, el ser humano más misterioso del siglo.»

Misión en el mundo. Por tanto, la pregunta «¿Cuándo entró el mal en el alma de Hitler?», tiene un significado concreto para Mailer. Su respuesta es: «En el instante de su concepción», en el mismo sentido en que Dios, según el dogma cristiano, estuvo presente, y entró, en el instante de la concepción de Jesús. En la historia de Mailer, el demonio tomó posesión de Adolf Hitler nueve meses antes de su nacimiento en 1889 hasta el día de su muerte, en 1945, para cumplir su misión en el mundo.

Guiño a milton.
Una respuesta de este tipo exige refuerzo teológico y metafísico, que Mailer (con un guiño a John Milton) no duda en aportar. En el relato de Mailer, al igual que hay un Dios, también hay un Diablo Jefe, a quien sus acólitos llaman el Maestro. Cada uno tiene una visión de lo que puede ser este mundo nuestro, pero como ninguno es todopoderoso, tampoco puede imponer la suya. El Tercer Reich, que duró doce años, representa uno de los triunfos del Maestro; no hay duda de que Dios también tiene sus victorias, aunque ninguna de ellas se muestra en el libro de Mailer.

La historia del joven Adolfo está narrada por uno de los diablos de rango intermedio en la organización infernal, un funcionario encargado de tenerle vigilado, asegurándose de que no se desvía de los caminos de la maldad. Adolfo no es el único encargo de este diablo: en 1895 tiene que hacer una pausa de cuarenta y cinco páginas para frustrar el benigno plan de Dios para los Romanov en Rusia, y en 1898, un descanso más breve para supervisar el asesinato de la emperatriz Isabel de Austria.

El tipo de existencia que llevan los inmortales nunca puede tener mucho significado para los seres mortales. El relato que proporciona Mailer, a través de su narrador, de una batalla de baja intensidad que ya dura millones de años entre las fuerzas celestiales y las infernales, y de enemistad entre departamentos dentro de la burocracia infernal, aunque esté hecho con bastante destreza, es el aspecto menos interesante de su novela. Pero al menos la respuesta que da a la pregunta sobre Adolfo en la fotografía de clase es acertada. Sí, Adolfo era malo incluso en 1899. Fue un niño malo antes de ser un hombre malo, y fue un bebé malo antes de ser un niño malo. Alois y Klara Hitler son retratos convincentes de personas que hacían todo lo que podían como padres, puesto que eran humanos y la naturaleza humana es débil, y también teniendo en cuenta que tenían fuerzas sobrehumanas en su contra; Adolfo es igualmente convincente como niño espeluznante y repelente. A pesar de las intervenciones sobrenaturales, Mailer no se rebaja a escribir una novela sobre lo sobrenatural, una novela gótica. Puede que las fuerzas oscuras hayan entrado en su alma, pero Adolfo sigue siendo imperturbablemente humano, uno de nosotros.

De entre los muertos.
Mailer es ahora octogenario. Quizá su prosa ya no sea tan eléctricamente vívida como hace cuarenta años, pero no ha perdido nada de su atrevimiento inmoral. Éstos son Alois y Klara en la cama:

«Con la boca llena de su savia, se volvió y abrazó su cara con toda la pasión de sus labios y rostro, preparado al fin para introducir en ella su sabueso [su pene], clavarlo en su piedad, sí, maldita sea tanta piedad, pensaba Alois -¡maldita esposa meapilas, maldita iglesia!-, él había vuelto de entre los muertos, una especie de milagro, estaba allí, con su orgullo igual que una espada. Esto era mejor que una tempestad en el mar. Y entonces superó ese momento, porque ella -la mujer más angelical de Braunau- sabía que se estaba entregando al Demonio, sí, sabía que estaba allí, allí, con Alois y con ella, los tres sueltos en el géiser que salía de él, y después de ella, ahora juntos, y yo estaba allí con ellos, yo era la tercera presencia, y me envolvieron en los berridos que los tres proferíamos cayendo juntos por las cataratas, Alois y yo llenando el útero de Klara Poelzl Hitler».

Hay que reconocérselo a Mailer: ayudarnos a entender a este «ser humano más misterioso del siglo» es, en efecto, una empresa oportuna. Pero, ¿en qué mejora exactamente su novela nuestro conocimiento? Al conducirnos a la mente de un niño antipático que se excita físicamente viendo a las abejas quemarse vivas y se masturba con el sonido de la tos hemorrágica de su padre, ¿está Mailer afirmando que empezamos a entender a Hitler cuando vemos que los actos malignos del hombre adulto no son de tipo distinto -aunque sí de una escala enormemente diferente- de los actos de su yo infantil, ambos expresión de una psicopatología intrincada, fea hasta un punto diabólico? ¿Está con ello retomando de hecho con otras palabras el argumento dostoyevskiano de que no hay grandes crímenes, de que los delirios de grandeza del criminal no son más que otra de las herejías del ateísmo? ¿Es toda la maldad esencialmente banal, y caemos en una de las astutas trampas del diablo cuando tratamos al mal con respeto, cuando nos lo tomamos en serio?

Cabeza de chorlito.
En otras palabras: ¿hasta qué punto son serias las intenciones del libro de Mailer sobre Hitler, que viene inmediatamente después de El Evangelio según el Hijo (1997), una biografía del representante en la Tierra de un Dios en absoluto todopoderoso, un joven atribulado que oye voces pero no siempre sabe con seguridad de dónde proceden? ¿Acaso el tono de The Castle in the Forest, que a veces es tan ligero que raya en lo cómico, da a entender que deberíamos tomarnos las peripecias celestiales e infernales con cierta reserva? ¿Por qué, a pesar del diablo que hay en él, no parece haber más razones para temer al joven Adolfo que a un perro resabiado y malicioso? ¿Y por qué el Dios de Mailer es un pasmarote tan ineficaz (los diablos lo llaman con desdén der Dummkopf [el cabeza de chorlito]?

La lección que Adolf Eichmann nos enseña, escribía Hannah Arendt en la conclusión de Eichmann en Jerusalén, es la de «la temible, más allá de toda palabra y pensamiento, banalidad del mal» (la cursiva es de Arendt). Desde 1963, cuando lo escribió, la expresión «la banalidad del mal» ha adquirido vida propia; hoy es un estereotipo con la misma aceptación general que tuvo «gran criminal» en la época de Dostoievski.

La palabra «criminal».
En el pasado, Mailer ha manifestado repetidamente su recelo hacia esta expresión. En su calidad de liberal laica, dice Mailer, Arendt se muestra ciega ante el poder del mal en el universo. «Suponer [?] que el mal en sí es banal me parece que demuestra una imaginación prodigiosamente pobre. Si Hannah Arendt tiene razón y el mal es banal, eso es infinitamente peor que la posibilidad opuesta de que el mal sea satánico»; peor en el sentido de que no hay lucha entre el bien y el mal y, por lo tanto, la existencia carece de significado.

No es exagerado decir que las diferencias entre Mailer y Arendt constituyen el trasfondo de The Castle in the Forest. ¿Pero le hace él justicia a ella? En 1946, Arendt mantuvo un intercambio epistolar con Karl Jaspers provocado por el uso que éste hacía de la palabra «criminal» para caracterizar las políticas nazis. Arendt disentía. En comparación con la mera culpa criminal, le escribió, la culpa de Hitler y sus secuaces «supera y hace tambalearse a todos y cada uno de los sistemas judiciales».

Jaspers se defendía: si afirmamos que Hitler era más que un criminal, nos arriesgamos a adscribirle esa «grandeza satánica» a la que aspiraba. Arendt se tomó a pecho esta crítica. Cuando escribió el libro sobre Eichmann, se propuso mantener viva la paradoja de que si bien las acciones de Hitler y sus secuaces pueden superar nuestra capacidad de entendimiento, no hay en su concepción profundidad de pensamiento, ni grandeza de intenciones. Eichmann, un hombre carente de interés desde el punto de vista humano, un burócrata de tomo y lomo, nunca fue consciente, en el pleno sentido filosófico de la palabra, de lo que estaba haciendo; lo mismo podría decirse, mutatis mutandis, del resto de la banda.

Política de exterminio.
Asumir que la frase «la banalidad del mal» resume el veredicto de Arendt sobre los delitos del nazismo, como parece hacer Mailer, implica pasar por alto la complejidad del pensamiento que hay tras ella: lo que es peculiar de esta banalidad cotidiana de una política de exterminio al por mayor, administrada burocráticamente y organizada industrialmente, es que también «va más allá de toda palabra y pensamiento», más allá de nuestra capacidad para entenderla o describirla.

Ante la magnitud de la muerte, el sufrimiento y la destrucción de los que el Adolfo Hitler histórico fue responsable, el entendimiento humano retrocede aturdido. De una manera diferente, nuestro entendimiento puede retroceder cuando Mailer nos dice que Hitler fue responsable del Tercer Reich sólo en un sentido mediato, que la responsabilidad última recayó en un ser invisible conocido como el Diablo o el Maestro. El problema aquí es la naturaleza de la explicación que se nos ofrece: «El Diablo le obligó a hacerlo» no apela al entendimiento, sólo a un cierto tipo de fe. Si uno se toma en serio la interpretación que Mailer hace de la Historia mundial como una guerra entre el bien y el mal, en la que los seres humanos actúan de apoderados de los agentes sobrenaturales -es decir, si uno asume esta interpretación al pie de la letra y no como una metáfora amplia y no muy original para un conflicto no resuelto e irresoluble dentro de las psiques humanas individuales-, se subvierte el principio de que los seres humanos son responsables de sus actos, y con él la ambición de la novela de buscar la verdad de nuestra vida moral y contarla.

Por suerte, The Castle in the Forest no exige ser interpretada al pie de la letra. Bajo la superficie, puede verse que Mailer se enfrenta a la misma paradoja que Arendt. Al invocar lo sobrenatural, puede parecer que afirma que las fuerzas que animaban a Adolfo Hitler eran más que meramente criminales; pero el joven Adolfo al que él da vida en sus páginas no es satánico, ni siquiera demoníaco, es simplemente un tipejo repugnante. Mantener viva la paradoja infernal-banal en toda su naturaleza angustiosamente inescrutable podría ser el logro supremo de esta muy notable contribución a la ficción histórica
 

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