sábado, 21 de febrero de 2009

Alicia en el País de las Maravillas


El ensayo, transformado en el arma más eficaz para dirimir controversias, producto de nuestra polémica historia, se convierte en el género dominante, y no menor, de nuestra literatura.
Jaime Rest, ensayista destacado, analiza uno de los libros mas sorprendentes de la literatura universal, en el que se describe un peculiar mundo gobernado por leyes de una lógica muy particular y poblado de personajes tan chocantes como el Sombrero, el gato de Cheshire o la Duquesa, que ha fascinado a niños y adultos de todo el mundo.



LA LOCURA Y EL MÉTODO Por Jaime Rest
Though this be madness, yet there is method in’t.(Aunque esto sea locura, hay método en ella)
Hamlet, II, ii, 211


El anecdotario de la reina Victoria es abundante y en buena medida apócrifo. Pero muchos de los episodios registrados sirven para ilustrar la personalidad legendaria que se atribuye a esta augusta matrona, símbolo de la plenitud alcanzada por el imperio británico en el siglo XIX, así como facilitan una epigramática semblanza de sus más recordados súbditos, a los que se confiere la función de interlocutores en las historias referidas. Sirva de ejemplo un suceso que se ubica en 1867, cuya autenticidad es rubricada por algunos historiadores y biógrafos.
La ilustre monarca quedó gratamente sorprendida por un libro para niños recién aparecido y sugirió al afortunado escritor que le hiciese llegar un ejemplar dedicado de la primera obra nueva que publicase. Éste satisfizo la real solicitud pero inadvertida o deliberadamente el libro con que fue halagada la destinataria consistía en un abstruso manual de álgebra superior. El autor de tan insólito tributo era un hombre todavía joven, nacido en 1832, que sentía particular complacencia en urdir narraciones para entretenimiento infantil, pero que además se desempeñaba como profesor de matemáticas en un instituto oxoniense y distraía sus ocios en el intrincado estudio de la lógica simbólica.
Se llamaba Charles Lutwige Dodgson, si bien firmaba sus piezas de ficción con un seudónimo que había elaborado sobre su propio nombre: Lewis Carroll. (Según el mismo explica en su diario, el 11 de febrero de 1856, del apellido materno Lutwige derivó “Lewis” y de su nombre de pila, latinizado, extrajo “Carroll”).
El libro que fascinó a la reina se titulaba Alice’s Adventures in Wonderland y el que seguramente la desconcertó con dedicatoria tan imprevista era un tratado “elemental” sobre determinantes, cuya dificultosa lectura y cuyo inevitable grado de especialización se veían enmarañados adicionalmente por circunstancias de que el investigador que lo había redactado tenía una obsesiva preocupación en perfeccionar -y por lo tanto, en modificar- el sistema de signos empleados en las fórmulas algebraicas.
Cuando el escritor murió, a comienzos de 1898, su contribución a la literatura para niños había alcanzado un prestigio tan resonante que pareció justificar la publicación de la tradicional biografía oficial con que en Inglaterra se suele rendir tributo a los difuntos ilustres.
De inmediato, en el curso de ese mismo año, Stuart Dodgson Collingwood, sobrino del autor, dio a conocer su Life and Letters of Lewis Carroll. Sin embargo, habrían de transcurrir más de treinta años hasta que, al cumplirse el centenario del nacimiento, se intentara una evaluación novedosa de los alcances casi imprevistos que cabía inferir de producción tan original. Tal vez fue Walter de la Mare quien favoreció la nueva óptica, al difundir en 1930 un ensayo muy sugestivo, incorporado en una compilación de estudios sobre literatura victoriana tardía.
Pero en definitiva habría de ser Edmund Wilson el encargado de poner al descubierto las principales líneas que ofrecía el examen de estas obras tan admirables como insatisfactoriamente exploradas; en el breve artículo “C.L.Dodgson: the Poet Logician”, fechado el 18 de mayo de 1932 y recogido con abundante información adicional en The Shores of Light veinte años después, se trazan in nuce las pautas esenciales que debe seguir la indagación: el sentido subyacente en los juegos verbales; la importancia que reviste la interpretación psicoanalítica de los sueños; el valor enunciativo que se oculta en el empleo del nonsense; la gravitación que en los textos de Carroll poseen el lenguaje paródico y las nociones matemáticas.
Desde entonces, por espacio de más de cuatro décadas, muchos han aplicado estos criterios en el intento de explicar la insólita conjunción de disciplina intelectual y de absurdo que permitió a Carroll desarrollar simultáneamente dos tareas de apariencia tan antitética como son la literatura infantil y la investigación logicomatemática.
De tal forma, se constituyó un ciclo exegético cuyo primer eslabón fue la interpretación psicoanalítica de William Emspon, en un recordado capítulo de su libro Some Versions of Pastoral (1935), y cuyo aporte reciente más ambicioso lo proporcionó Gilles Deleuze en su Logique du sens (1969), estudio orientado a demostrar que bajo la apariencia disparatada de estos textos se encubre un juego de significados tal vez rigurosos. Por consiguiente, en razón del prestigio crítico que alcanzó Edmund Wilson, su voz fue escuchada a propósito del mismo asunto que G.K. Chesterton había señalado mucho antes con escasa o ninguna repercusión en los círculos eruditos.
En el volumen que se tituló The Defendant, aparecido en 1901, se incluía un lúcida “defensa del nonsense” en la que se argumentaba que el País de la Maravillas era una “comarca intelectual” habitada por profesores y teólogos que habían adoptado el disfraz de Humpty Dumpty o de la Liebre de Marzo. Además, con excepcional sagacidad, este comentario planteaba por primera vez una de las cuestiones fundamentales de la mentalidad victoriana, dividida entre la respetabilidad manifiesta y la trasgresión secreta o disimulada, según lo han demostrado de diverso modo las indagaciones de Steven Marcus y de Masao Miyoshi en fecha mucho más cercana.
Esta escisión de la personalidad se manifestaba, entre otros síntomas, por una profunda nostalgia de la niñez ideal, en la que todavía no se había puesto en evidencia tan conflictiva división; pero esta sensación de añoranza conducía a una ambigua posición adulta con respecto a la inocencia infantil, a la que se consideraba, por un lado, una suerte de inmadurez que debía ser estrechamente vigilada para que no se corrompiera y, por el otro lado, una virtud apetecible en sí misma que debía perpetuarse evitando que los niños crecieran.
Se configuraba, de tal modo, una mezcla de sentimentalismo e inflexibilidad que inducía a conmiserarse de los niños y a maltratarlos a un mismo tiempo, a la vez que se los proveía de materiales literarios supuestamente placenteros que, más allá de ciertas intenciones ejemplarizadoras de índole moral o religiosa, se consideraba que estaban exentos de toda validez adulta (es decir, desprovistos de cualquier presunta captación de la realidad). Tal como sugiere Chesterton, ni siquiera el autor de Alice in Wonderland estuvo a salvo de esa visión desgarrada que caracterizó a sus contemporáneos. Si bien Charles Lutwige Dodgson, diácono de la Iglesia de Inglaterra y pedagogo oxoniense, fue “muy serio y convencional, universalmente respetado, pero bastante pedante”, al mismo tiempo se sintió tan poderosamente arrebatado por su doppelgänger que no pudo resistir las tentaciones que cautivaban a Lewis Carroll.
Según las normas sociales honorables de entonces y aun de ahora, este último era una especie de Mr. Hyde que exhibía algunas proclividades siniestras, análogas a las de Humbert Humbert, el protagonista de la novela de Nabokov, si bien no parece haberse dejado seducir por sus respectivas Lolitas sino que se limitó a narrarles historias deslumbradoras y a fotografiarlas. Afortunadamente, en sus relatos no sólo volcó un inmenso caudal de fantasías oníricas sino que además introdujo las preocupaciones que absorbían su vigilia y, de esta forma, prácticamente demostró que la lógica es por antonomasia la ciencia del absurdo.
Los adultos victorianos no advirtieron las secretas claves de estas narraciones y las juzgaron meros ensueños desprovistos de todo valor que no fuera el destinado a entretener a los niños con el auxilio de pompas de jabón que estallaban al agotarse. (Acaso ni siquiera el mismo autor de Alice in Wonderland llegó a estimar en su totalidad los alcances de la aventura literaria que había emprendido).
Hoy día, en cambio, nos resulta imposible admitir, como se suponía en el siglo XIX, que un texto de esta índole pueda ser absolutamente inocente: el surrealismo, las teorías de Freud y Jung y una abundante reflexión sobre el valor enunciativo de los signos nos han tornado extremadamente perspicaces.
A juicio de Borges, lo que singulariza a Lewis Carroll es el hecho de que “nadie desconfió tanto del lenguaje” ni advirtió con tanta lucidez que “descubrir un razonamiento no es lo mismo que percibir un objeto físico”. Este es un buen punto de partida para analizar Alice in Wonderland.
Las palabras son la materia con que construimos nuestra imagen del universo, y la lógica, que supuestamente legisla la correcta organización de nuestros razonamientos, es la herramienta a la que se atribuye el prodigioso don de estructurar una fiel interpretación de los mecanismos que gobiernan no sólo nuestras ideas sino también la realidad misma del mundo en que nos hallamos insertos. Pero el formalismo lógico tradicional hace largo tiempo que se halla en crisis: en el siglo XIV, el nominalista Guillermo de Occam logró imponer la tesis de que no hay correspondencias necesarias entre el lenguaje (o el pensamiento) y la realidad; más tarde, Spinoza trató de escapar a comprobación tan inquietante, para lo cual apeló al rigor de las demostraciones geométricas: por último, desde Leibniz hasta nuestros días, sin excluir aportes de Frege y de Bertrand Russell, se ha intentado superar es misma dificultad reduciendo los enunciados lógicos a fórmulas algebraicas que pretenden soslayar las ambigüedades del habla cotidiana.
Puesto que los vocablos que se utilizan para designar cosas arrastran inevitablemente connotaciones que les otorgan un valor incierto y penumbroso, la lógica simbólica buscó en los signos matemáticos un auxilio para facilitar la depuración de nuestras operaciones intelectuales. Este procedimiento ha contribuido a perfeccionar los recursos de que se vale la investigación científica, pero al mismo tiempo ha engendrado una curiosa paradoja: sabemos que las palabras que designan las manifestaciones del mundo concreto enturbian nuestro conocimiento con matices deformadores, pero la pureza formal que emana de la lógica simbólica ha sido alcanzada a costa de sacrificar la denotación, la referencia directa a ese mismo mundo. Por lo demás, podemos enunciar juicios que tienen valor operativo o pragmático (por ejemplo “el fuego quema”), pero hemos quedado privados de la metafísica, de esa aptitud que aspira a desentrañar de manera inequívoca el fundamento verdadero de la realidad (o sea, que no estamos en condiciones de sostener que la naturaleza última del cosmos consista en arquetipos platónicos o en materia).
Lewis Carroll fue un apasionado explorador de la lógica simbólica y, por eso mismo, conocía los límites de la situación humana: cuanto se diga está viciado de confusión y cuanto se logra rescatar de la ambigüedad está condenado a ser un mero juego, una simetría elaborada en el vacío.
Sus humoradas se han convertido en un auténtico rompecabezas para filósofos, y el sesudo Bertrand Russell dedicó un párrafo íntegro en The Principles of Mathematics (III, 38) a refutar laboriosamente los argumentos que Carroll expuso en una graciosa conversación del veloz Aquiles con la tortuga que le ganó una carrera, diálogo en que el erudito quelonio demuestra la imposibilidad de aceptar la Primera Proposición de Euclides sin recorrer una serie infinita de pasos previos.
Henri Parisot ha observado que Lewis Carroll utiliza la lógica de aspectos más estrictos para elaborar razonamientos absurdos, “como si disfrutara de un perverso regocijo en ridiculizar la ciencia que enseñaba”.
Tal comprobación no debe sorprendernos ni tampoco admite ser considerada síntoma de una disposición perversa, puesto que este profesor de lógica acaso consideraba que dicha ciencia servía para disciplinar el pensamiento pero, al mismo tiempo, ponía en evidencia serias dudas de que el mundo funcionase de conformidad con normas que poseían un alcance pura y exclusivamente intelectual; en su opinión, nada permitía suponer que la res extensa pueda ser sometida justificadamente a los mismo principios que regulan la res cogitans.
Por lo tanto, la aplicación de la lógica a los hechos de la realidad física siempre resultará precaria y dudosa, ya que presumir que tales hechos deben tener necesariamente sentido no es una comprobación verificable sino una mera hipótesis utilizada por los investigadores científicos; en cambio, parece indudable que toda la actividad mental, en virtud de su misma naturaleza y por razones de economía biológica, está llamada a poseer sentido, a menos que supongamos que nuestras operaciones intelectuales puedan desenvolverse vanamente.
De lo cual se infiere, tal como quizás lo hizo Lewis Carroll adelantándose a la interpretación psicoanalítica de los procesos oníricos, que un sueño acaso resulta más coherente y significativo que muchos de los fenómenos, explicados o no, que tienen lugar en el mundo material. Aplicados a la realidad, los preceptos lógicos pueden conducirnos al callejón sin salida de las paradojas, pero estas son absolutamente usuales en el ámbito del pensamiento.
Las cosas permanecen en silencio, jamás nos hablan; son los hombres, cuyo entendimiento e imaginación se expresan incesantemente por medio del lenguaje articulado, quienes les atribuyen un habla significativa. En el universo humano todo es enunciado, y donde el enunciado prevalece indiscutido siempre hay la presunción del sentido, así se trate de los limericks de Edward Lear. Todas las formas en que se manifiesta la actividad del pensamiento poseen, en consecuencia, cierta articulación lógica, aun en el caso de una pesadilla o de un ritual esquizofrénico.
En esto, el más lúcido y sensato de los personajes de Alice in Wonderland es sin duda el Gato de Chesire, quien admite su propia demencia y la vincula a la relatividad de las operaciones mentales: “Para empezar, pongámonos de acuerdo en que los perros no están locos. ¿Verdad? Ahora bien, estás enterada de que un perro gruñe cuando está enojado y mueve la cola cuando está contento. Pues, sucede que yo cuando estoy contento gruño (Alicia le objeta que eso se llama ronronear) y cuando estoy enojado muevo la cola. Por ende, estoy loco.”
En Alice in Wonderland se introduce una multitud de equívocos verbales engendrados por la ambigüedad de las palabras. El más sencillo aparece en el capítulo III. Puesto que Alicia y sus compañeros de peripecias han quedado enteramente mojados después de nadar en el charco de lágrimas, al llegar a la orilla el Ratón se ofrece a contar una fábula que resulte “secante” (en inglés, el verbo to dry también posee, como su equivalente español en el uso coloquial rioplatense, el valor de causar tedio o aburrir). Procede, pues, a referir una historia muy larga que Alicia imagina con la forma de la cola del roedor, en virtud de que el narrador anuncia la exposición de “un largo relato” (a long tale) y la protagonista entiende “una larga cola” (a long tail), de modo que se produce la tan frecuente confusión suscitada por voces homófonas.
Parecido es el equívoco que se origina en el capítulo IX entre los diversos significados que posee un mismo término: se nos dice “los flamencos y la mostaza pican”, de lo cual se infiere que “son aves de idéntico plumaje”. A esta misma especie de situación pertenece el diálogo en el capítulo IX de Through the Looking- Glass and What Alice Found There, cuando Alicia pregunta por el criado que debe responder el llamado a la puerta y la Rana replica “¿Responder a la puerta? Pero ¿qué ha estado preguntado?”
Un caso más intrincado se presenta en el capítulo V de Through the Looking-Glass, la Reina Blanca anuncia a la heroína que puede obtener mermelada every other day (“día por medio”); pero si se toma al pie de la letra la fórmula inglesa precedente, jamás se conseguirá mermelada en la jornada que está transcurriendo pues today isn’t any other day (“hoy no es cualquier otro día”); por consiguiente, un respeto demasiado literal a la construcción idiomática empleada priva a Alicia de lograr el acceso a la recompensa apetecida. Inclusive en el capítulo VIII de este mismo libro, en su coloquio con el Caballero Blanco que se dispone a entonar una canción, la protagonista debe afrontar una cuestión que se origina en el campo de lo que actualmente llamamos metalenguaje, cuando su interlocutor le señala que hay que distinguir entre la cosa, el nombre de la cosa y el nombre que designa el nombre de la cosa.
Por otra parte, también es muy sugestivo en el capítulo VI de esta obra, el diálogo de Alicia con Humpty Dumpty, quien declara que todo nombre significa algo y que “cuando yo uso una palabra, esa palabra significa exactamente lo que decidí que significara”, afirmación de manifiesto sesgo nominalista; además, en el capítulo II se refiere la curiosa aventura de la foresta donde las cosas han perdido su nombre, foresta que a juicio de Martin Gardner se identifica con el universo mismo, cuyos objetos carecen de denominaciones hasta que el ser humano les adjudica nombres arbitrarios porque ello le facilita la tarea de dominar la realidad.
Agreguemos que en el capítulo inicial de su Symbolic Logic, Carroll se refiere a “las cosas y sus atributos”; estos nunca se manifiestan en ausencia de aquellas, pero de manera excepcional la sonrisa del Gato de Chesire (un atributo) subsiste cuando el Gato mismo (la cosa) ha desaparecido.
Resulta inútil buscar una página de Carroll en que este tipo de prestidigitación lingüística se halle omitida; sea como fuere, los pasajes mencionados bastan para exhibir el procedimiento: las palabras suelen seducirnos con valores traslaticios que logran extraviarnos. Uno de los aspectos del lenguaje que en apariencia fascinaba a Lewis Carroll era la capacidad de cosificar seres inexistentes y nociones abstractas.
Al menos, esta aptitud la encontramos tratada en sendos pasajes significativos de los libros de Alicia. En el capítulo IX de Alice in Wonderland surge, por ejemplo, ese animal fabuloso que se denomina Falsa Tortuga. En Inglaterra, la sopa de tortuga fue un plato predilecto de la cocina victoriana, pero en ausencia del ingrediente auténtico era posible preparar un sustituto de gusto análogo que se obtenía de carne de ternera; en consecuencia, el simple hecho de que se hablara de una “sopa de falsa tortuga”otorgó a tal designación un valor propio que justificaba la autonomía nominal de la Falsa Tortuga como ser con característica diferenciales, cuyo cuerpo de quelonio iba acompañado por cabeza, patas traseras y cola de vacuno (según las instrucciones que Carroll dio al dibujante John Tenniel para trazar la figura respectiva).
En cambio, en su encuentro con el Rey Blanco, en Trough the Lookin-Glass, éste encomienda a Alicia asomarse para ver si llegan los mensajeros; la niña responde: “A nadie veo en el camino”, ante lo cual su interlocutor reflexiona sorprendido: “¡Cuánto me gustaría tener tales ojos…! ¡Ser capaz de ver a Nadie! ¡Y a semejante distancia! Para decir la verdad, todo lo que me está permitido ver con esta luz es la presencia de gente real.”
Tal equívoco, por lo demás, tiene un lejano e ilustre precursor – quizás recordado por Carroll- en aquel episodio del canto IX de la Odisea homérica, en que Polifemo es persuadido por Ulises de que el nombre de éste es Nadie.
Cuando el héroe logra escapar y sus compañeros logran enceguecer al gigantesco adversario, Polifemo comienza a dar voces lamentándose de que “Nadie me ha tendido una celada mortal”, a lo cual responden muy comprensivamente los demás cíclopes: “Pues bien, si nadie te atacó y permaneces solo, entonces no hay manera de librarse de la penuria irremediable con que te ha herido Zeus. Cuanto puedes hacer es rogar a Poseidón, tu padre.”
La conjunción de lenguaje y realidad en el mundo de Carroll engendra toda suerte de conflictos. Según observaba el profesor Roger W. Holmes, tanto en el País de las Maravillas cuanto en la comarca del espejo se acumulan cuestiones e ingredientes de la lógica, de la metafísica, de la teoría del conocimiento y de la ética. A lo largo de los dos libros que protagoniza Alicia, se van desperdigando situaciones y comentarios que ilustran admirablemente “los principios lógicos, los usos y significados de las palabras, las funciones de los nombres, las perplejidades vinculadas al tiempo y al espacio, las dificultades que entraña la identidad personal, la condición de la sustancia con respecto a sus cualidades, el problema de la relación entre la mente y el cuerpo”. Hay varias referencias a juegos con el tiempo. Una de ellas es el episodio en que el dedo de la Reina Blanca sangra antes de haberse pinchado.
Otra corresponde a la merienda presidida por el Sombrero Loco, cuyos comensales se han convertido en manecillas de un reloj que tiene por cuadrante la mesa donde se sirve el té: para las manecillas la hora no cambia porque ellas son el eterno presente, cuya estimación circunstancial únicamente varía en los números indicados sobre el cuadrante. También hallamos situaciones especiales insólitas, como en la desesperada carrera que emprenden Alicia y la Reina Roja para “poder mantenerse en el mismo lugar”. En el encuentro con los mellizos Tweedledum y Tweedledee se introduce un siniestro vaticinio sobre el destino de los personajes soñados que se desvanecerán cuando el soñador despierte, pero al mismo tiempo se establece una disputa acerca de quién sueña a quién.
En el comienzo de Alice in Wonderland menudean las alusiones al enigma de la identidad personal, vinculadas a los cambios de tamaño que sufre la protagonista en su esfuerzo por adaptarse a las dimensiones de quienes habitan la región subterránea; este proceso culmina cuando la Oruga, de buenas a primeras, le espeta a la heroína la pregunta: “¿Quién eres tú?, y ésta sólo atina a responder vacilante: “Yo… yo, señor, casi no lo sé en este momento… por lo menos sé quién era cuando me levanté esta mañana, pero me parece que desde entonces he sufrido cambios varias veces.”
Interrogado por Alicia, que desea irse a otra parte, el Gato de Chesire, con su habitual sabiduría y aplomo, contesta que el itinerario “depende en buena medida del sitio al que quieras llegar”; a juicio de John Kemeny, esta reflexión plantea el problema fundamental de las relaciones entre la ciencia y los valores, sólo en el caso de haber tomado una decisión previa acerca de cuál es el objetivo que nos proponemos alcanzar, la ciencia podrá indicarnos el camino más adecuado para llegar a la meta escogida.
Por último, para abreviar la enumeración, cabe recordar que la Duquesa, en el seminal capítulo IX de Alice in Wonderland, observa que “todo tiene sentido”; la dificultad radica en que no siempre –casi nunca- nos hallamos “capacitados para atraparlo”. Suponemos que el mundo concreto está regido por leyes precisas y necesarias, pero nunca lograremos acceder definitivamente a ellas porque hemos quedado reducidos a la interpretación de datos empíricos: sólo conocemos una constelación de apariencias. La realidad del universo, tal como lo percibimos, se limita a lo que parece.
En una formulación laberíntica, la Duquesa le advierte a la heroína: “Nunca imagines que eres distinta de lo que puedes parecer, pues lo que tú fuiste o puedas haber sido no fue otra cosa que lo tú hayas estado pudiendo parecer a los demás”. Es un galimatías muy cómico pero posee un trasfondo muy ominoso: la verdadera naturaleza de las cosas se nos escapa porque nuestra inteligencia habita el mundo fantasmal de las representaciones.
La lógica se aplica en la correcta organización de las palabras que designan las cosas, en tanto que las cosas mismas quedan excluidas del enunciado; por consiguiente, estamos recluidos en una prisión del lenguaje que sólo permite hablar acerca de las palabras. La “experiencia de alienación”, que ha estado tan de moda en época reciente, no es para Carroll un hecho sociológico que se circunscribe a un determinado período histórico, sino que deriva del aislamiento ontológico que en todos los tiempos el hombre padeció en el instante mismo en que se propuso utilizar un lenguaje exacto e inequívoco para mentar la realidad.
Alicia ha penetrado en un mundo insólito; por lo menos, tan insólito como el de nuestra vida cotidiana. Incesantemente es bombardeada con preguntas de sus interlocutores o que ella misma se formula; por lo general son preguntas que dejan la impresión de exigir respuestas indubitables, pero que la protagonista desconoce.
Son los otros quienes se muestran como si dominaran los significados metafísicos y éticos. La heroína, en cambio, vacila: los objetos saben, pero el sujeto ignora. En consecuencia, Alicia tiene la sensación de que ha ingresado en un universo que no se presta a ningún escrutinio pero que, sin embargo permite barruntar la existencia de un orden irreprochable y necesario. Al llegar a este punto, Carroll prácticamente se ha convertido en el precursor de Kafka.
Alicia, al igual que Joseph K. en Der Prozess, es la víctima de un sistema absolutamente coherente pero cuyo funcionamiento integral jamás podrá interpretar. También hay una prefiguración del Borges que escribe en uno de sus cuentos: “Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a las leyes divinas – traduzco: a leyes inhumanas – que no acabamos nunca de percibir”.
Hasta aquí, tal vez, los propósitos deliberados del autor. Existe, empero, una nueva lectura posible que a Carroll difícilmente se le hubiera ocurrido. Las aventuras de Alicia en la madriguera y detrás del espejo tienen lugar en sueños.
La idea que generó esta presentación acaso pueda remontarse a la dilatada tradición onírica de la literatura europea, que desde el ciceroniano Somnium Scipionis se ha proyectado a través de los siglos con abundante proliferación, especialmente en la Edad Media. Durante largo tiempo se supuso que los sueños tenían valor profético, pero hoy día preferimos atribuirles aptitudes para revelar la personalidad del soñador.
Por desconcertantes que haya resultado la experiencia para Alicia, no debemos olvidar que se ha extraviado en el ámbito de su propia mente, en una comarca que de algún modo ella misma configuró: por lo tanto, la apariencia absurda de los sucesos quizás admita un ordenamiento significativo que nos descubra a la criatura por ende, en este caso, al creador.
El poeta Dante Alighieri concibió a un Dante peregrino del absoluto, al que imaginó en un viaje destinado a confirmar o, por lo menos, a robustecer sus convicciones religiosas, al margen de las cuestiones personales que lo habían llevado a cuestionar ciertos aspectos del comportamiento que la Iglesia exhibía en su tiempo; Lewis Carroll concibe en Alicia un emisario, al que imagina en un viaje destinado a indagar o, tal vez, a cuestionar los principios lógicos y semánticos que han permitido al hombre moderno construir su visión de la realidad.
Pero en este itinerario también se introduce un elemento psicológico al que el autor posiblemente no había conferido adecuada relevancia: que los conejos extraigan su reloj del bolsillo del chaleco, que los gatos se desvanezcan hasta que sólo quede su sonrisa, que los niños se transformen en cerdos son fantasías insólitas pero que no se hallan fuera del alcance de toda conjetura. La literatura psicoanalítica sobre Alice in Wonderland ha llegado a ser extensa e incluye por igual trabajos de críticos y de analistas: William Empson, Phyllis Greenacre, Paul Schilder y Martin Grotjahn, entre otros. Sin embargo, estos enfoques tienden a poner el acento en el examen de los símbolos aislados más bien que en la continuidad del relato, aspecto que es digno de la mayor atención: los episodios disparatados se articulan en una progresión narrativa que por sí misma puede infundirles coherencia.
A través de sus sueños, Alicia se evade del mundo en que vive, a mediados de la era victoriana. La heroína inventa una comarca de pura fantasía pero, sojuzgada por su educación, acaba por regresar al orden de la existencia cotidiana.
Un estímulo inconsciente la lleva a introducirse en un ámbito que la compense de las normas estrictas imperantes en la vigilia de su época. Pero la protagonista no puede desembarazarse plenamente de los preceptos que le fueron inculcados por los adultos: una niña de buena crianza debe adaptarse al código moral vigente en el lugar donde ingresa, aun cuando no consiga entenderlo.
Todo es muy desconcertante, pero su obligación no consiste en preguntar por qué sino en resignarse a la validez inapelable del comportamiento circundante que merece respeto. Es el posible sentido que cabe atribuir a sus ingentes esfuerzos por adquirir una estatura adecuada al tamaño de sus interlocutores.
No obstante, sin cesar se siente confundida por las actitudes que asumen los habitantes de la madriguera y las coteja con las enseñanzas que le fueron impartidas en el mundo de la superficie: si bien trata de escapar a los criterios vigentes en su propia sociedad, éstos nunca la abandonan ni le permiten adquirir una autonomía plena, una libertad sin condiciones.
En tal sentido, el relato presenta una clara división: Alicia entrevé desde el principio un jardín cuyo acceso desea hallar, pero hasta el capítulo VII su intento queda frustrado. Mientras la búsqueda no obtiene resultados, la heroína lucha desesperadamente por amoldarse a las insólitas condiciones del mundo subterráneo. Pero cuando alcanza la meta ansiada, su conducta sufre un cambio no sólo volitivo sino inclusive físico: cesa de adecuar sus dimensiones a las que poseen los restantes personajes y adquiere una postura despectiva y autoritaria.
Deja de respetar a los ocupantes de la madriguera y formula desdeñosas réplicas a las autocráticas resoluciones de la Reina. En definitiva, comienza a crecer inconteniblemente y acaba por imponerse a cuantos la rodean: algo la impulsa a reprimir el libre juego de la fantasía.
La aventura en el País de las Maravillas desemboca en la escena del tribunal con aspecto de Juicio Final, después de la cual la chiquilla despierta como si el superyó de su educación victoriana hubiese logrado finalmente desbaratar el intento de evasión. Sintomáticamente, la fábula concluye con las reflexiones de la hermana de Alicia, quién prevé a la protagonista convertida en mujer adulta, rodeada de sus propios hijos a los que habrá de referir su extraño viaje para regocijo del “corazón sencillo y afectuoso de la infancia”. En suma, también Alicia llegará a compartir la óptica adulta y se someterá complaciente a su conformismo.
Limitados a un plano de significados superficiales, los libros para niños de Lewis Carroll exhiben una cualidad deliciosamente disparatada. Pero en sus profundidades ocultan un caudal abrumador de otra especie de sorpresas: las que proceden del rigor lógico, de la reflexión filosófica, de la experiencia existencial.
O dicho de manera diferente, ponen de manifiesto un tipo especial de absurdo: el que puede extraerse de nuestra presencia en el mundo. El sedimento final de la lectura nos propone una opción inquietante: o bien la estricta adecuación a los preceptos lógicos que gobiernan el País de las Maravillas nos conduce al desatino o, en caso contrario, la suposición pragmática que prevalece en la realidad cotidiana nos precipita en un conformismo alienante.Quizás haya una perspectiva aún más apocalíptica: que estas alternativas, cada una por su lado, sean parejamente ciertas y nos sometan a la acción conjunta de su imperio.
En caso de difundir o citar este texto se solicita mencionar al autor y al editor, Jaime Rest, Mundos de la Imaginación, Monte Ávila Editores, Caracas 1978. Muchas gracias.

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